martes, 31 de enero de 2012

“En los tiempos muy duros, la biblioteca me mantuvo sana”

POR JULIÁN LÓPEZ

Es una de las autoras de habla inglesa más traducidas. En sus relatos, la pobreza, la infancia y la soledad.


31/01/12

A pesar de ser una de las escritoras de habla inglesa más traducidas de la actualidad, su literatura se lee en más de ocho lenguas, Claire Keegan nunca pensó en escribir. La autora de los libros de relatos Antártida , Recorre los campos azules y de la nouvelle Tres luces –todos publicados por la editorial argentina Eterna Cadencia–, nació en Irlanda en 1968, en el seno de una familia rural y su encuentro con la escritura fue casi un accidente. “Empecé a escribir”, dice, “cuando estaba desempleada y vivía con mi madre, me compré una máquina para tipiar las solicitudes de empleo y así, inesperadamente, apareció mi primer relato”.

Paradójicamente, Keegan llegó a España de la mano de la misma editorial que publicó su obra en la Argentina, Eterna Cadencia. La escritora suma una importante cantidad de premios, el Davy Byrnes Award y el Rooney Prize for Irish Literature entre otros, y su prosa cruda y contundente fue comparada nada menos que con las de las narradoras norteamericanas Carson MacCullers y Lorrie Moore. Además, cuenta con el padrinazgo de dos “pesos pesados” de la literatura universal, Haruki Murakami y Richard Ford.

Escritora al fin, no se molesta en crear un mito autorreferencial, ni se entretiene en respuestas complacientes que pongan al entrevistador en la comodidad de creerse muy despierto. “No, manifiesta rotundamente, no estoy buscando crear una visión sintética y poderosa de Irlanda y no creo que mis textos tengan esa mágica aridez a la que se refiere, eso corresponde a su lectura. Yo estoy mucho más interesada en preguntarme qué significa estar viva en un momento determinado”. Sobre la soledad –otra cuestión que al entrevistador le pareció particular en los textos de Keegan– respondió: “Una gran, enorme parte de la literatura se trata de si es posible o no comunicarse con un otro. Podría decir que una buena historia es un retrato de la manera en que lidiamos con eso y me río cuando la gente dice que mis cuentos son oscuros; no conozco a nadie que piense que la vida es fácil”.

Infancia y pobreza parecen los motores de sus relatos. ¿Hay en eso una intención de plantear su propia literatura, una literatura irlandesa? No sé cómo responder a eso… Usted parece sorprendido de que la infancia pueda ser el motor de una historia pero todos fuimos chicos durante 12 años y ése período está lleno de historias. ¿Por qué la literatura no saldría de ahí? Chéjov, Tolstoi, Hardy, Joyce, Elliot, han escrito muchísimo acerca de la soledad, la infancia y la pobreza. Yo no estoy haciendo nada nuevo, simplemente busco, con gran dificultad, voces frescas para eso que es tan viejo como la naturaleza humana.

La mayoría de sus relatos están sostenidos por lo que no dicen y por sus finales muchas veces sorprendentes. ¿Vale más el procedimiento de escritura que la misma historia? No, yo escribo cuentos, no trato de establecer procedimientos de escritura. Escribo sobre cómo se siente vivir con un caudal de deseos y necesidades que nunca será totalmente satisfecho, eso genera problemas y muchas veces daño: mucha gente en Irlanda no está en condiciones de proteger a los suyos por el elevadísimo costo de las propiedades y las hipotecas. Quizá lo que nos enseñó el fracaso del boom irlandés es que, de verdad, suficiente es suficiente.

Keegan se confiesa amante de Antón Chéjov. “Es el autor con quien mantengo mi relación más cercana, lo admiro inmensamente”, dice, pero toma distancia del ambiente literario. “Además de escribir, enseño literatura y leo los trabajos de mis alumnos, atiendo las consultas de mis traductores y desde que salió Recorre los campos azules ya visité veinte países. Cuando me queda un minuto quiero irme lejos y para mí es más interesante hablar con un pescador que con un escritor”.

Parece mucha actividad literaria para alguien que no pensaba ser escritora.

Es verdad que no estaba en mis planes, no tenía ningún tipo de ambiciones en ese sentido y probablemente eso resulte mejor para la escritura. Con esa máquina de escribir que le conté llené 300 solicitudes de empleo que fueron respondidas con 300 cartas de rechazo. Ahora creo que fue una suerte, pero fue un tiempo muy duro y la biblioteca fue lo que me mantuvo sana.

Sin embargo, su voz parece haber estado lista para hacerse oír, clara y sólida.

Bueno, eso es un gran halago y me alegra, pero a mí nunca me resultó fácil escribir, ni confiar en quienes dicen eso.


lunes, 30 de enero de 2012

La marca de agua de Bauman

En dos nuevos libros, el celebrado sociólogo polaco aplica exhaustivamente, sin temor a repetirse, su concepto de "modernidad líquida" a diversos aspectos de la actualidad

Por Gustavo Santiago | Para LA NACION



La presencia de Zygmunt Bauman en las librerías argentinas ha crecido de modo exponencial en los últimos tiempos. Hace tan sólo diez años, se podía encontrar tres o cuatro títulos; en 2006, el número se acercaba a la veintena. Hoy, cualquier librería especializada en ciencias sociales tiene más de treinta. ¿En qué se sostiene este éxito?

En primer lugar, podría decirse que el sociólogo polaco radicado en Inglaterra es uno de los intelectuales más capaces para realizar una lectura precisa del presente. La categoría de "lo líquido", que acuñó para describir la actualidad, ha mostrado ser tan certera como fructífera. Ella le ha permitido rendir cuenta tanto de cuestiones económicas como políticas; tomar ejemplos de la literatura tanto como de la vida cotidiana; aplicarla al cine de igual modo que a las noticias periodísticas. El amor, el tiempo, la identidad, el miedo, la vida se han vuelto líquidos. Todo se desplaza de un lado a otro antes de echar raíces; no hay suelo firme bajo nuestros pies ni anhelo por construirlo. Ése es el mundo líquido que Bauman conoce mejor que nadie y que se esmera en presentarnos mediante su prolífica labor de escritor y conferencista.

En segundo lugar, Bauman es un notable ensayista. Su principal virtud es la claridad. A diferencia de lo que sucede con muchos intelectuales contemporáneos, sus lectores no se encuentran con una jerga cerrada o excluyente. Si bien es cierto que ha creado cierta cantidad de conceptos específicos, no pierde la oportunidad en sus textos de aclarar su uso y siempre tiene a mano un ejemplo preciso para ilustrarlos.

Finalmente, el pensador polaco conoce al lector actual. Es un "lector líquido", de atención dispersa, breve; alguien que se siente abrumado frente a un número voluminoso de páginas o ante un argumento extenso y complejo. No busca profundizar los temas que toca, sino desplazarse en ellos con agilidad, pasando de un tema a otro. Es un lector que se resiste a la relectura, a rumiar cada palabra, al subrayado. Y eso es lo que le ofrece en sus textos. La lectura de Bauman siempre es placentera; aun cuando trate las cuestiones más acuciantes como la marginalidad de gran parte de la población mundial o el inminente fin de la vida en el planeta por un exceso de consumo que quintuplica las posibilidades de abastecimiento de la Tierra.

Dos de los últimos libros aparecidos en español dan muestras de estas capacidades. Se trata de Daños colaterales y 44 cartas desde el mundo líquido .

Daños colaterales se compone de once ensayos elaborados a partir de conferencias dictadas por Bauman en los que el tema predominante es la desigualdad socioeconómica actual. La idea del "daño colateral" proviene del lenguaje militar: ante la presencia de un objetivo que se considera justificable, los perjuicios a inocentes son minimizados. Esto mismo sucede, según el autor, con cualquier medida económica o política tomada en el mundo global, con la particularidad de que las víctimas colaterales son siempre los marginales del sistema. Incluso en los casos de catástrofes naturales el esquema es el mismo. Tomando como ejemplo el huracán Katrina, Bauman señala que "las víctimas más golpeadas por la catástrofe natural fueron quienes ya eran desechos de clase y residuos de la modernización". El huracán, como fenómeno natural, no distingue entre ricos y pobres; blancos, latinos o negros. Pero mientras que las personas con mayores recursos tenían los bienes asegurados y contaban con posibilidades reales de abandonar el lugar, los pobres se vieron condenados a quedarse a intentar salvar las pocas -pero irreemplazables- posesiones, fruto del trabajo de toda una vida.

La desigualdad se agrava en la actualidad, según Bauman, por la decadencia del "Estado de Bienestar" y la consecuente privatización de la vida. Siguiendo a Ulrich Beck, en varios artículos del libro indica que "la privatización traslada la monumental tarea de lidiar con los problemas socialmente causados hacia los hombros de mujeres y hombres individuales". Los políticos tienden a asociar la desigualdad con la inseguridad y, ya que no poseen los medios o el interés en ocuparse de la primera, aparentan ocuparse de la segunda. Durante las campañas prometen medidas drásticas y eficaces, cuando están en el gobierno seleccionan grupos representativos del temor de los ciudadanos acomodados, realizan espectaculares redadas... pero las cifras delictivas se mantienen casi intactas y la desigualdad socioeconómica continúa acrecentándose. En otros de los textos Bauman recorre algunos de sus temas habituales: la posibilidad de una ética en la sociedad de consumo, la invasión del espacio público por la vida privada.

En 44 cartas desde el mundo líquido , Bauman hace gala de su capacidad de síntesis. En textos que en su mayor parte no superan las cuatro páginas, el autor aplica su grilla conceptual a numerosos temas de actualidad; entre ellos: la soledad, el sexo virtual, el consumismo adolescente, la moda, los miedos, la maldad. Si habitualmente los textos de Bauman resultan de fácil acceso, éste es decididamente un libro para leer en la playa, en el subte o para abrir al azar y leer unas páginas antes de dormir. Son textos provocativos, incisivos en la medida en que es posible serlo en cuatro páginas.

En diversos textos se encarga Bauman de señalar que lo que caracteriza a esta sociedad no es sólo la cantidad de objetos que se consumen, sino el hecho de que los sujetos mismos, para cobrar existencia, necesitan convertirse en objetos de consumo para los demás. Y esto es algo que Bauman hace a la perfección. Al menos, si las cifras de ventas y la cantidad de títulos publicados son los únicos parámetros a considerar.

Pero también podría el lector preguntarse cómo hace para escribir tanto. Un dispositivo es evidente: el de desplazar su grilla conceptual sobre distintos sectores de la realidad. Todo puede pensarse desde una óptica "líquida". En este sentido, el campo de análisis es potencialmente infinito. También hay otro recurso: el de escribir todo lo que se dice. Cada conferencia, cada entrevista, cada palabra de Bauman parece ser pensada para formar parte de un libro. Finalmente, un último recurso colabora en la multiplicación de sus textos: la repetición. Bauman vuelve una y otra vez sobre sus palabras. Modifica ejemplos, retoca mínimamente párrafos o, lisa y llanamente, corta y pega. De hecho, cuatro de sus 44 cartas... forman parte, casi textualmente, de capítulos de Daños colaterales . La situación llega a límites escandalosos cuando se descubre, como sucede en Daños colaterales , que las páginas que van de la 75 a la 78 son poco menos que idénticas que las que van de la 164 a la 167. ¿No hubo un editor, en la edición inglesa original, que se diera cuenta? Por respeto al propio Bauman y a los aportes que ha hecho al pensamiento contemporáneo quizá sea tiempo de que alguien lo ayude a elegir, de todo lo que sea capaz de escribir, aquello más valioso de publicar.

UN CONCEPTO FRUCTÍFERO

Zygmunt Bauman nació en Polonia, en 1925, en el seno de una familia judía de bajos recursos. Cuando era adolescente debió abandonar su país para escapar del nazismo e ingresó a Rusia como refugiado. Poco tiempo después se alistó en la resistencia contra el ejército alemán. Tras la guerra regresó a Polonia, donde estudió sociología y filosofía. Fue profesor en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Varsovia desde 1954 hasta 1968, cuando una campaña antisemita promovida por las autoridades comunistas lo llevó a alejarse definitivamente de su país y a radicarse en Inglaterra. Allí fue catedrático de sociología en la Universidad de Leeds desde 1971 hasta su jubilación en 1990. Desde entonces, se ha dedicado a escribir y disertar como profesor invitado en las más importantes universidades del mundo. Recibió numerosas distinciones, entre las que se destaca el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 2010. La creación conceptual que hizo célebre a Bauman es la de "lo líquido". Según Bauman, los primeros modernos asistieron a la volatilización de los valores, las tradiciones y las instituciones que hasta entonces se consideraban inconmovibles. Pero los promotores de esa modernidad no buscaban instalarse en la evanescencia, sino reemplazar valores que se habían vuelto obsoletos por otros que resultaran más sólidos aún que ellos. En la era actual, la de la "modernidad líquida", esa pretensión se habría abandonado. Lo que ahora impera es lo flexible, lo mutable..

DAÑOS COLATERALES

Por Zygmunt Bauman

FCE

Trad.: Lilia Mosconi

240 páginas

$ 68

44 cartas desde el mundo líquido

Por Zygmunt Bauman

Paidós

Trad.: Marta Pino Moreno

214 páginas

$ 120

lunes, 16 de enero de 2012

Cada vez más análisis de ADN de parejas durante el embarazo

Se realizan para determinar la paternidad

Por Evangelina Himitian | LA NACION


En la sala de partos todo era alegría. La partera gritó la hora, felicitó a Rocío y le acercó a la beba para que le diera un beso. El padre estaba feliz y, afuera, la familia abrió un champagne. Pero cuando la flamante madre vio a su hija se le vino el mundo abajo. Era perfecta. Era lindísima..., pero tenía la cara de su ex.

Historias como éstas son cada vez más frecuentes: parejas que atraviesan los nueve meses sin saber quién es el padre y que para determinarlo recurren a un estudio de ADN, ya sea durante el embarazo o inmediatamente después del parto. Las consultas de este tipo crecieron en forma exponencial en los últimos cinco años, según afirmaron a LA NACION responsables de centros en los que se realizan estudios genéticos.

En la Sociedad Argentina de Genética Forense hay 18 laboratorios habilitados para este tipo de pruebas, de los cuales diez realizan el estudio prenatal. "Hace una década hacíamos cinco estudios prenatales al año. Hoy, más de 200. Y tenemos tres consultas diarias. Representan el 10 por ciento de la totalidad de estudios de ADN", explica Eduardo Raimondi, a cargo del Pricai, el centro de estudios genéticos de la Fundación Favaloro.

Los estudios de paternidad no son una rareza. "Hoy, la estadística indica que de cada diez niños que nacen hay uno o dos que no son hijos biológicos de sus padres legales", afirma Viviana Bernath, miembro de la Sociedad Argentina de Genética Forense, directora del laboratorio Genda, por el que cada mes pasan entre cuatro y cinco embarazadas.

LOS RIESGOS PARA EL BEBE

"También creció en los últimos tiempos la cantidad de estudios de paternidad que se realizan a bebes durante el primer año de vida. Son mujeres que por alguna razón, tal vez por el riesgo que implica el estudio durante el embarazo, prefieren esperar hasta el nacimiento para realizarlo", dice la doctora Bernath, que en noviembre último publicó el libro ADN, el detector de mentiras .

Existen dos tipo de estudios que se utilizan para realizar la prueba de paternidad prenatal. El primero es el de vellosidades coriales, que implica una punción entre las semanas 12 y 13 del embarazo. El otro estudio se hace tomando una muestra de líquido amniótico, a partir de la semana 16. Para todos los casos, se requiere que se presente la madre y el padre presunto.

Dependiendo del laboratorio, los resultados se pueden obtener en una semana, la versión rápida, o en un mes. Cuestan entre 2000 y 4000 pesos.

"Las madres deben saber que el estudio prenatal implica un riesgo para el bebe, que es mínimo, del 0,5%, pero que existe", explica Primarosa Chieri, directora del laboratorio Primagen, el primero en el país en realizar este tipo de estudios. Significa que uno de cada 200 embarazos sometidos a esta prueba se pierde.

El estudio de paternidad luego del nacimiento se realiza mediante un hisopado bucal y hay que hacerles muestras a la madre, al padre y al bebe.

Existen kits para tomar las muestras en casa, pero los laboratorios no los recomiendan, ya que en ese caso, el estudio pierde la validez de prueba legal. Este estudio cuesta entre 1500 y 3000 pesos, dependiendo de la rapidez.

MÁS ACCESIBLES

"No se debe caer en el error de apuntar entre las causas de este crecimiento de las consultas a una mayor promiscuidad. Esto es histórico; la diferencia es que ahora es posible y más accesible saber a ciencia cierta la paternidad", apunta Chieri.

El perfil que más caracteriza este tipo de consultas en Primagen es el de las mujeres que atravesaron un cambio de pareja y en ese transcurso quedaron embarazadas. También en otros laboratorios indican que son frecuentes las consultas de hombres que tuvieron relaciones sexuales con una mujer que conocieron y con la que salieron un par de veces, pero que quieren estar seguros de ser los padres de ese bebe que viene en camino.

También es clásica la consulta de mujeres que concurren con su amante. Ante la noticia del embarazo, quieren estar seguras de que es hijo de su marido antes de hacer el anuncio.

"En el hall del laboratorio se ve de todo. Desde las parejas que se sienten felices y aliviadas al ver el resultado de los exámenes hasta los que se descolocan, lloran o gritan. No hay mentira que se resista a una prueba de ADN", concluye Bernath..

miércoles, 11 de enero de 2012

Vuelve el rey del terror

Por Silvia Hopenhayn | Para LA NACION

Algunos dicen que no puede escribir tanto, o que ya ni siquiera escribe. Que dicta o delega y cuenta con una corte de escritores fantasma dispuestos a organizar sus maquinaciones. De todos modos, por cada uno de sus libros recibe una fortuna, lo haya escrito o no. Lo que vale es su nombre: Stephen King. Un sello de oscuridad garantizada, de culpables verdaderos y, aunque no siempre se lo reconozca, de escritura candente y veloz, no exenta de imborrables metáforas.

Yo apuesto a que es él quien escribe todas esas historias. A que no puede parar de escribir y hace sangrar la página con sus propias pesadillas. Que el sosiego conseguido -familia, perro, moto, campo- le permite alejarse de sus épocas más destructivas -terrible accidente automovilístico, drogas, etcétera- conservando la intensidad en relatos revulsivos, atroces y tremendamente atrayentes.

En su último libro publicado, aún más cruento que los anteriores, King ofrece una explicación. Todo oscuro, sin estrellas (Plaza & Janés) cuenta con un epílogo que justifica lo que ha escrito (desde su primera novela La larga marcha, a los dieciocho años) con una pregunta acuciante: "¿Cómo es posible que ocurran cosas así?". Si uno revisa sus grandes títulos (auténticas iluminaciones siniestras, de las que se hicieron cargo algunos excelentes directores de cine como Brian de Palma o Stanley Kubrick), esa pregunta aparece como clave. En El resplandor, Carrie, La zona muerta, Misery, Cujo, Cementerio de animales o La mitad siniestra, siempre hay un personaje o un acontecimiento que encarna lo peor. La fuerza de lo peor, aunque provenga de una debilidad.

Esta última entrega va en aumento. Se trata de cuatro relatos largos, muy distintos entre sí, siempre con la reconocible carga funesta. Para aquellos que no se pierden un título del genio del terror, hay temas que vuelven. En el primer cuento largo, "1922", la trama se centra en una granja terrible y oscura de Nebraska; o sea, el infierno acotado a coordenadas precisas, como un hundimiento en el terreno de la ficción. Comienza con una primera persona aborrecible, de manera genial: "A quien pueda interesar: Me llamo Wilfred Leland James y ésta es mi confesión. En junio de 1922 asesiné a mi esposa, Arlette Chirstina Winters James y sepulté su cadáver en un viejo pozo. Mi hijo, Henry Freeman James, me asistió en este crimen, aunque a sus catorce años no se le puede atribuir ninguna responsabilidad". El último relato del libro, "Un buen matrimonio", es casi inverso: el protagonista vive desde hace treinta y pico de años con su esposa, sin que ella perciba en absoluto su impulso criminal.

King discurre en minuciosas descripciones que revelan el desgaste de sus personajes, así como confesiones despreciables que, paradójicamente, los vuelven trágicamente humanos, violentados al tiempo que vulnerables. También en el epílogo, hay una aclaración del autor con respecto a los lectores y su tarea de escritor: "No me toca a mí hacerlos pensar mientras leen". ¿Será por eso que el miedo es tan real? © LA NACION.

miércoles, 4 de enero de 2012

El origen de la violencia nacional

Por Silvia Hopenhayn | Para LA NACION

ES un libro que huele. Prueben en cualquier librería. Apenas repasan sus hojas, la tinta desprende un aroma inconfundible. Parece que estuviera vivo. ¡Un lugar de tanta muerte! El matadero. No cualquiera, el de Esteban Echeverría. Tampoco es una reedición del clásico argentino fundador de nuestras letras. Es un nuevo matadero. Aquí, el correr de la sangre despertó la tinta. Clama y renueva lo escrito. Es un matadero ilustrado, impregnado. Con toda la furia y el homenaje.

Esta vez dos artistas se hicieron cargo de la violencia que encierra la brevísima novela El matadero, como ya lo habían hecho, en su momento y a su modo, Castagnino, Breccia, Oesterheld, Honorio Pueyrredón, Ricardo Carreira y Carlos Alonso, entre otros. Se trata de Marcia Schvartz, porteña, con ese estilo inconfundible que enarbola cuerpos, y Fernando Bedoya, limeño y minucioso recaudador de rasgos. Ambos crearon las "trans-grafías" que salpican esta flamante publicación de Edhasa.

En un brevísimo prólogo, Bedoya cita a Echeverría: "En fin, la escena que se representaba en el matadero era para vista, no para escrita". ¡El propio autor ansiaba imágenes de lo que estaba escribiendo! En esta oportunidad, son imágenes compuestas, tanto desde la técnica como de la autoría. Hay escarnio y denuncia. La rabia se hace carne en el unitario. El abuso, la violencia, se vuelve billete (de veinte pesos) en los federales. "Libertinos, incrédulos, salvajes, cajetillas", todos revueltos en el mismo hedor de la historia que Echeverría ubica en el matadero.

Volver a leer esta novela es siempre garantía de pertenencia y repudio. No hay duda de que se trata de nuestra violencia fundante (el desprecio insalubre, la humillación en cuerpo y palabra). Pero, a su vez, este origen político marca a fuego la lengua. Echeverría, en su denuncia, despliega el potencial de esta marca. Es una fiesta macabra del lenguaje. Tan límpida su prosa como plagada de imprecaciones. "Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía -gritaba uno. ¡Che! Negra bruja, salí de aquí antes de que te pegue un tajo -exclamaba el carnicero."

Al mismo tiempo, Echeverría, que estudió en el Colegio de Ciencias Morales y luego en París, crea un narrador excelso e implicado que, cada tanto, lanza dardos irónicos bajo la forma de exclamaciones. "¡Cosa extraña que haya estómagos privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables, y que la Iglesia tenga la llave de los estómagos!" Y sigue, con elegancia y aguda crítica: "Pero no es extraño, supuesto que el diablo, con la carne, suele meterse en el cuerpo, y que la Iglesia tiene el poder de conjurarlo: el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad sino la de la Iglesia y el gobierno. Quizá llegue el día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo sin permiso de la autoridad competente".

Vaya lectura anticipada de nuestra historia, en tiempos de la Revolución de Mayo. Como dije al principio, es un libro que huele a tinta y a sangre.

© La Nacion.

lunes, 2 de enero de 2012

EL AUTOSTOPISTA por Roald Dahl

El autostopista
Era un hombre bajito, con cara ratonil y dientes grises. Sus ojos eran negros, vivos e inteligentes. Pensaba de sí mismo que era un genio, pero tardaba en aclarar en qué género artístico descollaba
Por Roald Dahl | Para LA NACION

Tenía un coche nuevo. Era un juguete excitante, un enorme BMW 3.3 Li, lo cual significa 3,3 litros, larga distancia entre los ejes, inyección del combustible. Tenía una velocidad punta de doscientos kilómetros por hora y una aceleración tremenda. La carrocería era de color azul pálido. Los asientos eran de un azul más oscuro y estaban hechos de cuero, cuero auténtico, suave, de la mejor calidad. Las ventanillas funcionaban por medio de electricidad, igual que el tejadillo. La antena subía cuando conectaba la radio y bajaba de nuevo cuando la desconectaba. El potente motor gruñía de impaciencia cuando circulaba a poca velocidad, pero cuando sobrepasaba los noventa kilómetros por hora cesaban los gruñidos y el motor ronroneaba de placer.

Un hermoso día de junio subí al coche y me fui a Londres yo solito. En los campos estaban en plena recolección del heno y había ranúnculos a ambos lados de la carretera. Conducía tranquilamente a ciento diez por hora, cómodamente instalado en el asiento, sin más que un par de dedos apoyados en el volante para mantener la dirección. Ante mí vi a un hombre que hacía autostop. Apreté el freno de pie y detuve el coche a su lado. Siempre me detenía cuando veía algún autostopista. Sabía por experiencia cómo se sentía uno cuando se encontraba junto a una carretera rural viendo cómo los coches pasaban sin detenerse. Odiaba a los automovilistas por fingir que no me veían, especialmente los de los automóviles grandes con tres asientos desocupados. Los coches grandes y caros raramente se paraban. Siempre eran los más pequeños los que se brindaban a llevarte; o los viejos y herrumbrosos; o los que ya iban llenos de críos hasta los topes y cuyo conductor decía "Me parece que, apretándonos un poco, aún cabe otro más".

El autostopista metió la cabeza por la ventanilla y preguntó:

-¿Va usted a Londres, jefe?

-Sí -contesté-. Suba.

Subió y proseguí mi viaje.

Era un hombre bajito con cara ratonil y dientes grises. Sus ojos eran negros, vivos e inteligentes, como los ojos de una rata, y tenía las orejas ligeramente puntiagudas por su parte superior. Se cubría la cabeza con una gorra de paño y llevaba una chaqueta grisácea de bolsillos enormes. La chaqueta gris, junto con los ojos vivos y las orejas puntiagudas, le hacía parecerse más que a nada a una especie de enorme rata humana.

-¿A qué parte de Londres se dirige? -le pregunté.

-Pienso atravesar Londres de parte a parte y salir por el otro lado -dijo-. Voy a Epsom, a las carreras. Hoy es el día del Derby.

-En efecto -dije-. Ojalá fuera yo con usted. Me gusta mucho apostar a los caballos.

-Yo nunca apuesto a los caballos -dijo-. Ni siquiera los miro cuando corren. Me parece una cosa estúpida.

-¿Entonces por qué va? -pregunté.

Al parecer, la pregunta no le gustó. Su cara pequeña y ratonil se mostró absolutamente inexpresiva y clavó los ojos en la carretera, sin decir una palabra.

-Supongo que trabajará usted como encargado de las máquinas de apostar o algo parecido -dije.

-Eso es aún más estúpido -contestó-. No resulta divertido encargarse de las cochinas máquinas y vender boletos a los bobos. Eso puede hacerlo cualquier imbécil.

Se produjo un largo silencio. Decidí no hacerle más preguntas. Recordé que en mis días de autostopista me irritaba mucho que los automovilistas me hicieran preguntas y más preguntas. ¿Adónde va? ¿Por qué va allí? ¿A qué se dedica? ¿Está casado? ¿Tiene novia? ¿Cómo se llama su novia? ¿Qué edad tiene usted? Y así sucesivamente. Lo detestaba.

-Le pido perdón -dije-. Lo que usted haga o deje de hacer no es asunto mío. Lo malo es que soy escritor y la mayoría de los escritores somos muy fisgones...

-¿Escribe usted libros? -preguntó.

-Sí.

-Escribir libros está bien -dijo-. Es lo que yo llamo un oficio especializado. Yo también soy un trabajador especializado. La gente a la que desprecio es la que se pasa toda la vida haciendo algún trabajo rutinario, de esos para los que no se necesita ninguna especialización. ¿Entiende lo que quiero decirle?

-Sí.

-El secreto de la vida -dijo- es llegar a ser muy, pero que muy bueno en algo que resulte muy difícil de hacer.

-Como usted -dije.

-Exactamente. Como usted y como yo.

-¿Qué le hace pensar que soy bueno en mi trabajo? -pregunté-. Los malos escritores abundan.

-No llevaría usted un coche como éste si no hiciera bien su trabajo de escritor -contestó-. Le habrá costado un montón de dinero este cacharrito.

-Desde luego no es barato.

-¿Qué velocidad máxima puede alcanzar? -preguntó.

-Doscientos kilómetros por hora -le dije.

-Apuesto a que no.

-Apuesto a que sí.

-Todos los fabricantes de coches son unos embusteros -dijo-. Puede comprar el coche que más le guste y verá que no hace nada de lo que dicen los anuncios.

-Éste sí.

-Apriete el acelerador y demuéstrelo -dijo-. Vamos, jefe, pise a fondo y veamos qué es capaz de hacer.

Hay un cruce giratorio en Chalfont Saint Peter e inmediatamente después viene una sección larga y recta de carretera de doble calzada. Salimos del cruce y, al tomar la citada carretera, pisé el acelerador. El cochazo dio un salto hacia adelante como si acabasen de pincharlo. En cuestión de unos diez segundos alcanzamos los ciento cuarenta.

-¡Espléndido! -exclamó-. ¡Magnífico! ¡Siga, siga!

Apreté el acelerador hasta el fondo y lo mantuve clavado contra el suelo.

-¡Ciento sesenta! -gritó-. ¡Ciento setenta! ¡Ciento ochenta! ¡Ciento ochenta y cinco! ¡Siga, siga! ¡No afloje!

Iba por la calzada exterior y adelantamos a varios coches que parecían parados: un Mini verde, un Citroën grande color crema, un Land Rover blanco, un enorme camión que llevaba un contenedor en la parte trasera, un minibús?Volkswagen de color naranja...

-¡Ciento noventa! -gritó mi pasajero, pegando saltos en el asiento-. ¡Siga! ¡Adelante! ¡Alcance los doscientos siete!

En aquel momento oí el alarido de una sirena de la policía. Sonaba tan fuerte que parecía estar dentro del coche. Luego apareció un motorista a nuestro lado, nos adelantó y levantó una mano para que nos detuviéramos.

-¡Bendita sea mi tía! -dije-. ¡Nos han pillado!

El policía debía de ir a doscientos diez cuando pasó por nuestro lado, ya que tardó mucho tiempo en aminorar la marcha. Finalmente detuvo la moto en el arcén y yo paré el coche detrás de él.

-No sabía que las motos de la policía podían correr tanto -dije sin mucha convicción.

-Ésa sí puede -dijo mi pasajero-. Es de la misma marca que su coche. Es una BMW R90S. La moto más rápida que existe. Es la que utilizan hoy día.

El policía se apeó de la moto y la aparcó en batería. Luego se quitó los guantes y los depositó cuidadosamente sobre el sillín de la máquina. Ya no tenía prisa. Nos tenía donde quería tenernos y lo sabía.

-Esto se pone feo -dije-. No me gusta ni un poco.

-No hable con él más de lo estrictamente necesario, ¿me comprende? -dijo mi compañero-. Estese quietecito y con la boca cerrada.

Como un verdugo acercándose a su víctima, el policía echó a andar lentamente hacia nosotros. Era un hombre carnoso, corpulento y barrigudo y los pantalones azules le quedaban muy ceñidos a sus enormes muslos. Se había colocado las gafas sobre el casco, dejando al descubierto una cara rojiza de anchas mejillas.

Seguimos sentados en el coche, como dos colegiales pillados en falta, aguardando su llegada.

-Cuidado con ese hombre -susurró mi pasajero-. Tiene cara de malas pulgas.

El policía se acercó a mi ventanilla y apoyó una mano carnosa en el marco.

-¿A qué viene tanta prisa? -dijo.

-No hay prisa alguna, agente -contesté.

-Quizá lleva una mujer a punto de dar a luz en la parte trasera y corría para llegar a tiempo al hospital. ¿Se trata de eso?

-No, agente.

-¿O tal vez se ha incendiado su casa y corría usted a salvar a su familia, atrapada por las llamas en el piso de arriba? -Su voz resultaba amenazadoramente tranquila y burlona.

-Mi casa no se está quemando, agente.

-En tal caso -dijo-, se ha metido usted en un buen lío, ¿no le parece? ¿Sabe usted cuál es el límite de velocidad en este país?

-Ciento veinte -dije.

-¿Y le importaría decirme exactamente qué velocidad llevaba hace unos momentos?

Me encogí de hombros y no dije nada.

Cuando volvió a hablar levantó tanto la voz que pegué un salto.

-¡Ciento noventa kilómetros por hora! -chilló-. ¡Eso representa setenta kilómetros por encima del máximo permitido!

Volvió la cabeza y soltó un enorme escupitajo, el cual aterrizó en el guardabarros de mi coche y empezó a bajar deslizándose por mi hermosa pintura azul. Luego volvió la cabeza de nuevo y miró severamente a mi pasajero.

-¿Y usted quién es? -preguntó secamente.

-Es un autostopista -dije-. Lo he recogido en la carretera.

-No se lo he preguntado a usted -cortó el policía-. Se lo pregunto a él.

-¿Es que he hecho algo malo? -dijo mi pasajero con voz suave y untuosa como el fijador de pelo.

-Es más que probable -repuso el policía-. Sea como sea, es usted testigo. Me ocuparé de usted dentro de un minuto. El permiso de conducir -dijo secamente, alargando una mano.

Se desabrochó el bolsillo izquierdo del pecho de la guerrera y extrajo el temido talonario de multas. Copió cuidadosamente el nombre y la dirección que constaban en el permiso y luego me lo devolvió. Dio la vuelta hasta colocarse delante del coche, leyó el número de la matrícula y lo anotó también. Luego escribió la fecha, la hora y los detalles de la infracción cometida por mí. Después arrancó el original y me lo entregó, no sin antes comprobar que toda la información constase claramente en la copia del talonario. Finalmente se guardó el talonario en el bolsillo de la guerrera y abrochó el botón.

-Ahora usted -dijo a mi pasajero, dando la vuelta al coche para colocarse junto a la otra ventanilla. Del otro bolsillo de la guerrera extrajo una libretita de tapas negras-. ¿Nombre? -inquirió secamente.

-Michael Fish -contestó mi pasajero.

-¿Dirección?

-Catorce de Windsor Lane, Luton.

-Enséñeme algo que demuestre que éstos son su nombre y dirección verdaderos -dijo el policía.

Mi pasajero rebuscó en sus bolsillos y finalmente sacó su propio permiso de conducir. El policía comprobó el nombre y la dirección y le devolvió el permiso.

-¿Cuál es su oficio?

-Soy portador de capachos.

-¿Cómo dice?

-Portador de capachos.

-Haga el favor de deletrearlo.

-P-O-R-T-A-D-O-R D-E C-A...

-Ya basta. ¿Y se puede saber qué es un portador de capachos?

-Un portador de capachos, agente, es una persona que sube el cemento por la escalera para entregárselo al albañil. Y el capacho es donde se transporta el cemento. Tiene un asa muy larga y en la parte superior hay dos trozos de madera colocados en ángulo.

-De acuerdo, de acuerdo. ¿Para quién trabaja?

-Para nadie. Estoy desocupado.

El policía tomó nota de todo en la libreta de tapas negras. Luego se la guardó en el bolsillo y abrochó el botón.

-Cuando vuelva al cuartelillo haré unas cuantas comprobaciones para ver si me ha dicho la verdad -dijo a mi pasajero.

-¿Yo? ¿Qué mal he hecho? -preguntó el hombre con cara de rata.

-No me gusta su cara, eso es todo -dijo el policía-. Y podría ser que tuviéramos una foto suya en los archivos -volvió a dar la vuelta al coche y se colocó junto a mi ventanilla-. Supongo que se dará usted cuenta de que está en serios apuros -dijo, dirigiéndose a mí.

-Sí, agente.

-No volverá a conducir este coche de fantasía durante una larga temporada cuando hayamos terminado con usted. Bien pensado, no volverá a conducir ningún coche durante varios años. Y se lo tiene merecido. Espero que lo encierren para acabar de redondear la cosa.

-¿Quiere decir en la cárcel? -pregunté, alarmado.

-No le quepa duda -dijo, relamiéndose-. En chirona. Entre rejas. Junto con todos los demás delincuentes que infringen la ley. Y encima una buena multa. Nadie se alegrará de ello más que yo. Los veré a los dos en el juzgado. Ya recibirán la correspondiente citación.

Se volvió de espaldas y echó a andar hacia su moto. Plegó el soporte con un pie y pasó la pierna por encima del sillín. Luego dio un puntapié al mecanismo de arranque y se perdió de vista en medio del estruendo del motor.

-¡Uf! -exclamé-. Estoy listo.

-Nos han atrapado -dijo mi pasajero-. Nos han atrapado con todo el equipo.

-Querrá decir que me han atrapado-

-Así es -dijo-. ¿Qué piensa hacer ahora, jefe?

-Ir directamente a Londres y hablar con mi abogado -dije, poniendo en marcha el automóvil.

-No debe creer usted lo que ha dicho sobre meterlo en la cárcel -dijo mi pasajero-. No encierran a nadie sólo por saltarse el límite de velocidad.

-¿Está seguro? -pregunté.

-Totalmente -repuso-. Pueden quitarle el permiso e imponerle una multa morrocotuda, pero ahí acabará el asunto.

Me sentí tremendamente aliviado.

-A propósito -dije-. ¿Por qué le ha mentido?

-¿Quién, yo? -dijo-. ¿Qué le hace pensar que le he mentido?

-Le ha dicho que era portador de capachos y que estaba desocupado. Pero a mí me había dicho que tenía un oficio muy especializado.

-Y lo tengo -dijo-. Pero no conviene contárselo todo a un poli.

-¿Se puede saber a qué se dedica? -le pregunté.

-Ah -dijo con expresión astuta-. Eso sería confesar, ¿no le parece?

-¿Se trata de algo que le da vergüenza?

-¿Vergüenza? -exclamó-. ¿Avergonzarme yo de mi oficio? ¡Me siento tan orgulloso de él como cualquier otra persona del mundo!

-¿Entonces por qué no quiere decírmelo?

-Desde luego, ustedes los escritores son unos fisgones, ¿eh? -dijo-. Y usted no se dará por satisfecho hasta saber exactamente cuál es la respuesta, ¿no es así?

-En realidad me da lo mismo una cosa que otra -le dije, mintiendo.

Me dirigió una miradita astuta y ratonil por el rabillo del ojo.

-Me parece que sí le importa -dijo-. Puedo ver en su cara que se figura que tengo un oficio muy peculiar y que se muere de ganas de saber cuál es.

No me gustó que leyera mis pensamientos. Permanecí silencioso, con los ojos clavados en la carretera.

-Y no se equivoca -prosiguió-. Mi oficio es en verdad muy peculiar. Es el más raro de todos los oficios peculiares.

Me quedé esperando que continuase.

-Por eso tengo que andar con mucho cuidado según con quién hable, ¿comprende? ¿Quién me dice a mí, por ejemplo, que no es usted otro poli de paisano?

-¿Tengo cara de poli?

-No -dijo-. No la tiene. Y no lo es. Cualquier imbécil se daría cuenta de que no lo es.

Sacó del bolsillo una lata de tabaco y un librito de papel de fumar y se puso a liar un cigarrillo. Lo observé por el rabillo del ojo y vi que ejecutaba esa operación más bien difícil con una velocidad increíble. El cigarrillo quedó liado y listo para ser encendido en unos cinco segundos. Pasó la lengua por el borde del papel, lo pegó y se metió el cigarrillo entre los labios. Luego, como surgido de la nada, un encendedor apareció en su mano. Del encendedor surgió una llamita. El cigarrillo quedó encendido. El encendedor desapareció. Fue una operación verdaderamente notable.

-Jamás había visto liar un cigarrillo tan de prisa -dije.

-Ah -dijo él, dando una larga chupada al pitillo-. De modo que se ha dado cuenta.

-Claro que me he dado cuenta. Ha sido fantástico.

Se reclinó en el asiento y sonrió. Le complació mucho que yo me hubiese percatado de la velocidad con que era capaz de liar un cigarrillo.

-¿Quiere saber cómo puedo hacerlo tan aprisa? -preguntó.

-Sí.

-Es porque tengo unos dedos fantásticos. Estos dedos míos -dijo, alzando ambas manos- ¡son más rápidos e inteligentes que los dedos del mejor pianista del mundo!

-¿Es usted pianista?

-No sea tonto -dijo-. ¿Acaso tengo cara de pianista?

Eché un vistazo a sus dedos. Tenían una forma tan hermosa, eran tan finos, largos y elegantes que no hacían juego con el resto de su persona. Se parecían más a los dedos de un cirujano del cerebro o de un relojero.

-Mi oficio -prosiguió- es cien veces más difícil que tocar el piano. Cualquier mentecato puede aprender a tocar el piano. Hoy día en casi todas las casas hay algún mocoso que aprende a tocar el piano. Tengo razón, ¿no?

-Más o menos -dije.

-Claro que la tengo. Pero no hay una sola persona en diez millones que pueda aprender a hacer lo que yo hago. ¡Ni una en diez millones! ¿Qué le parece?

-Asombroso-dije.

-Y usted que lo diga.

-Me parece que ya sé a qué se dedica -dije-. Hace usted juegos de manos. Es prestidigitador.

-¿Yo? -dijo, bufando-. ¿Prestidigitador? ¿Acaso puede imaginarme yendo de una fiesta de críos a otra sacando conejos de un sombrero de copa?

-Entonces es jugador de naipes. Hace que la gente juegue a naipes con usted y se da a sí mismo unas manos maravillosas.

-¿Yo? ¿Me toma por un vil tahúr? -exclamó-. Ése es un oficio despreciable como pocos.

-De acuerdo. Me rindo.

Ahora llevaba el coche despacio, sin sobrepasar los sesenta kilómetros por hora, para tener la seguridad de que no volvieran a pararme. Habíamos llegado a la carretera principal de Londres a Oxford y corríamos pendiente abajo hacia Denham.

De pronto mi pasajero alzó una mano y me mostró una correa de cuero negro.

-¿Había visto esto anteriormente? -preguntó.

La correa tenía una hebilla de latón de extraña forma.

-¡Oiga! -exclamé-. Este cinturón es mío, ¿no? ¡Sí lo es! ¿De dónde lo ha sacado?

Sonrió y movió suavemente el cinturón de un lado a otro.

-¿De dónde cree que lo he sacado? -dijo-. De la parte superior de sus pantalones, por supuesto.

Bajé la mano en busca del cinturón. No estaba.

-¿Pretende decirme que me lo ha quitado mientras conducía? -pregunté, estupefacto.

Asintió con la cabeza sin dejar de observarme con sus ojillos ratoniles.

-Es imposible -dije-. Tendría que desabrocharme la hebilla y tirar de él para que se saliera de todas las presillas. Lo habría visto hacerlo. Y aunque no lo hubiese visto, lo habría notado.

-Ah, pero no lo notó, ¿verdad? -dijo con expresión triunfal. Dejó caer el cinturón sobre su regazo y de pronto vi que de sus dedos colgaba un cordón de zapato color marrón-. Entonces, ¿qué me dice de esto? -exclamó, agitando el cordón.

-¿Qué quiere que le diga? -dije.

-¿Hay alguien aquí que haya perdido un cordón de zapato? -preguntó, sonriendo.

Miré mis zapatos. A uno de ellos le faltaba el cordón.

-¡Demonio! -exclamé-. ¿Cómo lo ha hecho? No lo he visto agacharse en ningún momento.

-No me ha visto hacer nada -dijo orgullosamente-. Ni siquiera me ha visto moverme. ¿Y sabe por qué?

-Sí -dije-. Porque tiene unos dedos fantásticos.

-¡Exactamente! -exclamó-. Aprende usted muy de prisa, ¿no le parece? -Se echó hacia atrás y siguió dando chupadas a su cigarrillo de confección casera, expulsando un hilillo de humo contra el parabrisas. Sabía que me había impresionado mucho con sus trucos y esto lo llenaba de felicidad-. No quiero llegar tarde -dijo-. ¿Qué hora es?

-Tiene un reloj delante de usted -le dije.

-No me fío de los relojes de los coches -dijo-. ¿Qué hora señala su reloj de pulsera?

Me subí un poco la manga para consultar mi reloj. No estaba en su sitio. Miré a mi acompañante. Él me devolvió la mirada y sonrió.

-¡También me ha quitado el reloj! -dije.

Abrió la mano y vi mi reloj en su palma.

-Hermoso reloj -dijo-. De calidad superior. Oro de dieciocho quilates. Y fácil de colocar, además. Nunca resulta difícil quitarse de encima los objetos de calidad.

-Me gustaría que me lo devolviese, si no le importa -dije con cierto tono de mal humor.

Con mucho cuidado colocó el reloj en la cubeta de cuero que había delante de él.

-No sería capaz de birlarle nada a usted, jefe -dijo-. Usted es mi compañero y me ha recogido en su coche.

-Me alegra saberlo -dije.

-Lo único que hago es responder a sus preguntas -prosiguió-. Usted me ha preguntado cómo me ganaba la vida y se lo estoy demostrando.

-¿Qué más me ha quitado?

Sonrió de nuevo y empezó a sacarse de los bolsillos un objeto tras otro, todos de mi propiedad: mi permiso de conducir, un llavero con cuatro llaves, varios billetes de una libra, unas cuantas monedas, una carta de mis editores, mi diario, un lápiz viejo, un encendedor y, al final de todo, un hermoso y antiguo anillo de zafiros con perlas perteneciente a mi esposa. Precisamente llevaba el anillo a un joyero de Londres porque le faltaba una de las perlas.

-He aquí otro objeto bellísimo -dijo, acariciando el anillo con los dedos-. Si no me equivoco, es del siglo XVIII, del reinado de Jorge III.

-En efecto -dije, impresionado-. Ha dado usted en el clavo.

Colocó el anillo en la bandeja de cuero con los demás objetos.

-De modo que es usted carterista -dije.

-No me gusta esa palabra -contestó-. Es una palabra grosera y vulgar. Los carteristas son gente basta y vulgar que sólo hacen trabajitos fáciles de aficionado. Les birlan el dinero a las ancianitas ciegas.

-Entonces, ¿qué nombre da a su profesión?

-¿Yo? Soy dedero. Soy dedero profesional -pronunció las palabras solemne y orgullosamente, como si me estuviese diciendo que era el presidente del Real Colegio de Cirujanos o el arzobispo de Canterbury.

-Es la primera vez que oigo esa palabra -dije-. ¿La ha inventado usted?

-Claro que no la he inventado yo -replicó-. Es el nombre que se da a quienes alcanzan la cima de la profesión. Habrá oído hablar de los orfebres y los plateros, por ejemplo. Son los expertos en oro y plata. Yo soy experto con mis dedos, de modo que soy un dedero.

-Debe de ser un oficio interesante.

-Es maravilloso -contestó-. Es encantador.

-¿Y por eso va usted a las carreras?

-Las carreras son pan comido -dijo-. Lo único que hay que hacer es permanecer ojo avizor después de la carrera y observar a los afortunados que hacen cola para cobrar su dinero. Y cuando ves que alguien recibe un buen fajo de billetes, sencillamente vas tras él y se lo quitas. Pero no me interprete mal, jefe. Nunca les quito nada a los perdedores. Y tampoco a los pobres. Sólo voy tras lo que pueden permitírselo, los ganadores y los ricos.

-Eso es muy considerado de su parte -dije-. ¿Le echan el guante muy a menudo?

-¿Echarme el guante? -exclamó, poniendo cara de disgusto-. ¿Echarme el guante a mí? Eso sólo les ocurre a los carteristas. Escúcheme, podría quitarle la dentadura postiza de la boca si quisiera hacerlo y usted ni siquiera se daría cuenta.

-No llevo dentadura postiza -dije.

-Ya lo sé -contestó-. ¡De lo contrario se la habría quitado hace un buen rato!

Le creí. Aquellos dedos delgados y largos parecían capaces de hacer cualquier cosa.

Permanecimos silenciosos durante un rato.

-Ese policía piensa investigarlo a conciencia -dije-. ¿Eso no lo preocupa ni pizca?

-Nadie va a investigarme -dijo.

-Por supuesto que lo harán. Escribió su nombre y dirección con mucho cuidado en su libretita negra.

Mi pasajero me dedicó otra de sus sonrisitas astutas y ratoniles.

-Ah -dijo-. Es verdad. Pero apuesto a que no lo tiene todo escrito en su memoria también. Aún no he conocido a ningún poli que tuviera buena memoria. Algunos ni siquiera se acuerdan de su propio nombre.

-¿Qué tiene que ver la memoria con este asunto? -pregunté-. Lo tiene escrito en la libreta, ¿no es así?

-Sí, jefe, así es. Pero lo malo es que ha perdido la libreta. Ha perdido las dos cosas, la libreta con mi nombre y el talonario con el suyo.

Con los dedos largos y delicados de su mano derecha el hombre sostenía triunfalmente las dos cosas que había sacado de los bolsillos del policía.

-Ha sido el trabajo más fácil de toda mi vida -anunció con orgullo.

Estuve a punto de lanzar el coche contra una camioneta de la leche, tan grande era mi excitación.

-Ese poli ya no tiene nada contra nosotros -dijo.

-¡Es usted un genio! -exclamé.

-No tiene nombres, ni direcciones, ni la matrícula, ni nada de nada -dijo.

-¡Es usted brillante!

-Creo que será mejor que salga de la carretera principal cuanto antes -dijo-. Entonces podremos hacer una hoguera y quemar esto.

-¡Es usted fantástico! -exclamé.

-Gracias, jefe -dijo-. Siempre es agradable ver que se reconocen tus méritos.

Traducción de Jordi Beltrán. De Historias extraordinarias, publicado por Anagrama .

Lectura obligada para este verano

Altos ejecutivos de firmas reconocidas recomiendan sus libros de cabecera, tanto de management como de ficción; Ayn Rand, entre las favoritas

Por Marilina Esquivel | Para LA NACION

El argentino experto en management Fredy Kofman, el sociólogo polaco Zygmunt Bauman y la escritora estadounidense de origen ruso Ayn Rand conviven en las recomendaciones literarias que directivos y gerentes de diversas áreas y organizaciones hacen a jóvenes que recién inician su carrera. Sugirieron obras de negocios o management y obras de ficción de las que se pueden extraer ideas y lecciones para aplicar en el desarrollo de la carrera.

Alejandro Melamed, vicepresidente de RR.HH. para Latinoamérica Sur de Coca-Cola: "Recomiendo la trilogía La empresa consciente, de Fredy Kofman, que enseña conceptos de responsabilidad incondicional, integridad esencial, comunicación impecable y liderazgo honesto. También La inteligencia emocional en la empresa, de Daniel Goleman, porque en el mundo laboral hay cosas mucho más importantes que la inteligencia tradicional y porque la gente ingresa a un trabajo por su inteligencia intelectual pero se va por su inteligencia emocional. Por último, Egonomics, de David Marcum y Steven Smith, porque el ego puede ser nuestro mayor activo y nuestro más costoso pasivo. Por otro lado, me marcó muchísimo Vencer el miedo, de Harold Kushner. No confiaría en quien diga que no tiene miedos; hay maneras de enfrentarlos con valor e integridad. También sugiero Vida de consumo y Amor líquido, de Zygmunt Bauman, para que los jóvenes entiendan las implicancias y el impacto de su forma de actuar y ver la realidad". Melamed es autor de Empresas (+) humanas, en el que comparte su visión sobre las satisfacciones y frustraciones del mundo laboral, el talento, liderazgo, motivación, autoestima, calidad de vida y cómo desarrollar mejores personas y empresas, entre otros temas.
Alejandro Scapellato, gerente de Planta de Aguas Danone de Argentina: "Sugiero combinar la lectura de dos libros. Por un lado La vía G.E., de Robert Slater, y Conversar, del argentino César Grinstein, con quien tomé varios cursos. El primero habla de la necesidad de cambiar antes de tener que hacerlo, de cómo Jack Welch cuestionaba a sus reportes de manera profunda, que era enemigo de las super presentaciones y prefería la sencillez. También diferencia a los gerentes de los líderes, que son quienes generan una realidad distinta. Grinstein, por su parte, habla de ontología del lenguaje, emociones y ética. También, de la responsabilidad que tenemos cada uno de nuestro propio camino. Trabaja mucho sobre el coaching. Por otro lado, me gusta leer sobre historia. Con Argentinos, de Jorge Lanata, pude comprender más el país que vivimos. En ficción un clásico es El Principito, que leí de niño. La figura del rey me ayudó a entender que no existe el poder sino el que uno otorga.
Carolina Lascano, gerente de Relaciones Institucionales de IRSA: "En comunicación recomiendo autores que se dedicaron a la semiótica, como Saussurre, Barthes, Eco, Verón, Steimberg. Y para entender a todos ellos recomiendo a Martine Joly con sus libros Introducción a la imagen o La imagen fija. De ficción, La rebelión de Atlas de Ayn Rand, que fue publicado en los años 50 y es tan actual que, por momentos, exaspera. Es una mirada sobre cómo funciona, o no, el sistema, con sus empresarios y dirigentes en caminos distantes. La historia es muy llevadera y se transmiten valores como la integridad, la coherencia entre el decir y el hacer, el desarrollo de la vocación y el talento, y el amor por el trabajo bien hecho".
Leandro HernAndez, gerente comercial de servicios de Scania: "Estoy capacitándome en temas de liderazgo. Leí La paradoja, un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo, de James Hunter. Recomiendo Las cinco disfunciones de un equipo, de Patrick Lencioni, que trata sobre el caso de estudio de una empresa en Sillicon Valley en la que los ejecutivos tenían problemas de trabajo en equipo y llega una nueva líder que relata sus inconvenientes, éxitos y fracasos con este equipo mientras hace paralelismos de lo que le pasa con la teoría de dinámica gerencial. Fuera de los libros de management, me gusta Breve historia de los argentinos, de Félix Luna, y Las venas abiertas de América latina, de Eduardo Galeano. Ayudan a comprender lo que se lee en el diario y ve en la televisión todos los días".
Sebastian Lopez Brusa, director operativo de tecnología y procesos del Ministerio de Desarrollo del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (GCBA): "Recomiendo leer aquello que ayuda a entender el negocio en el que se trabaja. A los más jóvenes les sugiero leer sobre coaching, programación neurolingüística y desarrollo gerencial ya que les resultará útil cuando asciendan en su carrera. También Quién se ha llevado mi queso, de Spencer Johnson, porque explica cómo adaptarse a los cambios".
Enrique Vera Vionnet, gerente de Marketing de LoJack Cono Sur: "A los jóvenes profesionales les recomiendo Lovemarks, de Kevin Roberts, ya que tiene una visión contemporánea de lo que significa desarrollar un negocio. El libro explica el valor de las marcas y cómo las empresas deben crear productos y experiencias que logren establecer vínculos emocionales de larga duración con sus consumidores".
Eduardo Marty, director general de Junior Achievement: "Para un egresado de secundaria recomiendo Padre rico, padre pobre de Robert Kiyosaki, que explica que los ricos enseñan a los chicos a crear riqueza a través de la generación de negocios y los pobres, a emplearse en relación de dependencia y comprar activos como la casa, auto, electrodomésticos que generan egresos y deudas. También, La economía en una lección de Henry Hazzlitt. A un profesional que recién comienza su vida empresaria le sugiero que lea las biografías de genios de los siglos XX y XXI como Mark Zuckerberg, Steve Jobs, Bill Gates, Sam Walton, Thomas Edison, Walt Disney y Henry Ford. Permiten entender cómo razona un creador y cómo rompe moldes preestablecidos. En ficción, las novelas de Ayn Rand como La rebelión de Atlas, El manantial o La virtud del egoísmo, permiten comprender la importancia de contar con una buena filosofía de vida y de cómo ésta es una aliada indispensable del éxito".