martes, 20 de octubre de 2009

Llegó el momento de inventar el libro

¿Qué pasaría si la mayor novedad cultural no fuera digital, sino producto de la imprenta? Tal la hipótesis que plantea el escritor mexicano

Por Juan Villoro Para LA NACION - México D.F., 2009

¿Qué tan novedoso debe ser un invento? La importancia de un producto suele depender de su capacidad de sustituir a otro. La tecnología necesita contrastes; sus aportaciones se miden en relación con lo que había antes. El inventor es el hombre que llega después.
Lo nuevo existe en serie: es la última parte de una secuencia, requiere de algo que lo anteceda. Esto lleva a una pregunta: ¿Podemos inventar hacia atrás? ¿Qué pasa si le asignamos otro orden a la historia de la técnica?
Imaginemos una sociedad con escritura y alta tecnología, pero sin imprenta. Un mundo donde se lee en pantallas y se dispone de muy diversos soportes electrónicos. Abundan los receptores de textos e incluso se han diseñado pastillas con resúmenes de libros y métodos hipnóticos para absorber documentos. Esa civilización ha transitado de la escritura en arcilla a los procesadores de palabras sin pasar por el papel impreso. ¿Qué sucedería si ahí se inventara el libro? Sería visto como una superación de la computadora, no sólo por el prestigio de lo nuevo, sino por los asombros que provocaría su llegada.
Los irrenunciables beneficios de la computación no se verían amenazados por el nuevo producto, pero la gente, tan veleidosa y afecta a comparar peras con manzanas, celebraría la ultramodernidad del libro.
Después de años ante las pantallas, se dispondría de un objeto que se abre al modo de una ventana o una puerta. Un aparato para entrar en él.
Por primera vez el conocimiento se asociaría con el tacto y con la ley de gravedad. El invento aportaría las inauditas sensaciones de lo que sólo funciona mientras se sopesa y acaricia. La lectura se transformaría en una experiencia física. Con el papel en las manos, el lector advertiría que las palabras pesan y que pueden hacerlo de distintos modos.
La condición portátil del libro cambiaría las costumbres. Habría lectores en los autobuses y en el metro, a los que se les pasaría la parada por ir absortos en las páginas (así descubrirían que no hay medio de transporte más poderoso que un libro).
La variedad de ediciones fomentaría el coleccionismo; los pretenciosos podrían encuadernar volúmenes que no han leído y los cazadores de rarezas podrían buscar títulos esquivos y acaso inexistentes. Sólo los tradicionalistas extrañarían la primitiva edad en que se leía en pantalla.
En su variante de bolsillo, el libro entraría en la ropa y sería llevado a todas partes. Esta ubicuidad fomentaría prácticas escatológicas en las que no nos detendremos. Baste decir que acompañaría a quienes necesitaran de distracción para ir al baño.
Las más curiosas consecuencias del invento tardarían algún tiempo en advertirse. Una de ellas está al margen de la ciencia y la comprobación empírica, pero sin duda existe. El libro se mueve solo. Lo dejas en el escritorio y aparece en el buró; lo colocas en la repisa de los poetas románticos y emerge en un coloquio de helenistas. Las bibliotecas no conocen el sosiego.
El hecho de que incluso los tomos pesados se desplacen sin ser vistos representaría un misterio menor, como el de los calcetines a los que se les pierde un par en el camino a la azotea, si no fuera porque los libros se mueven por una causa: buscan a sus lectores o se apartan de ellos. Hay que merecerlos. El password de un libro es el deseo de adentrarse en él.
Las pantallas son magníficas, pero les somos indiferentes. En cambio, los libros nos eligen o repudian.
Otras virtudes serían menos esotéricas. ¡Qué descanso disponer de una tecnología definitiva! El sistema operativo de un libro no debe ser actualizado. Su tipografía es constante. Eso sí: su mensaje cambia con el tiempo y se presta a nuevas interpretaciones.
Para quienes vivimos en tristes ciudades en las que se va la luz, como México D.F., el libro representa un motor de búsqueda que no requiere de pilas ni electricidad.
Qué alegrías aportaría el inesperado invento del libro en una comunidad electrónica. Después de décadas de entender el conocimiento como un acervo interconectado, un sistema de redes, se descubriría la individualidad. Cada libro contiene a una persona. No se trata de un soporte indiferenciado, un depósito donde se pueden borrar o agregar textos, sino de un espacio irrepetible. Llevarse un libro de vacaciones significaría empacar a un sueco intenso o a una ceremoniosa japonesa.
Con el advenimiento del libro, la gente se singularizaría de diversos modos. Esto tendría que ver con los plurales contenidos y la manera de leerlos, pero también con el diseño. Los fetichistas podrían satisfacer anhelos que desconocían.
¿Hasta dónde podemos apropiarnos de un artefacto? El libro es el único aparato que se inventó para ser dedicado, ya sea por los autores o por quienes lo regalan. Qué extraño sería instalar un programa de Word que comenzara con una cariñosa dedicatoria a la esposa de Bill Gates. En cambio, el libro llegó para ser firmado y para escribir un deseo en la primera página.
Las novedades deslumbran a la gente. El libro ya cambió al mundo. Si se inventara hoy, sería mejor.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

MILLENIUM por Mario Varga Llosa

Millennium , la hazaña narrativa de Stieg Larsson
Lisbeth Salander debe vivir
Mario Vargas Llosa El País


MADRID.-Comencé a leer novelas a los diez años y ahora tengo setenta y tres. En todo ese tiempo debo haber leído centenares, acaso millares de novelas, releído un buen número de ellas y algunas, además, las he estudiado y enseñado. Sin jactancia puedo decir que toda esta experiencia me ha hecho capaz de saber cuándo una novela es buena, mala o pésima y, también, que ella ha envenenado a menudo mi placer de lector al hacerme descubrir a poco de comenzar una novela sus costuras, incoherencias, fallas en los puntos de vista, la invención del narrador y del tiempo, todo aquello que el lector inocente (el "lector-hembra" lo llamaba Cortázar para escándalo de las feministas) no percibe, lo que le permite disfrutar más y mejor que el lector-crítico de la ilusión narrativa.
¿A qué viene este preámbulo? A que acabo de pasar unas semanas, con todas mis defensas críticas de lector arrasadas por la fuerza ciclónica de una historia, leyendo los tres voluminosos tomos de Millennium , unas 2100 páginas, la trilogía de Stieg Larsson, con la felicidad y la excitación febril con que de niño y adolescente leí la serie de Dumas sobre los mosqueteros o las novelas de Dickens y de Victor Hugo, preguntándome a cada vuelta de página: "¿Y ahora qué, qué va a pasar?" y demorando la lectura por la angustia premonitoria de saber que aquella historia se iba a terminar pronto, sumiéndome en la orfandad. ¿Qué mejor prueba de que la novela es el género impuro por excelencia, el que nunca alcanzará la perfección que puede llegar a tener la poesía? Por eso es posible que una novela sea formalmente imperfecta, y, al mismo tiempo, excepcional. Comprendo que a millones de lectores en el mundo entero les haya ocurrido, les esté ocurriendo y les vaya a ocurrir lo mismo que a mí y sólo deploro que su autor, ese infortunado escribidor sueco, Stieg Larsson, se muriera antes de saber la fantástica hazaña narrativa que había realizado.
Repito, sin ninguna vergüenza: fantástica. La novela no está bien escrita (o acaso en la traducción el abuso de jerga madrileña en boca de los personajes suecos suena algo falsa) y su estructura es con frecuencia defectuosa, pero no importa nada, porque el vigor persuasivo de su argumento es tan poderoso y sus personajes tan nítidos, inesperados y hechiceros que el lector pasa por alto las deficiencias técnicas, engolosinado, dichoso, asustado y excitado con los percances, las intrigas, las audacias, las maldades y grandezas que a cada paso dan cuenta de una vida intensa, chisporroteante de aventuras y sorpresas, en la que, pese a la presencia sobrecogedora y ubicua del mal, el bien terminará siempre por triunfar.
La novelista de historias policiales Donna Leon calumnió a Millennium afirmando que en ella sólo hay maldad e injusticia. ¡Vaya disparate! Por el contrario, la trilogía se encuadra de manera rectilínea en la más antigua tradición literaria occidental, la del justiciero, la del Amadís, el Tirante y el Quijote, es decir, la de aquellos personajes civiles que, en vista del fracaso de las instituciones para frenar los abusos y las crueldades de la sociedad, se echan sobre los hombros la responsabilidad de deshacer los entuertos y castigar a los malvados. Eso son, exactamente, los dos héroes protagonistas, Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist: dos justicieros.
La novedad, y el gran éxito de Stieg Larsson, es haber invertido los términos acostumbrados y haber hecho del personaje femenino el ser más activo, valeroso, audaz e inteligente de la historia, y de Mikael, el periodista fornicario, un magnífico segundón, algo pasivo pero simpático, de buena entraña y un sentido de la decencia infalible y poco menos que biológico.
¡Qué sería de la pobre Suecia sin Lisbeth Salander, esa hacker querida y entrañable! El país al que nos habíamos acostumbrado a situar, entre todos los que pueblan el planeta, como el que ha llegado a estar más cerca del ideal democrático de progreso, justicia e igualdad de oportunidades, aparece en Los hombres que no amaban a las mujeres , La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire como una sucursal del infierno, donde los jueces prevarican, los psiquiatras torturan, los policías y espías delinquen, los políticos mienten, los empresarios estafan, y tanto las instituciones como el establishment en general parecen presa de una pandemia de corrupción de proporciones priístas o fujimoristas.
Menos mal que está allí esa muchacha pequeñita y esquelética, horadada de colguijos, tatuada con dragones, de pelos puercoespín, cuya arma letal no es una espada ni un revólver sino un ordenador con el que puede convertirse en Dios -bueno, en Diosa-, ser omnisciente, ubicua, violentar todas las intimidades para llegar a la verdad, y enfrentarse, con esa desdeñosa indiferencia de su carita indócil con la que oculta al mundo la infinita ternura, limpieza moral y voluntad justiciera que la habita, a los asesinos, pervertidos, traficantes y canallas que pululan a su alrededor.
La novela abunda en personajes femeninos notables, porque en este mundo, en el que todavía se cometen tantos abusos contra la mujer, hay ya muchas hembras que, como Lisbeth, han conquistado la igualdad y aun la superioridad, invirtiendo en ello un coraje desmedido y un instinto reformador que no suele ser tan extendido entre los machos, más bien propensos a la complacencia y el delito.
Entre ellas, es difícil no tener sueños eróticos con Monica Figuerola, la policía atleta y giganta para la que hacer el amor es también un deporte, tal vez más divertido que los aerobics pero no tanto como el jogging. Y qué decir de la directora de la revista Millennium , Erika Berger, siempre elegante, diestra, justa y sensata en todo lo que hace, los reportajes que encarga, los periodistas que promueve, los poderosos a los que se enfrenta, y los polvos que se empuja con su esposo y su amante, equitativamente. O de Susanne Linder, policía y pugilista, que dejó la profesión para combatir el crimen de manera más contundente y heterodoxa desde una empresa privada, la que dirige otro de los memorables actores de la historia, Dragan Armanskij, el dueño de Milton Security.
La novela se mueve por muy distintos ambientes, millonarios, rufianes, jueces, policías, industriales, banqueros, abogados, pero el que está retratado mejor y, sin duda, con conocimiento más directo por el propio autor -que fue reportero profesional- es el del periodismo.
La revista Millenium es mensual y de tiraje limitado. Su redacción, estrecha y para el número de personas que trabajan en ella sobran los dedos de una mano. Pero al lector le hace bien, le levanta el ánimo entrar a ese espacio cálido y limpio, de gentes que escriben por convicción y por principio, que no temen enfrentar enemigos poderosísimos y jugarse la vida si es preciso, que preparan cada número con talento y con amor y el sentimiento de estar suministrando a sus lectores no sólo una información fidedigna, también y sobre todo la esperanza de que, por más que muchas cosas anden mal, hay alguna que anda bien, pues existe un órgano de expresión que no se deja comprar ni intimidar, y trata, en todo lo que publica e investiga, de deslindar la verdad entre las sombras y veladuras que la ocultan.
Si uno toma distancia de la historia que cuentan estas tres novelas y la examina fríamente, se pregunta: ¿cómo he podido creer de manera tan sumisa y beata en tantos hechos inverosímiles, esas coincidencias cinematográficas, esas proezas físicas tan improbables? La verosimilitud está lograda porque el instinto de Stieg Larsson resultaba infalible en adobar cada episodio de detalles realistas, direcciones, lugares, paisajes, que domicilian al lector en una realidad perfectamente reconocible y cotidiana, de manera que toda esa escenografía lastrara de realidad y de verismo el suceso notable, la hazaña prodigiosa. Y porque, desde el comienzo de la novela, hay unas reglas de juego en lo que concierne a la acción que siempre se respetan: en el mundo de Millennium lo extraordinario es lo ordinario, lo inusual lo usual y lo imposible lo posible.
Como todas las grandes historias de justicieros que pueblan la literatura, esta trilogía nos conforta secretamente haciéndonos pensar que tal vez no todo esté perdido en este mundo imperfecto y mentiroso que nos tocó, porque, acaso, allá, entre la "muchedumbre municipal y espesa", haya todavía algunos quijotes modernos, que, inconspicuos o disfrazados de fantoches, otean su entorno con ojos inquisitivos y el alma en un puño, en pos de víctimas a las que vengar, daños que reparar y malvados que castigar.
¡Bienvenida a la inmortalidad de la ficción, Lisbeth Salander!

miércoles, 1 de julio de 2009

LOS JUEGOS DEL HAMBRE

LOS JUEGOS DEL HAMBRE

"No pude dejar de leer, este libro es adictivo" Stephen King
"He estado tan obsesionada con este libro que me lo llevaba conmigo hasta cuando salía a comer fuera y lo escondía debajo de la mesa para poder continuar leyendo... Este libro es increible.” Stephenie Meyer (autora de la saga "Crepúsculo")

Sinopsis breve: Un pasado de guerras ha dejado los 12 distritos que dividen Panem bajo el poder tiránico del "Capitolio". Sin libertad y en la pobreza, nadie puede salir de los límites de su distrito. Sólo una chica de 16 años, Katniss Everdeen, osa desafiar las normas para conseguir comida. Sus principios se pondrán a prueba en "Los juegos del hambre", un reality show que el Capitolio organiza para humillar a la población. Cada año, 2 representantes de cada distrito serán obligados a subsistir en un medio hostil y luchar a muerte entre ellos hasta que quede un solo superviviente. Cuando su hermana pequeña es elegida para participar, Katniss no duda en ocupar su lugar, decidida a demostrar con su actitud firme, que aún en las situaciones más desesperadas hay lugar para el amor y el respeto.
Suzanne Collins es autora de la serie bestseller del New York Times "Underland Chronicles" y guionista de programas de televisión juveniles. En esta primera entrega nos brinda a partes iguales suspenso, ética, aventura y amor en un contexto situado en un futuro con inquietantes paralelismos con nuestro mundo actual.


CAPITULO 1


Cuando me despierto, el otro lado de la cama
está frío. Estiro los dedos buscando el calor de
Prim, pero no encuentro más que la basta funda
de lona del colchón. Seguro que ha tenido pesadillas
y se ha metido en la cama de nuestra madre;
claro que sí, porque es el día de la cosecha.
Me apoyo en un codo y me levanto un poco;
en el dormitorio entra algo de luz, así que puedo
verlas. Mi hermana pequeña, Prim, acurrucada a
su lado, protegida por el cuerpo de mi madre,
las dos con las mejillas pegadas. Mi madre parece
más joven cuando duerme; agotada, aunque
no tan machacada. La cara de Prim es tan fresca
como una gota de agua, tan encantadora como la
prímula que le da nombre. Mi madre también fue
muy guapa hace tiempo, o eso me han dicho.


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Sentado sobre las rodillas de Prim, para protegerla,
está el gato más feo del mundo: hocico
aplastado, media oreja arrancada y ojos del color
de un calabacín podrido. Prim le puso Buttercup
porque, según ella, su pelaje amarillo embarrado
tenía el mismo tono de aquella fl or, el ranúnculo.
El gato me odia o, al menos, no confía en mí.
Aunque han pasado ya algunos años, creo que todavía
recuerda que intenté ahogarlo en un cubo
cuando Prim lo trajo a casa; era un gatito escuálido,
con la tripa hinchada por las lombrices y
lleno de pulgas. Lo último que yo necesitaba era
otra boca que alimentar, pero mi hermana me suplicó
mucho, e incluso lloró para que le dejase
quedárselo. Al fi nal la cosa salió bien: mi madre
le libró de los parásitos, y ahora es un cazador de
ratones nato; a veces, hasta caza alguna rata.
Como de vez en cuando le echo las entrañas
de las presas, ha dejado de bufarme.
Entrañas y nada de bufi dos: no habrá más cariño
que ése entre nosotros.
Me bajo de la cama y me pongo las botas de
cazar; la piel fi na y suave se ha adaptado a mis
pies. Me pongo también los pantalones y una camisa,
meto mi larga trenza oscura en una gorra
y tomo la bolsa que utilizo para guardar todo lo
que recojo. En la mesa, bajo un cuenco de madera
que sirve para protegerlo de ratas y gatos hambrientos,
encuentro un perfecto quesito de cabra
envuelto en hojas de albahaca. Es un regalo de
Prim para el día de la cosecha; cuando salgo me
lo meto con cuidado en el bolsillo.
Nuestra parte del Distrito 12, a la que solemos
llamar la Veta, está siempre llena a estas horas
de mineros del carbón que se dirigen al turno
de mañana. Hombres y mujeres de hombros caídos
y nudillos hinchados, muchos de los cuales
ya ni siquiera intentan limpiarse el polvo de carbón
de las uñas rotas y las arrugas de sus rostros
hundidos. Sin embargo, hoy las calles manchadas
de carboncillo están vacías y las contraventanas
de las achaparradas casas grises permanecen cerradas.
La cosecha no empieza hasta las dos, así
que todos prefi eren dormir hasta entonces... si
pueden.
Nuestra casa está casi al fi nal de la Veta, sólo tengo
que dejar atrás unas cuantas puertas para llegar al
campo desastrado al que llaman la Pradera. Lo que
separa la Pradera de los bosques y, de hecho, lo que
rodea todo el Distrito 12, es una alta alambrada


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metálica rematada con bucles de alambre de espino.
En teoría, se supone que está electrifi cada
las veinticuatro horas para disuadir a los depredadores
que viven en los bosques y antes recorrían
nuestras calles (jaurías de perros salvajes, pumas
solitarios y osos).
En realidad, como, con suerte, sólo tenemos
dos o tres horas de electricidad por la noche, no
suele ser peligroso tocarla. Aun así, siempre me
tomo un instante para escuchar con atención,
por si oigo el zumbido que indica que la valla
está cargada. En este momento está tan silenciosa
como una piedra. Me escondo detrás de un grupo
de arbustos, me tumbo boca abajo y me arrastro
por debajo de la tira de sesenta centímetros que
lleva suelta varios años. La alambrada tiene otros
puntos débiles, pero éste está tan cerca de casa
que casi siempre entro en el bosque por aquí.
En cuanto estoy entre los árboles, recupero
un arco y un carcaj de fl echas que tenía escondidos
en un tronco hueco. Esté o no electrifi cada,
la alambrada ha conseguido mantener a los
devoradores de hombres fuera del Distrito 12.
Dentro de los bosques, los animales deambulan
a sus anchas y existen otros peligros, como las
serpientes venenosas, los animales rabiosos y la
falta de senderos que seguir. Pero también hay comida,
si sabes cómo encontrarla. Mi padre lo sabía
y me había enseñado unas cuantas cosas antes
de volar en pedazos en la explosión de una mina.
No quedó nada de él que pudiéramos enterrar.
Yo tenía once años; cinco años después, muchas
noches me sigo despertando gritándole que corra.
Aunque entrar en los bosques es ilegal y la
caza furtiva tiene el peor de los castigos, habría
más gente que se arriesgaría si tuviera armas. El
problema es que hay pocos lo bastante valientes
para aventurarse armados con un cuchillo. Mi
arco es una rareza que fabricó mi padre, junto
con otros similares que guardo bien escondidos
en el bosque, envueltos con cuidado en fundas
impermeables.
Mi padre podría haber ganado bastante dinero
vendiéndolos, pero, de haberlo descubierto los
funcionarios del Gobierno, lo habrían ejecutado
en público por incitar a la rebelión.
Casi todos los agentes de la paz hacen la vista
gorda con los pocos que cazamos, ya que están
tan necesitados de carne fresca como los demás.
De hecho, están entre nuestros mejores clientes.


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Sin embargo, nunca permitirían que alguien armase
a la Veta.
En otoño, unas cuantas almas valientes se
internan en los bosques para recoger manzanas,
aunque sin perder de vista la Pradera, siempre lo
bastante cerca para volver corriendo a la seguridad
del Distrito 12 si surgen problemas.
—El Distrito 12, donde puedes morirte de
hambre sin poner en peligro tu seguridad —murmuro;
después miro a mi alrededor rápidamente
porque, incluso aquí, en medio de ninguna parte,
me preocupa que alguien me escuche.
Cuando era más joven, mataba a mi madre del
susto con las cosas que decía sobre el Distrito 12
y la gente que gobierna nuestro país, Panem, desde
esa lejana ciudad llamada el Capitolio. Al fi nal
comprendí que aquello sólo podía causarnos más
problemas, así que aprendí a morderme la lengua
y ponerme una máscara de indiferencia para que
nadie pudiese averiguar lo que estaba pensando.
Trabajo en silencio en clase; hago comentarios
educados y superfi ciales en el mercado público; y
me limito a las conversaciones comerciales en el
Quemador, que es el mercado negro donde gano
casi todo mi dinero. Incluso en casa, donde soy
menos simpática, evito entrar en temas espinosos,
como la cosecha, los racionamientos de comida o
los Juegos del Hambre.
Quizás a Prim se le ocurriera repetir mis palabras
y ¿qué sería de nosotras entonces?
En los bosques me espera la única persona con
la que puedo ser yo misma: Gale. Noto que se me
relajan los músculos de la cara, que se me acelera
el paso mientras subo por las colinas hasta nuestro
lugar de encuentro, un saliente rocoso con
vistas al valle.
Un matorral de arbustos de bayas lo protege
de ojos curiosos.
Verlo allí, esperándome, me hace sonreír;
nunca sonrío, salvo en los bosques.
—Hola, Catnip —me saluda Gale.
En realidad me llamo Katniss, como la fl or
acuática a la que llaman saeta, pero, cuando se
lo dije por primera vez, mi voz no era más que
un susurro, así que creyó que le decía Catnip, la
menta de gato. Después, cuando un lince loco
empezó a seguirme por los bosques en busca de
sobras, se convirtió en mi nombre ofi cial. Al fi -
nal tuve que matar al lince porque asustaba a las
presas, aunque era tan buena compañía que casi
me dio pena.


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Por otro lado, me pagaron bien por su piel.
—Mira lo que he cazado.
Gale sostiene en alto una hogaza de pan con
una fl echa clavada en el centro, y yo me río. Es
pan de verdad, de panadería, y no las barras planas
y densas que hacemos con nuestras raciones
de cereales. Lo cojo, saco la fl echa y me llevo el
agujero de la corteza a la nariz para aspirar una
fragancia que me hace la boca agua. El pan bueno
como éste es para ocasiones especiales.
—Ummm, todavía está caliente —digo. Debe
de haber ido a la panadería al despuntar el alba
para cambiarlo por otra cosa—.
¿Qué te ha costado?
—Sólo una ardilla. Creo que el anciano estaba
un poco sentimental esta mañana. Hasta me deseó
buena suerte.
—Bueno, todos nos sentimos un poco más
unidos hoy, ¿no? —comento, sin molestarme en
poner los ojos en blanco—. Prim nos ha dejado
un queso —digo, sacándolo.
—Gracias, Prim —exclama Gale, alegrándose
con el regalo—.
Nos daremos un verdadero festín. —De repente,
se pone a imitar el acento del Capitolio y
los ademanes de Effi e Trinket, la mujer optimista
hasta la demencia que viene una vez al año para
leer los nombres de la cosecha—. ¡Casi se me olvida!
¡Felices Juegos del Hambre! —Recoge unas
cuantas moras de los arbustos que nos rodean—.
Y que la suerte... —empieza, lanzándome una
mora. La cojo con la boca y rompo la delicada
piel con los dientes; la dulce acidez del fruto me
estalla en la lengua.
—¡... esté siempre, siempre de vuestra parte!
—concluyo, con el mismo brío.
Tenemos que bromear sobre el tema, porque
la alternativa es morirse de miedo. Además, el
acento del Capitolio es tan afectado que casi todo
suena gracioso con él.
Observo a Gale sacar el cuchillo y cortar el pan;
podría ser mi hermano: pelo negro liso, piel aceitunada,
incluso tenemos los mismos ojos grises.
Pero no somos familia, al menos, no cercana.
Casi todos los que trabajan en las minas tienen
un aspecto similar, como nosotros.
Por eso mi madre y Prim, con su cabello rubio
y sus ojos azules, siempre parecen fuera de lugar;


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porque lo están. Mis abuelos maternos formaban
parte de la pequeña clase de comerciantes que sirve
a los funcionarios, los agentes de la paz y algún
que otro cliente de la Veta. Tenían una botica en
la parte más elegante del Distrito 12; como casi
nadie puede permitirse pagar un médico, los boticarios
son nuestros sanadores. Mi padre conoció
a mi madre gracias a que, cuando iba de caza,
a veces recogía hierbas medicinales y se las vendía
a la botica para que fabricaran sus remedios. Mi
madre tuvo que enamorarse de verdad para abandonar
su hogar y meterse en la Veta. Es lo que
intento recordar cuando sólo veo en ella a una
mujer que se quedó sentada, vacía e inaccesible
mientras sus hijas se convertían en piel y huesos.
Intento perdonarla por mi padre, pero, para ser
sincera, no soy de las que perdonan.
Gale unta el suave queso de cabra en las rebanadas
de pan y coloca con cuidado una hoja de
albahaca en cada una, mientras yo recojo bayas
de los arbustos. Nos acomodamos en un rincón
de las rocas en el que nadie puede vernos, aunque
tenemos una vista muy clara del valle, que está rebosante
de vida estival: verduras por recoger, raíces
por escarbar y peces irisados a la luz del sol.
El día tiene un aspecto glorioso, de cielo azul y
brisa fresca; la comida es estupenda, el pan caliente
absorbe el queso y las bayas nos estallan en
la boca. Todo sería perfecto si realmente fuese un
día de fi esta, si este día libre consistiese en vagar
por las montañas con Gale para cazar la cena de
esta noche. Sin embargo, tendremos que estar en
la plaza a las dos en punto para el sorteo de los
nombres.
—¿Sabes qué? Podríamos hacerlo —dijo Gale
en voz baja.
—¿El qué?
—Dejar el distrito, huir y vivir en el bosque.
Tú y yo podríamos hacerlo. —No sé cómo responder,
la idea es demasiado absurda—. Si no tuviésemos
tantos niños —añadió él rápidamente.
No son nuestros niños, claro, pero para el caso
es lo mismo.
Los dos hermanos pequeños de Gale y su hermana,
y Prim.
Nuestras madres también podrían entrar en el
lote, porque ¿cómo iban a sobrevivir sin nosotros?
¿Quién alimentaría esas bocas que siempre
piden más? Aunque los dos cazamos todos los
días, alguna vez tenemos que cambiar las presas


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por manteca de cerdo, cordones de zapatos o
lana, así que hay noches en las que nos vamos a la
cama con los estómagos vacíos.
—No quiero tener hijos —digo.
—Puede que yo sí, si no viviese aquí.
—Pero vives aquí —le recuerdo, irritada.
—Olvídalo.
La conversación no va bien. ¿Irnos? ¿Cómo
iba a dejar a Prim, que es la única persona en el
mundo a la que estoy segura de querer?
Y Gale está completamente dedicado a su familia.
Si no podemos irnos, ¿por qué molestarnos
en hablar de eso? Y, aunque lo hiciéramos...,
aunque lo hiciéramos..., ¿de dónde ha salido lo
de tener hijos? Entre Gale y yo nunca ha habido
nada romántico.
Cuando nos conocimos, yo era una niña fl acucha
de doce años y, aunque él sólo era dos años
mayor, ya parecía un hombre.
Nos llevó mucho tiempo hacernos amigos, dejar
de regatear en cada intercambio y empezar a ayudarnos
mutuamente.
Además, si quiere hijos, Gale no tendrá
problemas para encontrar esposa: es guapo, lo
bastante fuerte como para trabajar en las minas
y capaz de cazar. Por la forma en que las chicas
susurran cuando pasa a su lado en el colegio, está
claro que lo desean.
Me pongo celosa, pero no por lo que la gente
pensaría, sino porque no es fácil encontrar buenos
compañeros de caza.
—¿Qué quieres hacer? —le pregunto, ya que
podemos cazar, pescar o recolectar.
—Vamos a pescar en el lago. Así dejamos las
cañas puestas mientras recolectamos en el bosque.
Cogeremos algo bueno para la cena.
La cena. Después de la cosecha, se supone que
todos tienen que celebrarlo, y mucha gente lo
hace, aliviada al saber que sus hijos se han salvado
un año más. Sin embargo, al menos dos familias
cerrarán las contraventanas y las puertas, e intentarán
averiguar cómo sobrevivir a las dolorosas
semanas que se avecinan.
Nos va bien; los depredadores no nos hacen
caso, porque hoy hay presas más fáciles y sabrosas.
A última hora de la mañana tenemos una docena
de peces, una bolsa de verduras y, lo mejor
de todo, un buen montón de fresas.
Descubrí el fresal hace unos años y a Gale se
le ocurrió la idea de rodearlo de redes para evitar
que se acercasen los animales.


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De camino a casa pasamos por el Quemador,
el mercado negro que funciona en un almacén
abandonado en el que antes se guardaba carbón.
Cuando descubrieron un sistema más efi caz
que transportaba el carbón directamente de las
minas a los trenes, el Quemador fue quedándose
con el espacio. Casi todos los negocios están
cerrados a estas horas en un día de cosecha, aunque
el mercado negro sigue bastante concurrido.
Cambiamos fácilmente seis de los peces por pan
bueno y los otros dos por sal.
Sae la Grasienta, la anciana huesuda que vende
cuencos de sopa caliente preparada en un enorme
hervidor, nos compra la mitad de las verduras a
cambio de un par de trozos de parafi na. Puede
que nos hubiese ido mejor en otro sitio, pero nos
esforzamos por mantener una buena relación con
Sae, ya que es la única que siempre está dispuesta
a comprar carne de perro salvaje. A pesar de que
no los cazamos a propósito, si nos atacan y matamos
un par, bueno, la carne es la carne. «Una vez
dentro de la sopa, puedo decir que es ternera»,
dice Sae la Grasienta, guiñando un ojo.
En la Veta, nadie le haría ascos a una buena
pata de perro salvaje, pero los agentes de la paz
que van al Quemador pueden permitirse ser un
poquito más exigentes.
Una vez terminados nuestros negocios en el
mercado, vamos a la puerta de atrás de la casa del
alcalde para vender la mitad de las fresas, porque
sabemos que le gustan especialmente y puede
permitirse el precio. La hija del alcalde, Madge,
nos abre la puerta; está en mi clase del colegio.
Podría pensarse que, por ser la hija del alcalde, es
una esnob, pero no, sólo es reservada, igual que
yo. Como ninguna de las dos tiene un grupo de
amigos, parece que casi siempre acabamos juntas
en clase. Durante la comida, en las reuniones,
cuando se hacen grupos para las actividades deportivas...
Apenas hablamos, lo que nos va bien
a las dos.
Hoy ha cambiado su soso uniforme del colegio
por un caro vestido blanco, y lleva el pelo rubio
recogido con un lazo rosa; la ropa de la cosecha.
—Bonito vestido —dice Gale.
Madge lo mira fi jamente, mientras intenta
averiguar si se trata de un cumplido de verdad o
de una ironía. En realidad, el vestido es bonito,
aunque nunca lo habría llevado un día normal.
Aprieta los labios y sonríe.
—Bueno, tengo que estar guapa por si acabo
en el Capitolio, ¿no?


20 21
Ahora es Gale el que está desconcertado: ¿lo
dice en serio o está tomándole el pelo? Yo creo
que es lo segundo.
—Tú no irás al Capitolio —responde Gale con
frialdad. Sus ojos se posan en el pequeño adorno
circular que lleva en el vestido; es de oro puro,
de bella factura; serviría para dar de comer a una
familia entera durante varios meses—. ¿Cuántas
inscripciones puedes tener? ¿Cinco? Yo ya tenía
seis con sólo doce años.
—No es culpa suya —intervengo.
—No, no es culpa de nadie. Las cosas son
como son —apostilla Gale.
—Buena suerte, Katniss —dice Madge, con
rostro inexpresivo, poniéndome el dinero de las
fresas en la mano.
—Lo mismo digo —respondo, y se cierra la
puerta.
Caminamos en silencio hacia la Veta. No me
gusta que Gale la haya tomado con Madge, pero
tiene razón, por supuesto: el sistema de la cosecha
es injusto y los pobres se llevan la peor parte.
Te conviertes en elegible para la cosecha cuando
cumples los doce años; ese año, tu nombre
entra una vez en el sorteo.
A los trece, dos veces; y así hasta que llegas a
los dieciocho, el último año de elegibilidad, y tu
nombre entra en la urna siete veces.
El sistema incluye a todos los ciudadanos de
los doce distritos de Panem.
Sin embargo, hay gato encerrado. Digamos
que eres pobre y te estás muriendo de hambre,
como nos pasaba a nosotras. Tienes la posibilidad
de añadir tu nombre más veces a cambio de
teselas; cada tesela vale por un exiguo suministro
anual de cereales y aceite para una persona.
También puedes hacer ese intercambio por cada
miembro de tu familia, motivo por el que, cuando
yo tenía doce años, mi nombre entró cuatro
veces en el sorteo.
Una porque era lo mínimo, y tres veces más
por las teselas para conseguir cereales y aceite para
Prim, mi madre y yo. De hecho, he tenido que
hacer lo mismo todos los años, y las inscripciones
en el sorteo son acumulativas. Por eso, ahora, a
los dieciséis años, mi nombre entrará veinte veces
en el sorteo de la cosecha.
Gale, que tiene dieciocho y lleva siete años
ayudando o alimentando el solo a una familia de
cinco, tendrá cuarenta y dos papeletas.


22 23
No cuesta entender por qué se enciende con
Madge, que nunca ha corrido el peligro de necesitar
una tesela. Las probabilidades de que el
nombre de la chica salga elegido son muy reducidas
si se comparan con las de los que vivimos en
la Veta. No es imposible, pero sí poco probable y,
aunque las reglas las estableció el Capitolio y no
los distritos ni, sin duda, la familia de Madge, es
difícil no sentir resentimiento hacia los que no
tienen que pedir teselas.
Gale es consciente de que su rabia no debería
ir contra Madge.
Algunas veces, cuando estamos en lo más profundo
del bosque, lo he oído despotricar contra
las teselas, diciendo que no son más que otro
instrumento para fomentar la miseria en nuestro
distrito, una forma de sembrar el odio entre
los trabajadores hambrientos de la Veta y los que
no suelen tener problemas de comida, y, así, asegurarse
de que nunca confi emos los unos en los
otros. «Al Capitolio le viene bien que estemos divididos
», me diría, si no hubiese nadie más que
yo escuchándolo, si no fuese día de cosecha, si
una chica con un alfi ler de oro y sin teselas no hubiese
hecho lo que seguramente ella consideraba
un comentario inofensivo.
Mientras caminamos, lo miro a la cara, todavía
ardiendo debajo de su expresión glacial; su ira
me parece inútil, aunque no se lo digo. No es que
no esté de acuerdo con él, porque lo estoy, pero
¿de qué sirve despotricar contra el Capitolio en
medio del bosque? No cambia nada, no hace que
la situación sea más justa y no nos llena el estómago.
De hecho, asusta a las posibles presas.
Sin embargo, lo dejo gritar; mejor hacerlo en el
bosque que en el distrito.
Gale y yo nos dividimos el botín, lo que nos
deja con dos peces, un par de hogazas de buen
pan, verduras, un puñado de fresas, sal, parafi na
y algo de dinero para cada uno.
—Nos vemos en la plaza —le digo.
—Ponte algo bonito —me responde, sin humor.
En casa, encuentro a mi madre y a mi hermana
preparadas para salir. Mi madre lleva un
vestido elegante de sus días de boticaria y Prim
viste mi primer traje de cosecha: una falda y una
blusa con volantes. A ella le queda un poco grande,
pero mi madre se lo ha sujetado con alfi leres;
aun así, la blusa se le sale de la falda por la parte
de atrás.


24 25
Me espera una bañera llena de agua caliente.
Me restriego para quitarme la tierra y el sudor de
los bosques, e incluso me lavo el pelo. Veo, sorprendida,
que mi madre me ha sacado uno de sus
encantadores vestidos, una suave cosita azul con
zapatos a juego.
—¿Estás segura? —le pregunto, porque intento
evitar seguir rechazando su ayuda.
Antes estaba tan enfadada con ella que no le
dejaba hacer nada por mí. Sin embargo, se trata
de algo especial, porque le da mucho valor a la
ropa de su pasado.
—Claro que sí, y también me gustaría recogerte
el pelo —me responde. Le dejo secármelo,
trenzarlo y colocármelo sobre la cabeza. Apenas
me reconozco en el espejo agrietado que tenemos
apoyado en la pared.
—Estás muy guapa —dice Prim, en un susurro.
—Y no me parezco en nada a mí —respondo.
La abrazo, porque sé que las horas que nos
esperan serán terribles para ella. Es su primera cosecha,
aunque está lo más segura posible, ya que
su nombre sólo ha entrado una vez en la urna; no
le he dejado pedir ninguna tesela. Sin embargo,
está preocupada por mí, le preocupa que ocurra
lo inimaginable.
Protejo a Prim de todas las formas que me es
posible, pero nada puedo hacer contra la cosecha.
La angustia que noto en el pecho siempre que
mi hermana sufre amenaza con asomar a la superfi
cie. Me doy cuenta de que se le ha salido de
nuevo la blusa por detrás y me obligo a mantener
la calma.
—Arréglate la cola, patito —le digo, poniéndole
de nuevo la blusa en su sitio.
—Cuac —responde Prim, soltando una risita.
—Eso lo serás tú —añado, riéndome también;
ella es la única que puede hacerme reír así—. Vamos,
a comer —digo, dándole un besito rápido
en la cabeza.
Decidimos dejar para la cena el pescado y las
verduras, que ya se están cocinando en un estofado,
y guardamos las fresas y el pan para la noche,
diciéndonos que así será algo especial; de modo
que bebemos la leche de la cabra de Prim, Lady,
y nos comemos el pan basto que hacemos con el
cereal de la tesela, aunque, de todos modos, nadie
tiene mucho apetito.
A la una en punto nos dirigimos a la plaza. La
asistencia es obligatoria, a no ser que estés a las
puertas de la muerte. Esta noche los funcionarios


26 27
recorrerán las casas para comprobarlo. Si alguien
ha mentido, lo meterán en la cárcel.
Es una verdadera pena que la ceremonia de la
cosecha se celebre en la plaza, uno de los pocos
lugares agradables del Distrito 12. La plaza está
rodeada de tiendas y, en los días de mercado, sobre
todo si hace buen tiempo, parece que es fi esta.
Sin embargo, hoy, a pesar de los banderines de
colores que cuelgan de los edifi cios, se respira un
ambiente de tristeza. Las cámaras de televisión,
encaramadas como águilas ratoneras en los tejados,
sólo sirven para acentuar la sensación.
La gente entra en silencio y fi cha; la cosecha
también es la oportunidad perfecta para que el
Capitolio lleve la cuenta de la población. Conducen
a los chicos de entre doce y dieciocho años a
las áreas delimitadas con cuerdas y divididas por
edades, con los mayores delante y los jóvenes,
como Prim, detrás. Los familiares se ponen en
fi la alrededor del perímetro, todos cogidos con
fuerza de la mano. También hay otros, los que
no tienen a nadie que perder o ya no les importa,
que se cuelan entre la multitud para apostar por
quiénes serán los dos chicos elegidos. Se apuesta
por la edad que tendrán, por si serán de la Veta o
comerciantes, o por si se derrumbarán y se echarán
a llorar. La mayoría se niega a hacer tratos
con los mafi osos, salvo con mucha precaución;
esas mismas personas suelen ser informadores, y
¿quién no ha infringido la ley alguna vez? Podrían
pegarme un tiro todos los días por dedicarme a
la caza furtiva, pero los apetitos de los que están
al mando me protegen; no todos pueden decir lo
mismo.
En cualquier caso, Gale y yo estamos de acuerdo
en que, si pudiéramos escoger entre morir de
hambre y morir de un tiro en la cabeza, la bala
sería mucho más rápida.
La plaza se va llenando, y se vuelve más claustrofóbica
conforme llega la gente. A pesar de su
tamaño, no es lo bastante grande para dar cabida
a toda la población del Distrito 12, que es de
unos ocho mil habitantes. Los que llegan los últimos
tienen que quedarse en las calles adyacentes,
desde donde podrán ver el acontecimiento en las
pantallas, ya que el Estado lo televisa en directo.
Me encuentro de pie, en un grupo de chicos de
dieciséis años de la Veta. Intercambiamos tensos
saludos con la cabeza y centramos nuestra atención
en el escenario provisional que han construido


28 29
delante del Edifi cio de Justicia. Allí hay tres sillas,
un podio y dos grandes urnas redondas de cristal,
una para los chicos y otra para las chicas. Me
quedo mirando los trozos de papel de la bola de
las chicas: veinte de ellos tienen escrito con sumo
cuidado el nombre de Katniss Everdeen.
Dos de las tres sillas están ocupadas por el
alcalde Undersee (el padre de Madge, un hombre
alto de calva incipiente) y Effi e Trinket, la
acompañante del Distrito 12, recién llegada del
Capitolio, con su aterradora sonrisa blanca, el
pelo rosáceo y un traje verde primavera. Los dos
murmuran entre sí y miran con preocupación el
asiento vacío.
Justo cuando el reloj da las dos, el alcalde sube
al podio y empieza a leer. Es la misma historia de
todos los años, en la que habla de la creación de
Panem, el país que se levantó de las cenizas de
un lugar antes llamado Norteamérica. Enumera
la lista de desastres, las sequías, las tormentas,
los incendios, los mares que subieron y se tragaron
gran parte de la tierra, y la brutal guerra
por hacerse con los pocos recursos que quedaron.
El resultado fue Panem, un reluciente Capitolio
rodeado por trece distritos, que llevó la paz y la
prosperidad a sus ciudadanos. Entonces llegaron
los Días Oscuros, la rebelión de los distritos contra
el Capitolio.
Derrotaron a doce de ellos y aniquilaron al
decimotercero. El Tratado de la Traición nos dio
unas nuevas leyes para garantizar la paz y, como
recordatorio anual de que los Días Oscuros no
deben volver a repetirse, nos dio también los Juegos
del Hambre.
Las reglas de los Juegos del Hambre son sencillas:
en castigo por la rebelión, cada uno de los
doce distritos debe entregar a un chico y una chica,
llamados tributos, para que participen. Los
veinticuatro tributos se encierran en un enorme
estadio al aire libre en la que puede haber cualquier
cosa, desde un desierto abrasador hasta un
páramo helado. Una vez dentro, los competidores
tienen que luchar a muerte durante un periodo
de varias semanas; el que quede vivo, gana.
Coger a los chicos de nuestros distritos y obligarlos
a matarse entre ellos mientras los demás observamos;
así nos recuerda el Capitolio que estamos
completamente a su merced, y que tendríamos muy
pocas posibilidades de sobrevivir a otra rebelión.


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Da igual las palabras que utilicen, porque el
verdadero mensaje queda claro: «Mirad cómo
nos llevamos a vuestros hijos y los sacrifi camos
sin que podáis hacer nada al respecto. Si levantáis
un solo dedo, os destrozaremos a todos, igual que
hicimos con el Distrito 13».
Para que resulte humillante además de una
tortura, el Capitolio exige que tratemos los Juegos
del Hambre como una festividad, un acontecimiento
deportivo en el que los distritos compiten
entre sí. Al último tributo vivo se le recompensa
con una vida fácil, y su distrito recibe premios,
sobre todo comida. El Capitolio regala cereales y
aceite al distrito ganador durante todo el año, e
incluso algunos manjares como azúcar, mientras
el resto de nosotros luchamos por no morir de
hambre.
—Es el momento de arrepentirse, y también
de dar gracias —recita el alcalde.
Después lee la lista de los habitantes del Distrito
12 que han ganado en anteriores ediciones.
En setenta y cuatro años hemos tenido exactamente
dos, y sólo uno sigue vivo: Haymitch Abernathy,
un barrigón de mediana edad que, en estos
momentos, aparece berreando algo ininteligible,
se tambalea en el escenario y se deja caer sobre la
tercera silla. Está borracho, y mucho. La multitud
responde con su aplauso protocolario, pero el
hombre está aturdido e intenta darle un gran abrazo
a Effi e Trinket, que apenas consigue zafarse.
El alcalde parece angustiado. Como todo se
televisa en directo, ahora mismo el Distrito 12
es el hazmerreír de Panem, y él lo sabe. Intenta
devolver rápidamente la atención a la cosecha
presentando a Effi e Trinket.
La mujer, tan alegre y vivaracha como siempre,
sube a trote ligero al podio y saluda con su
habitual:
—¡Felices Juegos del Hambre! ¡Y que la suerte
esté siempre, siempre de vuestra parte!
Seguro que su pelo rosa es una peluca, porque tiene
los rizos algo torcidos después de su encuentro
con Haymitch. Empieza a hablar sobre el honor
que supone estar allí, aunque todos saben lo mucho
que desea una promoción a un distrito mejor,
con ganadores de verdad, en vez de borrachos
que te acosan delante de todo el país.
Localizo a Gale entre la multitud, y él me
devuelve la mirada con la sombra de una sonrisa
en los labios. Para ser una cosecha, al menos

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estaba resultando un poquito divertida. Pero,
de repente, empiezo a pensar en Gale y en las
cuarenta y dos veces que aparece su nombre en
esa gran bola de cristal, y en cómo la suerte no
está siempre de su parte, sobre todo comparado
con muchos de los chicos. Y quizá él esté pensando
lo mismo sobre mí, porque se pone serio y
aparta la vista.
«No te preocupes, hay mil papeletas», desearía
poder decirle.
Ha llegado el momento del sorteo. Effi e
Trinket dice lo de siempre, «¡las damas primero!»,
y se acerca a la urna de cristal con los nombres de
las chicas. Mete la mano hasta el fondo y saca un
trozo de papel. La multitud contiene el aliento,
se podría oír un alfi ler caer, y yo empiezo a sentir
náuseas y a desear desesperadamente que no sea
yo, que no sea yo, que no sea yo.
Effi e Trinket vuelve al podio, alisa el trozo de
papel y lee el nombre con voz clara; y no soy yo.
Es Primrose Everdeen.

martes, 30 de junio de 2009

LA REINA EN EL PALACIO DE LAS CORRIENTES DE AIRE Millennium 3 Capitulo 1

CAPITULO 1
La reina en el palacio
de las corrientes
de aire
MILLENNIUM 3
Stieg
Larsson
Traducción
de Martin Lexell
y Juan José Ortega Román
Ediciones Destino
Colección Áncora y Delfín
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Primera parte
Incidente en un pasillo
Del 8 al 12 de abril
Se estima que fueron seiscientas las mujeres que combatieron
en la guerra civil norteamericana. Se alistaron disfrazadas de
hombres. Ahí Hollywood, por lo que a ellas respecta, ha ignorado
todo un episodio de historia cultural. ¿Es acaso un argumento
demasiado complicado desde un punto de vista ideológico?
A los libros de historia siempre les ha resultado difícil
hablar de las mujeres que no respetan la frontera que existe
entre los sexos. Y en ningún otro momento esa frontera es tan
nítida como cuando se trata de la guerra y del empleo de las
armas.
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No obstante, desde la Antigüedad hasta la época moderna,
la historia ofrece una gran cantidad de casos de mujeres
guerreras, esto es, amazonas. Los ejemplos más conocidos
ocupan un lugar en los libros de historia porque esas mujeres
aparecen como «reinas», es decir, representantes de la clase
reinante. Y es que, por desagradable que pueda parecer, el orden
sucesorio coloca de vez en cuando a una mujer en el
trono. Como la guerra no se deja conmover por el sexo de nadie
y tiene lugar aunque se dé la circunstancia de que un país
esté gobernado por una mujer, a los libros de historia no les
queda más remedio que hablar de toda una serie de reinas
guerreras que, en consecuencia, se ven obligadas a aparecer
como si fueran Churchill, Stalin o Roosevelt. Tanto Semíramis
de Nínive, que fundó el Imperio asirio, como Boudica,
que encabezó una de las más sangrientas revueltas británicas
realizadas contra el Imperio romano, son buena muestra de
ello. A esta última, dicho sea de paso, se le erigió una estatua
junto al puente del Támesis, frente al Big Ben. Salúdala amablemente
si algún día pasas por allí por casualidad.
Sin embargo, los libros de historia se muestran por lo general
muy reservados con respecto a las mujeres guerreras que
aparecen bajo la forma de soldados normales y corrientes, esas
que se entrenaban en el manejo de las armas, formaban parte
de los regimientos y participaban en igualdad de condiciones
con los hombres en las batallas que se libraban contra los ejércitos
enemigos. Pero lo cierto es que siempre han existido: apenas
ha habido una sola guerra que no haya contado con participación
femenina.
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Capítulo 1
Viernes, 8 de abril
Poco antes de la una y media de la madrugada, la enfermera
Hanna Nicander despertó al doctor Anders Jonasson.
—¿Qué pasa? —preguntó éste, confuso.
—Está entrando un helicóptero. Dos pacientes. Un
hombre mayor y una mujer joven. Ella tiene heridas de
bala.
—Vale —dijo Anders Jonasson, cansado.
A pesar de que sólo había echado una cabezadita de
más o menos media hora, se sentía medio mareado,
como si lo hubiesen despertado de un profundo sueño.
Le tocaba guardia en el hospital de Sahlgrenska de Gotemburgo
y estaba siendo una noche miserable, extenuante
como pocas. Desde que empezara su turno, a las
seis de la tarde, habían ingresado a cuatro personas debido
a una colisión frontal de coche ocurrida en las afueras
de Lindome. Una de ellas se encontraba en estado
crítico y otra había fallecido poco después de llegar. También
atendió a una camarera que había sufrido quemaduras
en las piernas a causa de un accidente de cocina
ocurrido en un restaurante de Avenyn, y le salvó la vida
a un niño de cuatro años que llegó al hospital con parada
respiratoria tras haberse tragado la rueda de un coche de
juguete. Además de todo eso, pudo curar a una joven
que se había caído en una zanja con la bici. Al departa-
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mento de obras públicas del municipio no se le había
ocurrido nada mejor que abrir la zanja precisamente en
la salida de un carril bici, y, además, alguien había tirado
dentro las vallas de advertencia. Le tuvo que dar catorce
puntos en la cara y la chica iba a necesitar dos dientes
nuevos. Jonasson también cosió el trozo de un pulgar
que un entusiasta y aficionado carpintero se había arrancado
con el cepillo.
Sobre las once, el número de pacientes de urgencias
ya había disminuido. Dio una vuelta para controlar el estado
de los que acababan de entrar y luego se retiró a una
habitación para intentar relajarse un rato. Tenía guardia
hasta las seis de la mañana, pero aunque no entrara ninguna
urgencia él no solía dormir. Esa noche, sin embargo,
los ojos se le cerraban solos.
La enfermera Hanna Nicander le llevó una taza de
té. Aún no había recibido detalles sobre las personas que
estaban a punto de ingresar.
Anders Jonasson miró de reojo por la ventana y vio
que relampagueaba intensamente sobre el mar. El helicóptero
llegó justo a tiempo. De repente, se puso a llover
a cántaros. La tormenta acababa de estallar sobre Gotemburgo.
Mientras se hallaba frente a la ventana oyó el ruido
del motor y vio cómo el helicóptero, azotado por las ráfagas
de la tormenta, se tambaleaba al descender hacia el
helipuerto. Se quedó sin aliento cuando, por un instante,
el piloto pareció tener dificultades para controlar el aparato.
Luego desapareció de su campo de visión y oyó cómo
el motor aminoraba sus revoluciones. Tomó un sorbo de
té y dejó la taza.
Anders Jonasson salió hasta la entrada de urgencias al
encuentro de las camillas. Su compañera de guardia, Katarina
Holm, se ocupó del primer paciente que ingresó,
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un hombre mayor con graves lesiones en la cara. A Jonasson
le tocó ocuparse de la segunda paciente, una mujer
con heridas de bala. Hizo una rápida inspección ocular
y constató que parecía tratarse de una adolescente, en
estado muy crítico y cubierta de tierra y de sangre. Levantó
la manta con la que el equipo de emergencia de
Protección Civil había envuelto el cuerpo y vio que alguien
había tapado los impactos de bala de la cadera y el
hombro con tiras de una ancha cinta adhesiva plateada,
una iniciativa que le pareció insólitamente ingeniosa. La
cinta mantenía las bacterias fuera y la sangre dentro. Una
bala le había alcanzado la cadera y atravesado los tejidos
musculares. Jonasson levantó el hombro de la chica y localizó
el agujero de entrada de la espalda. No había orificio
de salida, lo que significaba que la munición permanecía
en algún lugar del hombro. Albergaba la esperanza
de que no hubiera penetrado en el pulmón y, como no le
vio sangre en la cavidad bucal, llegó a la conclusión de
que probablemente no fuera ése el caso.
—Radiografía —le dijo a la enfermera que lo asistía.
No hacían falta más explicaciones.
Acabó cortando la venda con la que el equipo de
emergencia le había vendado la cabeza. Se quedó helado
cuando, con las yemas de los dedos, palpó el agujero de
entrada y se dio cuenta de que le habían disparado en la
cabeza. Allí tampoco había orificio de salida.
Anders Jonasson se detuvo un par de segundos y contempló
a la chica. De pronto se sintió desmoralizado. A menudo
solía decir que el cometido de su profesión era el
mismo que el que tenía un portero de fútbol. A diario
llegaban a su lugar de trabajo personas con diferentes estados
de salud pero con un único objetivo: recibir asistencia.
Se trataba de señoras de setenta y cuatro años que se
habían desplomado en medio del centro comercial de
Nordstan a causa de un paro cardíaco, chavales de catorce
años con el pulmón izquierdo perforado por un
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destornillador, o chicas de dieciséis que habían tomado
éxtasis y bailado sin parar dieciocho horas seguidas para
luego caerse en redondo con la cara azul. Eran víctimas
de accidentes de trabajo y de malos tratos. Eran niños
atacados por perros de pelea en Vasaplatsen y unos cuantos
manitas que sólo iban a serrar unas tablas con una
Black & Decker y que, por accidente, se habían cortado
hasta el tuétano.
Anders Jonasson era el portero que estaba entre el paciente
y Fonus, la empresa funeraria. Su trabajo consistía
en decidir las medidas que había que tomar; si optaba
por la errónea, puede que el paciente muriera o se despertara
con una minusvalía para el resto de su vida. La
mayoría de las veces tomaba la decisión correcta, algo
que se debía a que gran parte de los que hasta allí acudían
presentaba un problema específico que resultaba
obvio: una puñalada en el pulmón o las contusiones sufridas
en un accidente de coche eran daños concretos y controlables.
Que el paciente sobreviviera dependía de la naturaleza
de la lesión y de su saber hacer.
Pero había dos tipos de daños que Anders Jonasson
detestaba: uno eran las quemaduras graves, que, independientemente
de las medidas que él tomara, casi siempre
condenaban al paciente a un sufrimiento de por vida.
El otro eran las lesiones en la cabeza.
La chica que ahora tenía ante sí podría vivir con una
bala en la cadera y otra en el hombro. Pero una bala alojada
en algún rincón de su cerebro constituía un problema
de una categoría muy distinta. De repente oyó que
Hanna, la enfermera, decía algo.
—¿Perdón?
—Es ella.
—¿Qué quieres decir?
—Lisbeth Salander. La chica a la que llevan semanas
buscando por el triple asesinato de Estocolmo.
Anders Jonasson miró la cara de la paciente. Hanna
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tenía toda la razón: se trataba de la chica cuya foto habían
visto él y el resto de los suecos en las portadas de todos los
periódicos desde las fiestas de Pascua. Y ahora esa misma
asesina se hallaba allí, en persona, con un tiro en la cabeza,
cosa que, sin duda, podría ser interpretada como algún
tipo de justicia poética.
Pero eso no era asunto suyo. Su trabajo consistía en
salvar la vida de su paciente, con independencia de que se
tratara de una triple asesina o de un premio Nobel. O incluso
de las dos cosas.
Luego estalló ese efectivo caos que caracteriza a los servicios
de urgencias de un hospital. El personal del turno de
Jonasson se puso manos a la obra con gran pericia. Cortaron
el resto de la ropa de Lisbeth Salander. Una enfermera
informó de la presión arterial —100/70— mientras
Jonasson ponía el estetoscopio en el pecho de la paciente
y escuchaba los latidos del corazón, que parecían relativamente
regulares, y una respiración que no llegaba a ser
regular del todo.
El doctor Jonasson no dudó ni un segundo en calificar
de crítico el estado de Lisbeth Salander. Las lesiones
del hombro y de la cadera podían pasar, de momento,
con un par de compresas o, incluso, con esas tiras de cinta
que alguna alma inspirada le había aplicado. Lo importante
era la cabeza. El doctor Jonasson ordenó que le hicieran
un TAC con aquel escáner en el que el hospital había
invertido el dinero del contribuyente.
Anders Jonasson era rubio, tenía los ojos azules y
había nacido en Umeå. Llevaba veinte años trabajando
en el Östra y en el Sahlgrenska, alternando su trabajo
de médico de urgencias con el de investigador y patólogo.
Tenía una peculiaridad que desconcertaba a sus
colegas y que hacía que el personal se sintiera orgulloso
de trabajar con él: estaba empeñado en que ningún pa-
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ciente se muriera en su turno y, de hecho, de alguna milagrosa
manera, había conseguido mantener el marcador
a cero. Cierto que algunos de sus pacientes habían
fallecido, pero eso había ocurrido durante el tratamien -
to posterior o debido a razones completamente ajenas a
su trabajo.
Además, Jonasson presentaba a veces una visión de la
medicina poco ortodoxa. Opinaba que, con frecuencia,
los médicos tendían a sacar conclusiones que carecían de
fundamento y que, por esa razón, o se rendían demasiado
pronto o dedicaban demasiado tiempo a intentar
averiguar con exactitud lo que le pasaba al paciente para
poder prescribir el tratamiento correcto. Ciertamente,
este último era el procedimiento que indicaba el manual
de instrucciones; el único problema era que el paciente
podía morir mientras los médicos seguían reflexionando.
En el peor de los supuestos, un médico llegaría a la conclusión
de que el caso que tenía entre manos era un caso
perdido e interrumpiría el tratamiento.
Sin embargo, a Anders Jonasson nunca le había llegado
un paciente con una bala en la cabeza. Lo más probable
es que hiciera falta un neurocirujano. Se sentía inseguro
pero, de pronto, se dio cuenta de que quizá fuese
más afortunado de lo que merecía. Antes de lavarse y ponerse
la ropa para entrar en el quirófano le dijo a Hanna
Nicander:
—Hay un catedrático americano llamado Frank Ellis
que trabaja en el Karolinska de Estocolmo, pero que
ahora se encuentra en Gotemburgo. Es un afamado neurólogo,
además de un buen amigo mío. Se aloja en el hotel
Radisson de Avenyn. ¿Podrías averiguar su número
de teléfono?
Mientras Anders Jonasson esperaba las radiografías,
Hanna Nicander volvió con el número del hotel Radisson.
Anders Jonasson echó un vistazo al reloj —la 1.42—
y cogió el teléfono. El conserje del hotel se mostró suma-
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mente reacio a pasar ninguna llamada a esas horas de la
noche y el doctor Jonasson tuvo que pronunciar unas palabras
bastante duras y explícitas sobre la situación de
emergencia en la que se encontraba antes de conseguir
contactar con él.
—Buenas noches, Frank —saludó cuando por fin su
amigo cogió el teléfono—. Soy Anders. Me dijeron que
estabas en Gotemburgo. ¿Te apetece subir a Sahlgrenska
para asistirme en una operación de cerebro?
—Are you bullshitting me? —oyó decir a una voz incrédula
al otro lado de la línea.
A pesar de que Frank Ellis llevaba muchos años en
Suecia y de que hablaba sueco con fluidez —aunque con
acento americano—, su idioma principal seguía siendo el
inglés. Anders Jonasson se dirigía a él en sueco y Ellis le
contestaba en su lengua materna.
—Frank, siento haberme perdido tu conferencia, pero
he pensado que a lo mejor podrías darme clases particulares.
Ha entrado una mujer joven con un tiro en la cabeza.
Orificio de entrada un poco por encima de la oreja
izquierda. No te llamaría si no fuera porque necesito una
second opinion. Y no se me ocurre nadie mejor a quien
preguntar.
—¿Hablas en serio? —preguntó Frank Ellis.
—Es una chica de unos veinticinco años.
—¿Y le han pegado un tiro en la cabeza?
—Orificio de entrada, ninguno de salida.
—Pero ¿está viva?
—Pulso débil pero regular, respiración menos regular,
la presión arterial es 100/70. Aparte de eso tiene una
bala en el hombro y un disparo en la cadera, dos problemas
que puedo controlar.
—Su pronóstico parece esperanzador —dijo el profesor
Ellis.
—¿Esperanzador?
—Si una persona tiene un impacto de bala en la ca-
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beza y sigue viva, hay que considerar la situación como
esperanzadora.
—¿Me puedes asistir?
—Debo reconocer que he pasado la noche en compañía
de unos buenos amigos. Me he acostado a la una e
imagino que tengo una impresionante tasa de alcohol en
la sangre…
—Seré yo quien tome las decisiones y realice las intervenciones.
Pero necesito que alguien me asista y me
diga si hago algo mal. Y, sinceramente, si se trata de evaluar
daños cerebrales, incluso un profesor Ellis borracho
me dará, sin duda, mil vueltas.
—De acuerdo. Iré. Pero me debes un favor.
—Hay un taxi esperándote en la puerta del hotel.
El profesor Frank Ellis se subió las gafas hasta la frente y
se rascó la nuca. Concentró la mirada en la pantalla del ordenador
que mostraba cada recoveco del cerebro de Lisbeth
Salander. Ellis tenía cincuenta y tres años, un pelo
negro azabache con alguna que otra cana y una oscura
sombra de barba; parecía uno de esos personajes secundarios
de Urgencias. A juzgar por su físico, pasaba bastantes
horas a la semana en el gimnasio.
Frank Ellis se encontraba a gusto en Suecia. Llegó
como joven investigador de un programa de intercambio
a finales de los setenta y se quedó durante dos años.
Luego volvió en numerosas ocasiones hasta que el Karolinska
le ofreció una cátedra. A esas alturas ya era un
nombre internacionalmente respetado.
Anders Jonasson conocía a Frank Ellis desde hacía
catorce años. Se vieron por primera vez en un seminario
de Estocolmo y descubrieron que ambos eran entusiastas
pescadores con mosca, de modo que Anders lo invitó a
Noruega para ir a pescar. Mantuvieron el contacto a lo
largo de los años y llegaron a hacer juntos más viajes para
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dedicarse a su afición. Sin embargo, nunca habían trabajado
en equipo.
—El cerebro es un misterio —comentó el profesor
Ellis—. Llevo veinte años dedicándome a la investigación
cerebral. La verdad es que más.
—Ya lo sé. Perdóname por haberte despertado, pero…
—Bah. —Frank Ellis movió la mano para restarle
importancia—. Esto te costará una botella de Cragganmore
la próxima vez que vayamos a pescar.
—De acuerdo. Me va a salir barato.
—Hace unos años, cuando trabajaba en Boston, tuve
una paciente sobre cuyo caso escribí en el New England
Journal of Medicine. Era una chica de la misma edad que
ésta. Iba camino de la universidad cuando alguien le disparó
con una ballesta. La flecha entró justo por donde
termina la ceja, le atravesó la cabeza y le salió por la nuca.
—¿Y sobrevivió? —preguntó Jonasson asombrado.
—Llegó a urgencias con una pinta horrible. Le cortamos
la flecha y la metimos en el escáner. La flecha le
atravesaba el cerebro de parte a parte. Según todos los
pronósticos, debería haber muerto o, como mínimo, haber
sufrido un traumatismo tan grave que la dejara en coma.
—¿Y cuál era su estado?
—Permaneció consciente en todo momento. Y no sólo
eso; como es lógico, tenía un miedo horrible, pero no había
perdido ninguna de sus facultades mentales. Su único
problema consistía en que una flecha le atravesaba la cabeza.
—¿Y qué hiciste?
—Bueno, pues cogí unas pinzas, le extraje la flecha y
le puse unas tiritas en las heridas. Más o menos.
—¿Y sobrevivió?
—Permaneció en estado crítico durante mucho tiempo
antes de darle el alta, claro, pero, honestamente, podríamos
haberla mandado a casa el mismo día en el que entró.
Jamás he tenido un paciente tan sano.
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Anders Jonasson se preguntó si el profesor Ellis no le
estaría tomando el pelo.
—Y sin embargo, en otra ocasión, hace ya algunos
años —prosiguió Ellis— asistí en Estocolmo a un paciente
de cuarenta y dos años que se dio un ligero golpe
en la cabeza contra el marco de una ventana. Se mareó
y se sintió tan mal que tuvieron que llevarlo a urgencias
en ambulancia. Se hallaba inconsciente cuando me lo
trajeron. Tenía un pequeño chichón y una hemorragia
apenas perceptible. Pero no se despertó nunca y falleció
en la UVI nueve días después. Sigo sin saber por qué
murió. En el acta de la autopsia pusimos «hemorragia
cerebral producida por un accidente», pero ninguno de
nosotros quedó satisfecho con ese análisis. La hemorragia
era tan pequeña y estaba localizada de tal manera
que no debería haber afectado a nada. Aun así, con el
tiempo, el hígado, los riñones, el corazón y los pulmones
dejaron de funcionar. Cuanto más viejo me hago,
más lo veo todo como una especie de ruleta. Si quieres
que te diga la verdad, creo que nunca averiguaremos
cómo funciona exactamente el cerebro. ¿Qué piensas
hacer?
Golpeó la imagen de la pantalla con un bolígrafo.
—Esperaba que me lo dijeras tú.
—Me gustaría oír tu diagnóstico.
—Bueno, para empezar parece una bala de pequeño
calibre. Le ha perforado la sien y le ha entrado unos
cuatro centímetros en el cerebro. Descansa sobre el ventrículo
lateral, justo donde se le ha producido la hemorragia.
—¿Medidas?
—Utilizando tu terminología, coger unas pinzas y
extraer la bala por el mismo camino por el que ha entrado.
—Excelente idea. Pero yo que tú usaría las pinzas
más finas que tuviera.
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—¿Así de sencillo?
—En un caso como éste, ¿qué otra cosa podríamos
hacer? Es posible que dejando la bala donde está la paciente
viva hasta los cien años, pero eso también sería tentar
a la suerte: podría desarrollar epilepsia, migrañas y
rollos de ese tipo. Lo que no queremos hacer es taladrarle
la cabeza dentro de un año para operarla cuando la herida
se haya curado. La bala está algo alejada de las arterias
principales. En este caso te recomendaría que se la
sacaras, pero…
—Pero ¿qué?
—La bala no me preocupa. Eso es lo fascinante de los
daños cerebrales: que haya sobrevivido cuando entró la
bala significa que también sobrevivirá cuando se la saquemos.
El problema es más bien éste —dijo, señalando
la pantalla—: alrededor del orificio de entrada tienes un
montón de fragmentos óseos. Puedo ver por lo menos
una docena de unos cuantos milímetros de largo. Algunos
se han hundido en el tejido cerebral. Ahí está lo que
la matará si no actúas con cuidado.
—Esa parte del cerebro es la que se asocia al habla y a
la capacidad numérica…
Ellis se encogió de hombros.
—Bah, chorradas. No tengo ni la menor idea de para
qué sirven estas células grises de aquí. Haz lo que puedas.
Eres tú el que opera. Yo estaré detrás mirando. ¿Puedo
ponerme alguna bata y lavarme en algún sitio?
Mikael Blomkvist miró el reloj y constató que eran poco
más de las tres de la mañana. Se encontraba esposado.
Cerró los ojos un momento. Estaba muerto de cansancio,
pero la adrenalina lo mantenía despierto. Abrió los ojos
y, cabreado, contempló al comisario Thomas Paulsson,
que le devolvió la mirada en estado de shock. Se hallaban
sentados junto a la mesa de la cocina de una granja si-
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tuada en algún lugar cercano a Nossebro llamado Gosseberga,
del que Mikael había oído hablar por primera vez
en su vida apenas doce horas antes.
La catástrofe ya era un hecho.
—¡Idiota! —le espetó Mikael.
—Bueno, escucha…
—¡Idiota! —repitió Mikael—. ¡Joder, ya te dije que
el tío era un peligro viviente, que había que manejarlo
como si fuese una granada con el seguro quitado! Ha
asesinado como mínimo a tres personas; es como un carro
de combate y no necesita más que sus manos para matar.
Y tú vas y mandas a dos maderos de pueblo para
arrestarlo, como si se tratara de uno de esos borrachuzos
de sábado por la noche.
Mikael volvió a cerrar los ojos. Se preguntó qué más
iba a irse a la mierda esa noche.
Había encontrado a Lisbeth Salander poco después
de medianoche, herida de gravedad. Avisó a la policía y
logró convencer a los servicios de emergencia de Protección
Civil para que enviaran un helicóptero y trasladaran
a Lisbeth al hospital de Sahlgrenska. Describió con todo
detalle sus lesiones y el agujero de bala de la cabeza, y alguna
persona inteligente y sensata se dio cuenta de la
gravedad del asunto y comprendió que Lisbeth necesitaba
asistencia de inmediato.
Aun así, el helicóptero tardó media hora en llegar.
Mikael salió y sacó dos coches del establo, que también
hacía las veces de garaje, y, encendiendo los faros, iluminó
el campo que había delante de la casa y que sirvió
de pista de aterrizaje.
El personal del helicóptero y dos enfermeros acompañantes
actuaron con gran pericia y profesionalidad. Uno de
los enfermeros le administró los primeros auxilios a Lisbeth
Salander mientras el otro se ocupaba de Alexander
Zalachenko, también conocido como Karl Axel Bodin. Zalachenko
era el padre de Lisbeth Salander y su peor ene-
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migo. Había intentado matarla pero fracasó. Mikael lo encontró
gravemente herido en el leñero de esa apartada
granja, con un hachazo con muy mala pinta en la cara y
contusiones en la pierna.
Mientras Mikael esperaba la llegada del helicóptero
hizo lo que pudo por Lisbeth. Buscó una sábana limpia
en un armario, la cortó y se la puso como venda. Constató
que la sangre se había coagulado y había formado
un tapón en el orificio de entrada de la cabeza, así que
no sabía muy bien si atreverse a colocarle una venda
allí. Al final, sin ejercer mucha presión, le ató la sábana
alrededor de la cabeza, más que nada para que la herida
no estuviera tan expuesta a las bacterias y la suciedad.
En cambio, contuvo la hemorragia de los agujeros de
bala de la cadera y del hombro de la manera más sencilla:
en un armario había encontrado un rollo de cinta
adhesiva plateada y simplemente cubrió las heridas con
ella. Le humedeció la cara con una toalla mojada e intentó
limpiarle las zonas más sucias.
No se acercó al leñero para socorrer a Zalachenko.
Sin inmutarse un ápice reconoció que, para ser sincero,
Zalachenko le importaba un comino.
Mientras esperaba a los servicios de emergencia de
Protección Civil, llamó también a Erika Berger y le explicó
la situación.
—¿Estás bien? —preguntó Erika.
—Yo sí —contestó Mikael—. Pero Lisbeth está herida.
—Pobre chica —dijo Erika Berger—. Me he pasado
la noche leyendo el informe que Björck redactó para la
Säpo. ¿Qué vas a hacer?
—Ahora no tengo fuerzas para pensar en eso —respondió
Mikael.
Sentado en el suelo junto al banco de la cocina, hablaba
con Erika mientras le echaba un ojo a Lisbeth Sa-
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lander. Le había quitado los zapatos y los pantalones para
vendar la herida de la cadera y, de repente, por casualidad,
puso la mano encima de la prenda que había tirado
al suelo. Sintió un objeto en el bolsillo de la pernera y
sacó un Palm Tungsten T3.
Frunció el ceño y, pensativo, contempló el ordenador
de mano. Al oír el ruido del helicóptero se lo introdujo en
el bolsillo interior de su cazadora. Luego, mientras todavía
se encontraba solo, se inclinó hacia delante y examinó
todos los bolsillos de Lisbeth Salander. Encontró otro
juego de llaves del piso de Mosebacke y un pasaporte a
nombre de Irene Nesser. Se apresuró a meter los objetos
en un compartimento del maletín de su ordenador.
El primer coche patrulla de la policía de Trollhättan, con
los agentes Fredrik Torstensson y Gunnar Andersson a
bordo, llegó pocos minutos después de que aterrizara el
helicóptero. Fueron seguidos por el comisario Thomas
Paulsson, que asumió de inmediato el mando. Mikael se
acercó y empezó a explicar lo ocurrido. Paulsson se le antojó
un engreído sargento chusquero y un completo zoquete.
De hecho, fue nada más llegar Paulsson cuando
las cosas empezaron a torcerse.
Paulsson parecía no comprender nada de lo que le
contaba Mikael. Dio muestras de un extraño nerviosismo
y el único hecho que asimiló fue que la maltrecha chica
que se hallaba tumbada en el suelo frente al banco de la
cocina era la triple y buscada asesina Lisbeth Salander,
algo que constituía una interesantísima captura. Paulsson
le preguntó tres veces al extremadamente ocupado enfermero
de Protección Civil si podía arrestar a la chica in
situ. Hasta que el enfermero agotó su paciencia, se levantó
y le gritó que se mantuviera alejado.
Luego Paulsson se centró en el malherido Alexander
Zalachenko, que estaba en el leñero. Mikael oyó a Pauls-
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son comentar por radio que, al parecer, Lisbeth Salander
había intentado matar a otra persona más.
A esas alturas, Mikael estaba ya tan cabreado con
Paulsson —quien, como se podía ver, no había escuchado
ni una palabra de lo que él le había intentado decir—
que alzó la voz y lo instó a llamar, en ese mismo
instante, al inspector Jan Bublanski a Estocolmo. Sacó su
móvil y se ofreció a marcarle el número. Paulsson no
mostró ni el menor interés.
Luego Mikael cometió dos errores.
Absolutamente resuelto, explicó que el verdadero triple
asesino era un hombre llamado Ronald Niedermann,
que tenía una constitución física similar a la de un robot
anticarros, que sufría de analgesia congénita y que, en ese
momento, se encontraba atado, hecho un fardo, en una
cuneta de la carretera de Nossebro. Mikael describió el
lugar en el que podrían hallar a Niedermann y les recomendó
que enviaran a un pelotón de infantería con armas
de refuerzo. Paulsson preguntó cómo había ido Niedermann
a parar a la cuneta y Mikael reconoció, con toda
sinceridad, que fue él quien, apuntándolo con un arma,
consiguió llevarlo hasta allí.
—¿Un arma? —preguntó el comisario Paulsson.
A esas alturas, Mikael ya debería haberse dado cuenta
de que Paulsson era tonto de remate. Debería haber cogido
el móvil y llamado a Bublanski para pedirle que interviniese
y disipara aquella niebla en la que parecía estar
envuelto Paulsson. En lugar de eso, Mikael cometió el
error número dos intentando entregarle el arma que llevaba
en el bolsillo de la cazadora: la Colt 1911 Government
que ese mismo día había encontrado en el piso de
Lisbeth Salander y que le sirvió para dominar a Ronald
Niedermann.
Fue eso, sin embargo, lo que llevó a Paulsson a arrestar
en el acto a Mikael Blomkvist por tenencia ilícita de
armas. Luego, Paulsson ordenó a los policías Torstensson
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y Andersson que se dirigieran a ese lugar de la carretera
de Nossebro que Mikael les había indicado para que averiguaran
si era verdad la historia de que, en una cuneta,
se encontraba una persona inmovilizada y atada al poste
de una señal de tráfico que advertía de la presencia de alces.
Si así fuera, los policías deberían esposar a la persona
en cuestión y traerla hasta la granja de Gosseberga.
Mikael protestó de inmediato explicando que Ronald
Niedermann no era de esos que podían ser arrestados y
esposados con facilidad: se trataba de un asesino tremendamente
peligroso, un auténtico peligro viviente. Paulsson
ignoró las protestas y, de pronto, un enorme cansancio
se apoderó de Mikael. Éste lo llamó «incompetente
cabrón» y le gritó que ni se les ocurriese a Torstensson y
Andersson soltar a Ronald Niedermann sin pedir antes
refuerzos.
Ese pronto tuvo como resultado que Mikael fuera esposado
y conducido hasta el asiento trasero del coche del
comisario Paulsson, desde donde, profiriendo todo tipo
de improperios, fue testigo de cómo Torstensson y Andersson
se alejaban del lugar en su coche patrulla. El
único rayo de luz existente en esa oscuridad era que Lisbeth
Salander había sido conducida hasta el helicóptero y
que había desaparecido por encima de las copas de los árboles
con destino al Sahlgrenska. Apartado de toda información,
sin posibilidad alguna de recibir noticias, Mikael
se sintió impotente; lo único que le quedaba era esperar
que Lisbeth fuera a parar a unas manos competentes.
El doctor Anders Jonasson efectuó dos profundas incisiones
hasta tocar el cráneo, retiró la piel que había alrededor
del orificio de entrada y usó unas pinzas para mantenerla
sujeta. Con gran esmero, una enfermera utilizó un
aspirador para quitar la sangre. Después llegó el desagradable
momento en el que Jonasson empleó un taladro
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para agrandar el agujero del hueso. El procedimiento fue
irritantemente lento.
Logró, por fin, hacer un orificio lo bastante amplio
como para tener acceso al cerebro de Lisbeth Salander.
Con mucho cuidado, le introdujo una sonda y ensanchó
unos milímetros el canal de la herida. Luego se sirvió de
una sonda algo más fina para localizar la bala. Gracias a
la radiografía pudo constatar que el proyectil se había girado
y que se alojaba en un ángulo de cuarenta y cinco
grados en relación con el canal de la herida. Usó la sonda
para tocar con suma cautela el borde de la bala y, tras una
serie de fracasados intentos, consiguió levantarla un poco
y rotarla hasta ponerla en ángulo recto.
Por último, introdujo unas finas pinzas de punta estriada.
Apretó con fuerza la base de la bala y consiguió
atraparla. Tiró de las pinzas hacia él. La bala salió sin
apenas oponer resistencia. La contempló al trasluz durante
un segundo, vio que parecía estar intacta y la depositó
en un cuenco.
—Limpia —dijo, y la orden fue cumplida en el acto.
Le echó un vistazo al electrocardiograma que daba fe
de que su paciente seguía teniendo una actividad car -
díaca regular.
—Pinzas.
Bajó una potente lupa que colgaba del techo y enfocó
con ella la zona que quedaba al descubierto.
—Con cuidado —dijo el profesor Frank Ellis.
Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, Anders
Jonasson sacó no menos de treinta y dos pequeñas
astillas de hueso de alrededor del orificio de entrada. La
más pequeña de ellas apenas resultaba perceptible para el
ojo humano.
Mientras Mikael Blomkvist, frustrado, se afanaba en sacar
su móvil del bolsillo de la pechera de la americana
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—algo que resultó imposible con las manos esposadas—,
llegaron a Gosseberga más coches con policías y
técnicos forenses. Bajo las órdenes del comisario Paulsson,
se les encomendó que recogieran pruebas forenses
en el leñero y que realizaran un meticuloso registro de
la casa principal donde se habían confiscado ya varias
armas. Resignado, Mikael contempló las actividades
desde su puesto de observación en el asiento trasero del
coche de Paulsson.
Hasta que no pasó más de una hora, Paulsson no pareció
ser consciente de que los policías Torstensson y Andersson
aún no habían regresado de la misión de buscar
a Ronald Niedermann. De repente, la preocupación asomó
a su rostro. El comisario se llevó a Mikael a la cocina y le
pidió que le describiera nuevamente el lugar.
Mikael cerró los ojos.
Seguía sentado en la cocina cuando regresó el furgón
con los policías que habían ido en auxilio de Torstensson
y Andersson. Habían encontrado muerto, con el cuello
roto, al agente Gunnar Andersson. Su colega Fredrik
Torstensson aún vivía, pero había sido gravemente malherido.
Los hallaron a ambos en la cuneta, junto al pos te
de la señal de advertencia de alces. Tanto sus armas reglamentarias
como el coche patrulla habían desapa recido.
De hallarse en una situación bastante controlable, el
comisario Thomas Paulsson había pasado de pronto a tener
que hacer frente al asesinato de un policía y a un desesperado
que iba armado y que se había dado a la fuga.
—Idiota —repitió Mikael Blomkvist.
—No sirve de nada insultar a la policía.
—En ese punto coincidimos. Pero se te va a caer el
pelo por negligencia en el ejercicio de tus funciones. Antes
de que yo termine contigo, las portadas de todos los
periódicos del país te aclamarán como el policía más estúpido
de Suecia.
Al parecer, la amenaza de ser expuesto al escarnio
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público era lo único que tenía algún efecto en Thomas
Paulsson. Se le veía preocupado.
—¿Y qué propones?
—Exijo que llames al inspector Jan Bublanski de Estocolmo.
Ahora mismo.
La inspectora de la policía criminal Sonja Modig se despertó
sobresaltada cuando su teléfono móvil, que se estaba
cargando, empezó a sonar al otro lado del dormitorio.
Le echó un vistazo al reloj de la mesilla y constató
para su desesperación que eran poco más de las cuatro de
la mañana. Luego contempló a su marido, que seguía
roncando tranquilamente; ni un ataque de artillería podría
despertarlo. Se levantó de la cama y se acercó tambaleándose
hasta el móvil; tras conseguir dar con la tecla
exacta contestó.
«Jan Bublanski —pensó—. ¿Quién si no?»
—Se ha armado una de mil demonios por la zona de
Trollhättan —dijo su jefe sin más preámbulos—. El
X2000 para Gotemburgo sale a las cinco y diez.
—¿Qué ha pasado?
—Blomkvist ha encontrado a Salander, Niedermann
y Zalachenko. Y ha sido arrestado por insultar a un
agente de policía, por oponer resistencia al arresto y por
tenencia ilícita de armas. Salander ha sido trasladada a
Sahlgrenska con una bala en la cabeza. Zalachenko también
se encuentra allí, con un hacha en la cabeza. Niedermann
anda suelto. Ha matado a un policía durante la
noche.
Sonja Modig parpadeó dos veces y acusó el cansancio.
No deseaba otra cosa que volver a la cama y coger un
mes de vacaciones.
—El X2000 de las cinco y diez. De acuerdo. ¿Qué
hago?
—Cógete un taxi hasta la estación. Te acompañará
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Jerker Holmberg. Debéis poneros en contacto con el
comisario de la policía de Trollhättan, un tal Thomas
Paulsson, que, al parecer, es el responsable de gran parte
del jaleo que se ha montado esta noche y que, según
Blomkvist, es, cito literalmente, «un tonto de remate de
enormes dimensiones».
—¿Has hablado con Blomkvist?
—Por lo visto está detenido y esposado. Conseguí
convencer a Paulsson para que me lo pusiera un momento
al teléfono. Ahora mismo me dirijo a Kungsholmen
y voy a intentar aclarar qué es lo que está pasando.
Mantendremos el contacto a través del móvil.
Sonja Modig volvió a mirar el reloj una vez más.
Luego llamó al taxi y se metió bajo la ducha durante un
minuto. Se lavó los dientes, se pasó un peine por el pelo,
se puso unos pantalones negros, una camiseta negra y
una americana gris. Metió el arma reglamentaria en su
bandolera y eligió abrigarse con un chaquetón rojo de
piel. Luego, zarandeando a su marido, lo despertó, le comunicó
adónde iba y le dijo que esa mañana se ocupara
él de los niños. Salió del portal en el mismo instante en
que el taxi se detenía.
No hacía falta que buscara a su colega, el inspector
Jerker Holmberg; daba por descontado que estaría en el
vagón restaurante y pudo constatar que así era. Él ya le
había cogido un café y un sándwich. Desayunaron en silencio
en tan sólo cinco minutos. Al final, Holmberg
apartó la taza de café.
—Deberíamos cambiar de profesión.
A las cuatro de la mañana, un tal Marcus Erlander, inspector
de la brigada de delitos violentos de Gotemburgo,
llegó por fin a Gosseberga y asumió el mando de la investigación
de Thomas Paulsson, que estaba hasta arriba de
trabajo. Erlander era un hombre canoso y rechoncho de
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unos cincuenta años. Una de sus primeras medidas fue liberar
a Mikael Blomkvist de las esposas y servirle bollos
y café de un termo. Se sentaron en el salón para charlar.
—Acabo de hablar con Estocolmo, con Bublanski
—le comunicó Erlander—. Nos conocemos desde hace
muchos años. Tanto él como yo lamentamos el trato que
te ha dispensado Paulsson.
—Ha conseguido que esta noche maten a un policía
—dijo Mikael.
Erlander asintió con la cabeza.
—Yo conocía personalmente al agente Gunnar Andersson:
estuvo trabajando en Gotemburgo antes de trasladarse
a Trollhättan. Es padre de una niña de tres años.
—Lo siento. Intenté advertírselo…
Erlander asintió con la cabeza.
—Eso tengo entendido. Hablaste muy clarito y por
eso te esposaron. Fuiste tú el que acabó con Wenner s -
tröm. Bublanski dice que eres un puto y descarado periodista
y un loco detective aficionado, pero que tal vez sepas
de lo que hablas. ¿Me puedes poner al día de una forma
comprensible?
—Bueno, todo esto empezó en Enskede con el asesinato
de mis amigos Dag Svensson y Mia Bergman, y del
de una persona que no era amigo mío: el abogado Nils
Bjurman, el administrador de Lisbeth Salander.
Erlander asintió.
—Como ya sabes, la policía lleva persiguiendo a Lisbeth
Salander desde Pascua por ser sospechosa de un triple
asesinato. Para empezar, debes tener claro que es inocente
de esos crímenes. Si a ella le corresponde algún
papel en toda esta historia no es más que el de víctima.
—No he tenido nada que ver con el asunto Salander,
pero después de todo lo que se ha escrito en los medios de
comunicación me cuesta creer que sea inocente del todo.
—No obstante, así es. Ella es inocente. Y punto. El
verdadero asesino es Ronald Niedermann, el mismo que
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ha matado a tu colega Gunnar Andersson esta noche.
Trabaja para Karl Axel Bodin.
—El Bodin que está en Sahlgrenska con un hacha en
la cabeza.
—Técnicamente hablando, ya no tiene el hacha en la
cabeza. Doy por descontado que es Lisbeth la que le ha
dado el hachazo. Su verdadero nombre es Alexander Zalachenko.
Es el padre de Lisbeth y un ex asesino profesional
del servicio ruso de inteligencia militar. Desertó en
los años setenta y luego trabajó para la Säpo hasta la
caída de la Unión Soviética. Desde entonces va por libre
como gánster.
Erlander examinó pensativo al tipo que ahora se hallaba
frente a él sentado en el banco. Mikael Blomkvist
brillaba de sudor y parecía estar no sólo congelado sino
también muerto de cansancio. Hasta ese momento había
presentado argumentos coherentes y lógicos, pero el comisario
Thomas Paulsson —de cuyas palabras Erlander
no se fiaba mucho— le había advertido de que Blomkvist
fantaseaba acerca de agentes rusos y sicarios alemanes,
algo que no pertenecía precisamente a los asuntos
más rutinarios de la policía sueca. Al parecer, Blomkvist
había llegado a ese punto de la historia que Paulsson rechazó.
Pero había un policía muerto y otro gravemente
herido en la cuneta de la carretera de Nossebro, y Erlander
estaba dispuesto a escucharlo. Aunque no pudo
impedir que se apreciara un asomo de desconfianza en
su voz.
—De acuerdo. Un agente ruso.
Blomkvist mostró una pálida sonrisa, consciente de lo
absurda que sonaba su historia.
—Un ex agente ruso. Puedo documentar todas mis
afirmaciones.
—Sigue.
—En los años setenta, Zalachenko era un espía muy
importante. Desertó y la Säpo le dio asilo. Según tengo
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entendido, no se trata de una situación del todo única en
el comienzo de la decadencia de la Unión Soviética.
—Entiendo.
—Como ya te he dicho, no sé exactamente qué ha pasado
aquí esta noche, pero Lisbeth ha dado con su padre,
al que no veía desde hacía quince años. Él maltrató a la
madre de Lisbeth hasta tal punto que tuvieron que ingresarla
en una residencia, donde, al cabo de los años,
acabó falleciendo. Intentó también matar a Lisbeth y, a
través de Ronald Niedermann, ha estado detrás de los
asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman. Además,
fue el responsable del secuestro de la amiga de Lisbeth,
Miriam Wu; el famoso combate de Paolo Roberto en
Nykvarn…
—Pues si Lisbeth Salander le ha dado a su padre un
hachazo en la cabeza, no es precisamente inocente.
—Tiene tres impactos de bala en el cuerpo. Creo que
se puede alegar algo de defensa propia. Me pregunto…
—¿Sí?
—Lisbeth estaba tan sucia de tierra y lodo que su
pelo daba la sensación de ser un casco de barro. Tenía tierra
hasta por dentro de la ropa. Era como si la hubiesen
enterrado. Y, al parecer, Niedermann cuenta con cierta
experiencia enterrando gente. La policía de Södertälje ha
descubierto dos tumbas en aquel almacén de las afueras
de Nykvarn propiedad de Svavelsjö MC.
—La verdad es que son tres: anoche encontraron otra
más. Pero si le pegaron tres tiros a Lisbeth Salander y
luego la enterraron, ¿qué hacía ella de pie con un hacha
en la mano?
—Bueno, no sé lo que pasaría, pero Lisbeth es una
mujer de muchos recursos. Intenté convencer a Paulsson
para que trajera una jauría de perros…
—Están en camino.
—Bien.
—Paulsson te ha arrestado por haberlo insultado.
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—Protesto. Lo llamé idiota, idiota incompetente y
tonto de remate. A la vista de los hechos, ninguno de esos
calificativos son insultos.
—Mmm. Pero también estás detenido por tenencia
ilícita de armas.
—Cometí el error de intentar entregarle un arma.
Pero no quiero hacer más declaraciones sobre ello sin
consultarlo antes con mi abogado.
—De acuerdo. Dejemos eso de lado por el momento;
tenemos cosas más importantes de las que hablar. ¿Qué
sabes de ese tal Niedermann?
—Es un asesino. Le pasa algo, no es un tío normal.
Mide más de dos metros y tiene una constitución física similar
a la de un robot a prueba de bombas. Pregúntale a
Paolo Roberto, que ha boxeado con él. Sufre analgesia
congénita. Es una enfermedad que provoca que la sustancia
transmisora de las fibras no funcione como debiera
y, por consiguiente, el que la tiene no puede sentir
dolor. Es alemán, nació en Hamburgo y durante sus años
de adolescencia fue un cabeza rapada. Es extremadamente
peligroso y anda suelto.
—¿Tienes alguna idea de adónde podría huir?
—No. Sólo sé que lo tenía todo preparado para que
os lo llevarais cuando ese tonto de remate de Trollhättan
asumió el mando.
Poco antes de las cinco de la mañana, el doctor Anders
Jonasson se quitó sus embadurnados guantes de látex y
los tiró a la basura. Una enfermera aplicó compresas sobre
la herida de la cadera de la paciente. La operación
había durado tres horas. Se quedó observando la rapada
y maltrecha cabeza de Lisbeth Salander, hecha ya un paquete
de vendas.
Experimentó una repentina ternura como la que a
menudo sentía por los pacientes que operaba. Según la
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prensa, Lisbeth Salander era una psicópata asesina en
masa, pero a sus ojos parecía más bien un gorrión malherido.
Movió la cabeza de un lado a otro y luego miró a
Frank Ellis, que lo contemplaba entretenido.
—Eres un cirujano excelente —dijo éste.
—¿Te puedo invitar a desayunar?
—¿Hay algún sitio por aquí donde sirvan tortitas con
mermelada?
—Gofres —sentenció Anders Jonasson—. En mi
casa. Cogeremos un taxi, pero antes déjame que haga
una llamada para avisar a mi mujer. —Se detuvo y miró
el reloj—. Pensándolo bien, creo que es mejor que no llamemos.
La abogada Annika Giannini se despertó sobresaltada.
Volvió la cabeza a la derecha y constató que eran las seis
menos dos minutos. La primera reunión del día la tenía a
las ocho con un cliente. Volvió la cabeza a la izquierda y
miró a su marido, Enrico Giannini, que dormía plácidamente
y que, en el mejor de los casos, se despertaría sobre
las ocho. Parpadeó con fuerza un par de veces, se levantó y
puso la cafetera antes de meterse bajo la ducha. Se tomó su
tiempo en el cuarto de baño y se vistió con unos pantalones
negros, un jersey blanco de cuello alto y una americana
roja. Tostó dos rebanadas de pan, les puso queso, mermelada
de naranja y un aguacate cortado en rodajas y se llevó
el desayuno al salón, justo a tiempo para ver en la tele las
noticias de las seis y media. Tomó un sorbo de café y apenas
acababa de abrir la boca para pegarle un bocado a una
tostada cuando oyó el titular de la principal noticia de la
mañana:
«Un policía muerto y otro gravemente herido. Noche
de dramáticos acontecimientos en la detención de la triple
asesina Lisbeth Salander.»
Al principio le costó entender la situación, ya que su
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primera impresión fue que era Lisbeth Salander la que
había matado al policía. La información resultaba escasa,
pero unos instantes después se dio cuenta de que se buscaba
a un hombre por el asesinato del policía. Se había
dictado una orden nacional de busca y captura de un
hombre de treinta y siete años cuyo nombre aún no había
sido facilitado. Al parecer, Lisbeth Salander se hallaba
ingresada en el hospital Sahlgrenska de Gotemburgo con
heridas de gravedad.
Annika cambió de cadena pero no le aclararon la situación
mucho más. Fue a por su móvil y marcó el número
de su hermano, Mikael Blomkvist. Le saltó el mensaje
de que en ese momento el abonado no se encontraba
disponible. Sintió una punzada de miedo. Mikael la había
llamado la noche anterior de camino a Gotemburgo;
iba en busca de Lisbeth Salander. Y de un asesino llamado
Ronald Niedermann.
Cuando se hizo de día, un observador de la policía halló
restos de sangre en el terreno que quedaba tras el leñero.
Un perro policía siguió el rastro hasta una fosa cavada en
un claro del bosque, a unos cuatrocientos metros al noreste
de la granja de Gosseberga.
Mikael acompañó al inspector Erlander. Meditabundos,
estudiaron el lugar. No tardaron nada en descubrir
una gran cantidad de sangre en la fosa y alrededores.
También encontraron una deteriorada pitillera que, al
parecer, había sido usada como pala. Erlander la metió en
una bolsa de pruebas y etiquetó el hallazgo. Asimismo recogió
muestras de terrones manchados de sangre. Un policía
uniformado le llamó la atención sobre una colilla sin filtro
de la marca Pall Mall que se hallaba a unos metros de la
fosa. La colilla fue igualmente introducida en una bolsa y
etiquetada. Mikael recordó que había visto un paquete de
Pall Mall en el fregadero de la casa de Zalachenko.
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Erlander elevó la vista al cielo y vio unas oscuras nubes
que amenazaban lluvia. Según parecía, la tormenta
que la noche anterior había azotado Gotemburgo se desplazaba
por el sur de la región de Nossebro y sólo era
cuestión de tiempo que empezara a llover. Se volvió a un
agente uniformado y le pidió que buscara una lona para
cubrir la fosa.
—Creo que tienes razón —dijo finalmente Erlander
a Mikael—. Es probable que el análisis de la sangre determine
que Lisbeth Salander ha estado aquí, y supongo
que encontraremos sus huellas dactilares en la pitillera.
Le pegaron un tiro y la enterraron pero, Dios sabe cómo,
sobrevivió, consiguió salir y…
—… y volvió a la granja y le estampó el hacha a Zalachenko
en toda la cabeza —concluyó Mikael—. Es una
tía con bastante mala leche.
—Pero ¿qué diablos haría con Niedermann?
Mikael se encogió de hombros. Respecto a eso, él estaba
tan desconcertado como Erlander.
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