jueves, 6 de diciembre de 2012

Las voces de Manuel Puig siempre vuelven

Por Silvia Hopenhayn  | Para LA NACION


En algunas ocasiones se podría decir, con cierta nostalgia e ironía, que las mejores novelas son las que ya están publicadas. Sobre todo cuando los libros en cuestión se encuentran agotados y bien merecen una renovada lectura; aquellos que no aparecen en las librerías comerciales y se los espera como pan caliente.
Es el caso de las novelas de Manuel Puig. Frescas, incisivas, melodramáticas, provocadoras, sensuales, sensatas y, créase o no (luego de semejantes epítetos), argentinas. Sus historias son tan cercanas a nuestra idiosincrasia -perdón por palabra tan adusta- que causan gracia y lamento. Más que detrás del espejo, como nos lleva Lewis Carroll con su Alicia, Puig nos pone magistralmente frente al espejo, quizá guiado por lo que él mismo decía: "Hay que pintar el mundo del cual uno se siente testigo privilegiado".
Ahora sus novelas están al alcance de la mano (también del bolsillo, la edición es económica) y del ojo: sus nuevas tapas tienen plena gracia y se corresponden con el amor al cine que tenía Puig. El sello Booket lanza en diciembre una primera entrega que consta de cuatro novelas: Pubis angelical, Sangre de amor correspondido, Cae la noche tropical y, una de las mejores, La traición de Rita Hayworth. Esta última es, en realidad, la primera. Se publicó en 1968 y causó revolución en la literatura. Nunca se había "escuchado" una prosa así. Y digo bien escuchado, porque el estilo de Puig se centra en lo que se dice. Eso no significa que sea una prosa de la oralidad, como se la solía clasificar. Se trata de lo que se dice en lo que se escribe. No es una traslación de modos de hablar, aunque la novela alterna primeras personas y también diálogos o diarios. Es la construcción de una voz en una lengua novedosa. Por momentos Toto, el protagonista, cuenta sus cuitas, luego lo hacen la niña Teté o Héctor, el primo seductor, o la pecadora Paquita, o dialogan Choli con Mita. Todo esto ocurre en un pueblo polvoriento, hundido, pero, sobre todo, chismoso y aglutinado, donde no hay sombra que proteja al audaz, y menos si la audacia radica en la indagación de sus impulsos o la búsqueda de sabores nuevos.
También en esta primera novela Puig traza las coordenadas del escenario para sus glamorosos y enquistados personajes, el pueblo de Coronel Vallejos, de fácil asociación con General Villegas, donde el propio escritor pasó -y en parte, sufrió- su infancia y adolescencia. El mismo pueblo donde transcurre su novela Boquitas pintadas. Una escritura de estilo único, que atraviesa por primera vez -luego habrá émulos- distintos discursos: el del cine, el chisme, el folletín, la literatura, la radio, el diario, etcétera. Y evidencia lo que Alan Pauls, uno de sus mejores críticos, llamó "la zona íntima", no por ello impúdica ni reducida. Más bien honda y conflictiva, en la que se enlaza el chisme con el psicoanálisis, en una cruzada literaria cargada de imágenes imborrables. Como la primera película que vio Manuel Puig, a los cuatro años, en el cine de Villegas, La novia de Frankenstein, con Boris Karloff; o los ojos traicioneros de Rita Hayworth en Sangre y arena, tan invocados en esta novela. Un detalle de la edición, quizá por consigna del pudor: en la breve reseña biográfica no figura la fecha de nacimiento del autor. Y es de festejar, este año Manuel Puig cumpliría ochenta años.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Los unos y los otros


El Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz alerta sobre los efectos de la ?crisis en los países centrales y las consecuencias de la mala distribución de la riqueza
Por Ana María Vara  | Para LA NACION


La "tierra de las oportunidades", el "sueño americano": lugares comunes que se han demostrado errados en los últimos años. Estados Unidos se ha convertido en el país más desigual en el conjunto de los países industrializados, con ricos más ricos y pobres más pobres de manera sistemática y creciente. Y no se trata de las fuerzas ciegas del mercado o la globalización. La brecha entre unos y otros se ha profundizado debido a una serie de errores de la teoría económica que se trataron de acallar: ésa es la mala y la buena noticia que Joseph Stiglitz viene a dar en El precio de la desigualdad. El 1% de la población tiene lo que el 99% necesita. Mala, porque tamaña desigualdad "pone en peligro el futuro", como sugiere el subtítulo de la edición original; buena, porque revertir esa situación depende en gran medida de la decisión y la capacidad de actuar de los poderes de la democracia.
"Estados Unidos ha ido partiéndose en dos, a un ritmo cada vez mayor", advierte Stiglitz. Las cifras son elocuentes: el 1 por ciento de la población concentra el 30 por ciento de la riqueza del país. El proceso se aceleró en los años previos a la crisis de 2008: en 2007, el 0,1 por ciento más alto de las familias de ese país tenía unos ingresos 220 veces mayores que la media del 90 por ciento inferior. Y las ganancias de la "recuperación" fueron nuevamente a los más ricos: el 1 por ciento se quedó con el 93 por ciento de los ingresos adicionales que se crearon en 2010 respecto de 2009. "No tiene sentido hacer como si nada", provoca Stiglitz. "A pesar de la inveterada creencia de que los estadounidenses gozan de mayor movilidad social que los europeos, Estados Unidos ha dejado de ser el país de las oportunidades."
Como en un esfuerzo concertado de intervención en la discusión pública, El precio de la desigualdad llega tras una serie de trabajos de autores como Paul Krugman o Lawrence Lessing que analizan las causas de la crisis y la connivencia entre el poder político y el económico, de manera de asegurarse mutuos beneficios a costa de las clases media y baja. Thomas B. Edsall, profesor en la Escuela de Periodismo de Columbia, habla de una auténtica "insurgencia intelectual que desafía la ortodoxia económica dominante".
Los disidentes no son outsiders : Stiglitz es profesor de Columbia, fue funcionario de Bill Clinton y del Banco Mundial, publicó más de trescientos papers y recibió el Premio Nobel de Economía. Apoyado en su trabajo académico, ha construido una línea argumentativa en libros de divulgación que fueron marcando hitos en la crítica al neoliberalismo. Mientras que en El malestar en la globalización (2002) mostró que los organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial parecían proteger los intereses del mercado financiero por sobre los de los países a los que aconsejaban, en Los felices 90 (2003) se concentró en Estados Unidos y explicó las falacias que llevaron del boom a la caída de la década. A esas obras diagnósticas les siguieron Comercio justo para todos (2005) y Cómo hacer que funcione la globalización (2006), en las que avanzó en el camino de las soluciones. En La guerra de los tres mil millones de dólares(2008), sobre la invasión a Irak, reveló cómo una economía distorsionada -en que los ricos no sufren los costos personales de las incursiones bélicas e incluso pueden aumentar sus beneficios- tiene impacto en la política exterior. Y en Caída libre (2010) analizó las causas de la crisis de los países centrales, y propuso medidas de intervención del Estado para enfrentarla y evitar su repetición.
El precio de la desigualdad se inscribe en esta trayectoria con un tono más indignado y urgente: se trata de una cuestión moral, porque la pésima distribución de la riqueza en Estados Unidos trae sufrimientos inmerecidos -y evitables- sobre muchas personas. Pero también de supervivencia, porque las sociedades desiguales son menos democráticas y menos prósperas. Indicadores como la expectativa de vida ya marcan una situación preocupante para el país que sigue siendo la primera economía mundial: es de apenas 78 años en Estados Unidos, frente a 83 en Japón, u 82 en Australia e Israel. De hecho, según datos del Banco Mundial de 2009, este país se encuentra en el cuadragésimo nivel mundial, un puesto por debajo de su insólita Némesis, Cuba, con una expectativa de vida de 79; la de Argentina es 76. Otras cifras son todavía más elocuentes: el número de familias estadounidenses en situación de pobreza extrema -que viven con dos dólares diarios por persona- alcanzó el millón y medio en 2011.
¿Cómo ocurrió esto? ¿Qué se puede hacer? Las dos preguntas convergen. En primer lugar, abandonar el "fundamentalismo de mercado", como lo califica Stiglitz. Las fuerzas del mercado deben ser reguladas, porque la concentración de la riqueza afecta la competitividad tanto como un Estado avasallante. La política impositiva también debe modificarse, revirtiendo medidas de George W. Bush que redujeron las obligaciones de los más prósperos. Regular mejor a los bancos, limitando la capacidad de asumir riesgos y de que se dediquen a créditos usurarios, "clausurar" (sic ) los centros bancarios en paraísos fiscales, reformar la ley de quiebras. En lo social, Stiglitz aboga por una "atención sanitaria para todos" y por reforzar otros programas de protección.
Si un punto central en la advertencia de Stiglitz a sus conciudadanos es que el futuro del 1% depende del futuro del 99%, la alerta se debería extender al resto del mundo. La desigualdad en Estados Unidos tiene consecuencias también fuera de sus fronteras: por ser uno de los motores de la economía mundial, por su carácter de laboratorio de medidas y modelo para otros países, porque la política exterior del país con el mayor gasto militar se puede ver afectada. Es de desear que Stiglitz y demás "insurgentes" sean escuchados.