domingo, 24 de abril de 2011

Metamorfosis perpetua

La última novela de Rodolfo Rabanal narra la historia de un hombre que se dedica a espiar y que sólo puede encontrarse en la sombra ajena

La vida privada
Por Rodolfo Rabanal
Seix Barral
190 páginas

Hay una tirantez manifiesta, siempre, en los relatos escritos en primera persona, entre lo que el narrador muestra y lo que elige esconder, o entre lo que conoce y lo que ni siquiera sospecha de sí mismo, o bien entre lo que ha sido hasta ahora y aquello en lo que se está convirtiendo. Esa disputa se desarrolla, en verdad, entre lo que el escritor quiere darnos como alimento y lo que irá revelando progresivamente a medida que la trama se desanude. Se trata de un trabajo de artesano o de alquimista. La fragilidad de los elementos que se manipulan es extrema, porque de ese equilibrio depende que un texto conserve su misterio. ¿Pero qué ocurre cuando esa interioridad se hace visible mediante un filtro; es decir, cuando arribamos a ella de manera indirecta? Sin duda aparece una oportunidad: esa lente opresiva sobre el personaje se acercará y alejará y saldrá cuantas veces quiera, o mejor dicho cuando al autor le convenga. La contracara es, claro, la posibilidad de que en el camino se pierda una buena dosis de intimidad y, con ella, la identificación del lector, que para la mayoría de los relatos es su combustible primordial.

Nada de esto último sucede en La vida privada , la más reciente novela de Rodolfo Rabanal, y uno de sus aciertos mayores es, justamente, el modo en que su autor trabaja con la empatía sin renunciar, en esa búsqueda, a cierto grado de distanciamiento. Podría decirse que, más que un narrador situado en el hombro del personaje, en este caso es más bien un narrador-espejo: el protagonista habla, piensa, actúa, y el narrador sólo se cruza de vereda -pero lo hace todo el tiempo- para poner en caja su accionar, sus meditaciones, su lógica. En otros términos: para darle otro alcance, y acaso para cuestionarlo en silencio.

No obstante, ese distanciamiento perdería sentido si no hiciese pie en algún punto vulnerable. Aquí lo hay, y es todo: el protagonista es un hombre maduro, solitario, cuya ocupación privilegiada es observar, o para ser más precisos, espiar. Lo hace desde la terraza de su departamento, situado en un edificio de Monserrat que por las noches queda casi vacío. Se halla en una instancia clave de su vida, pese a esa especie de clasificación arbitraria a que reduce la mayor parte de las pasiones que circulan a su alrededor. No por nada se dirá ("con desprecio", apunta el narrador) que al día siguiente acaso se convierta en un viejo.

Antes de eso, un suceso lo arrancará de la peligrosa modorra cotidiana: el romance con una vecina francesa, al comienzo inalcanzable, luego una promesa furiosa de futuro. En paralelo, el pasado retornará a su vida para adquirir otra relevancia, y al mismo tiempo para ayudar a rescatarlo de una fugacidad que provoca que lo real, con frecuencia, se desvanezca.

Aun con la perspectiva un tanto artificial que le imprime a su punto de vista (en la novela el protagonista es, apenas, "el que percibe"), Rabanal logra conmover a partir de los vaivenes, las dudas, las idas y vueltas de un personaje que vive una metamorfosis constante, esquizofrénica. Como si sólo lograra encontrarse a sí mismo, para bien y para mal, en la sombra de los otros.

José María Brindisi

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