sábado, 28 de diciembre de 2013

LOS ESCRITORES Y SUS ENFERMEDADES

Cuando el genio literario emerge del sufrimiento


¿Dónde anida el genio literario? ¿Qué trama singular les da a algunos la posibilidad de descubrir mundos ocultos detrás del mero pragmatismo de la palabra?
A fines del siglo XIX, el controvertido médico y antropólogo italiano Cesare Lombroso, padre de la criminología, encontró una respuesta tentativa a esta pregunta. En Genio e follia (Genio y locura, Brigola, Milán, 1872 y 1882), planteó que el don artístico es una forma de desequilibrio mental. Para sustentar su hipótesis, se dedicó a coleccionar lo que llamó "arte psiquiátrico" (escritos, dibujos y pinturas realizados por pacientes encerrados en hospitales mentales) y vinculó la creatividad con la esquizofrenia, por el alto índice de pacientes que plasmaban su tormentosa existencia en una obra artística.
El insidioso vínculo que parece tenderse entre las mentes creativas y la enfermedad es un tópico que reaparece insistentemente cuando se trata de explicar esa cualidad inasible que poseen ciertas personas de ir más allá de la realidad aparente y ver fractales donde la mayoría de los demás apenas percibimos ángulos rectos. "El arte transforma en novedoso lo cotidiano, en original lo repetitivo y ordinario -dice el doctor Facundo Manes, presidente de la Fundación Ineco y director del Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro-. La obra de arte permite interpretar con nuevas claves lo conocido y construir nuevos sentidos colectivos. Y es el genio artístico el que tiene la capacidad de generar aquello extraordinario que la sociedad percibe y admira como maravilloso."
Aunque las neurociencias desmienten que sea imprescindible sufrir demencia o esquizofrenia para ser un genio creativo, explica Manes, mucho de lo que se sabe sobre creatividad y cerebro se conoce por personas que desarrollaron talentos artísticos luego de expresar una disfunción cerebral. "Kandinsky descubrió su problema neurológico, denominado sinestesia, durante un concierto de Wagner, en el que percibió que veía los colores de la música -cuenta-. Diversos estudios sugieren una asociación entre la enfermedad bipolar y la creatividad. Personas con afectación progresiva del lóbulo frontal pueden desarrollar talento creativo luego del comienzo de la enfermedad, más allá de no haber tenido una historia personal de producción artística previa. Una hipótesis es que luego del daño frontal, los sistemas de inhibición se liberan. Algunos proponen que la innovación surge cuando áreas del cerebro que generalmente no están conectadas logran comunicarse y coactivarse."
Desde el célebre Bobby Fisher hasta el malogrado pianista australiano David Helfgott (el de la película Claroscuro), Beethoven o el matemático ruso Grigori Perelman (que rehusó recibir la medalla Fields y un premio de un millón de dólares para vivir recluido en un modesto departamento junto a su madre), la historia de las grandes mentes sugiere que no se alcanzan las altas cumbres del pensamiento sin una dosis de sufrimiento y desequilibrio.
La literatura es un capítulo particularmente elocuente de cómo se entretejen las penurias y la creación. En Orwell's Cough (La tos de Orwell, Oneworld Publications, 2012), el médico infectólogo e investigador de la Universidad de Harvard, John Ross, argumenta que, en individuos dotados, períodos juveniles de infelicidad podrían impulsar logros literarios de dos maneras: aumentando el riesgo de desórdenes del ánimo, que se vinculan con la creatividad, y desarrollando la fantasía y la imaginación. "El genio literario emerge más frecuentemente del fracaso y la pena que del confort y la complacencia", dice Ross.
A la manera de un doctor House histórico, en su obra el especialista pone la lupa sobre una paleta de estrellas del panteón literario occidental, y sigue las huellas que dejaron en sus escritos y en sus biografías para reconstruir las dolencias que no sólo no detuvieron su trabajo creativo, sino que parecen haber contribuido a alimentarlo. Como afirma Faulkner en una de las entrevistas de The Paris Review reunidas en El oficio de escritor (Ediciones Era, 1968):
Un artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y suele estar demasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a cualquiera y a todo el mundo con tal de realizar la obra.

LA LETRA DE SHAKESPEARE

Aunque a veces se cree que para llegar a ser un gran escritor se necesita una sólida educación formal y que la tranquilidad económica ampara la creación artística, muchos ejemplos indican lo contrario. Este escenario parece haberse cumplido en el caso de William Shakespeare, quienquiera que haya sido, que habría escrito gran parte de su producción abrumado por la enfermedad.
El único hecho médico que se conoce acerca del bardo inglés es que su letra se hizo temblorosa hacia el final de su vida y a partir de allí Ross hilvana sus hipótesis. La letra del poeta y dramaturgo empeoró gradualmente desde los 36 años, cuando escribió Hamlet, hasta su muerte, a los 52. Aparentemente, eso podría atribuirse al envenenamiento con mercurio, un indicador de que habría sufrido sífilis, enfermedad venérea que se había transformado en una verdadera plaga a fines del siglo XVI.
Se cree que la sífilis llegó a Europa con la tripulación de Colón. Estudios recientes respaldan esta tradición, ya que no se encontraron trazas de sífilis en varios miles de esqueletos europeos del siglo XV, pero hasta el catorce por ciento de los esqueletos de sitios precolombinos de la hoy República Dominicana tenían signos de daño óseo sifilítico.
"Las referencias a la sífilis en Shakespeare son más abundantes, intrusivas y clínicamente exactas que en sus contemporáneos", dice Ross. El tratamiento de rutina consistía, precisamente, en vapores de mercurio, que provocan temblor, gingivitis y una constelación de cambios de la personalidad. Casi un siglo más tarde, Newton tuvo un prolongado episodio de paranoia, insomnio y aislamiento social entre cuyas causas se menciona también un posible envenenamiento por mercurio (originado en sus estudios de la alquimia). Análisis de sus cabellos detectaron un contenido de 197 partes por millón, comparado con valores modernos de menos de 1,4 ppm.

LA CEGUERA DE BORGES Y DE MILTON

Perder la visión es una de las circunstancias más dolorosas que pueden sobrevenirle a cualquier persona, pero para un escritor es un obstáculo monumental. Sin embargo, después de la figura fundacional de Homero, dos obras insoslayables se deben a escritores ciegos. Uno de ellos es Borges, acosado toda su vida por graves problemas de visión, que culminaron en la ceguera total cuando tenía 55 años.
"La ceguera de Borges es hereditaria por línea paterna -cuenta su mujer, María Kodama, creadora y directora de la Fundación Internacional que lleva el nombre del escritor-. Su padre murió ciego y su abuela inglesa también. Él fue extremadamente miope desde muy chico y sabía que iba a quedar ciego. Entonces ejercitó su memoria para poder recordar en el futuro lo que pensaba que algún día sería incapaz de leer."
Según recuerda Kodama, en su juventud Borges tuvo varios desprendimientos de retina y también puede haber padecido glaucoma (inapropiado drenaje del humor acuoso, lo que aumenta la presión intraocular y daña el nervio óptico). "Es una observación mía -aclara-, pero quizás sus problemas estuvieran relacionados además con la diabetes, que sufrió de joven."
Cuando lo nombraron director de la Biblioteca Nacional, Borges escribió "El poema de los dones":
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que sólo pueden
leer en las bibliotecas de los sueños.
Según cuenta Kodama, la ceguera de Borges no era total, sino que él estaba en una penumbra, una luz azulada. Ése fue el último color que perdió.
Para seguir escribiendo, les dictó a su madre, a amigos y hasta a periodistas que iban a entrevistarlo. Tenía una memoria prodigiosa: "Me acuerdo de una de las primeras veces que me dijo que buscara una nota en un libro -cuenta Kodama-. Lo hojeo y, de pronto, veo algo que decía 'contradicción, ver en la página tal'. Entonces me dice que mire en la portadilla. ¡Era una anotación de cuando tenía 16 años!" Y sigue: "Nunca se quejó, nunca dijo '¿por qué a mí?' . Eso demuestra una entereza de carácter. Hay una foto que tengo en la sala de conferencias en la que Borges está con los ojos cerrados muy apretados. Era la imagen de cuando comenzaba la creación, la ceguera sola no le bastaba. Para mí esa foto tiene un significado muy fuerte. Era el momento de máxima concentración".
John Milton también quedó ciego en la mitad de su vida, pero se sobrepuso y escribió nada menos que El paraíso perdido. Ross conjetura en su libro:
Al parecer, Milton exhibía dificultades interpersonales que sugieren un grado de 'autismo de alto rendimiento' o síndrome de Asperger. La gente con ese trastorno tiene problemas en aspectos de la interacción social que son intuitivos para la mayoría de las personas. Pueden tener grandes capacidades intelectuales, pero el comportamiento común les es misterioso.
Milton comenzó a perder su visión del ojo izquierdo en 1644, a los 36 años, y cinco años más tarde perdería la del ojo derecho. Lo trataron haciéndole heridas cerca de los ojos que se mantuvieron abiertas para que "escaparan los malos humores". En 1652 se volvió totalmente ciego. Aunque no se sabe con precisión, se especula que se debió a enfermedades de la córnea, cataratas (opacificación del cristalino), glaucoma o desprendimiento de la retina causado por una miopía grave.
Pero además de la ceguera, Milton desarrolló fuertes cefaleas y dolorosos trastornos digestivos. También sufrió de artritis gotosa. Ambos cuadros sugieren envenenamiento con plomo, que afecta los riñones, produce aumento de ácido úrico y daña la red nerviosa intestinal. También causa anemia.
Por sus actividades políticas, los libros de Milton fueron quemados y él, encerrado en la Torre de Londres. Abandonado por sus hijas debido a los malos tratos que les dispensaba, para completar El Paraíso perdido debía dictarle entre 10 y 30 líneas diarias a alguno de sus muchos admiradores. Murió a los 65 años, probablemente de una arritmia cardíaca.
Desde siempre, se cree que locura y creación tienen algo en común. Uno de los casos más sobrecogedores que ilustran la connivencia de literatura y psicosis es el del poeta Jacobo Fijman. Nacido en 1898, sus crisis empezaron en 1921. Se volvió místico y se convirtió al catolicismo. En 1942 lo internaron definitivamente por psicosis delirante hasta su muerte. En su notable Fijman, un poeta entre dos vidas, (Ediciones de la Flor, 1992), Juan Jacobo Bajarlía describe el viaje del escritor al fin de la noche:
La vida de Fijman fue una dispersión [...] donde la realidad no estaba en la cosa sino en la palabra. En ella residía su magnitud y su delirio [...]. Sólo fue coherente en su poesía, allí donde las tinieblas y la realidad dejan de combatirse.
Fijman murió en lo que es hoy el Hospital Borda, el 1° de diciembre de 1970. En la morgue, escribe Bajarlía, "tenía un cartel sujeto con un piolín a uno de los dedos del pie en el que se leía: 'Jacobo Fijman, 72 años, muerto de edema pulmonar'".
Jonathan Swift, el creador de Los viajes de Gulliver, novela cuyo protagonista enloquece por contemplar tan de cerca los defectos de la naturaleza humana, sufrió de depresión desde la adolescencia y en 1689 padeció el primer ataque de una extraña enfermedad que lo perseguiría el resto de su vida. Le causaba vértigo, tinnitus (percepción de sonidos que no provienen de ninguna causa externa) y pérdida de la audición. Probablemente, sufrió la enfermedad de Menière, un trastorno progresivo que daña el oído interno, y que le causó problemas de concentración y de memoria.
Además, también padecía trastorno obsesivo compulsivo. Era higiénico hasta un grado extraordinario para el siglo XVIII, "cuando se lavaba la ropa pero raramente el cuerpo -cuenta Ross-. Era puntual y de hábitos monótonos, hacía listas y contaba sus pasos cuando caminaba. Se ejercitaba obsesivamente y caminaba entre seis y dieciséis kilómetros por día. Vivía pendiente del reloj. En sus cenas, nadie podía hablar más de un minuto por vez, incluido él".
Los viajes de Gulliver se publicó en 1726 y tuvo un éxito inmediato. Swift pasó a ser famoso pero miserable. Deseaba la muerte. Sus biógrafos mencionan que padecía alucinaciones. Horrorizado por la senilidad, en una carta de 1735 a su amigo Alexander Pope le confiesa que su "memoria lo está abandonando rápidamente". Un año más tarde todas sus facultades habían decaído y sus pasiones estaban fueran de control, lo que lo convertía en "un tormento para sí mismo y para todos los que lo rodeaban".
Se hizo más grosero y maltrataba a las mujeres, signos característicos de demencia frontal o enfermedad de Pick. Pero a pesar de sus penurias físicas y mentales, su pico creativo fue tardío: gran parte de su obra se conoció después de que cumplió 50 años, incluyendo sus poemas escatológicos, lo que permite preguntarse si su originalidad fue un subproducto de la demencia.

LA TOS DE LAS HERMANAS BRONTË

Si hay una patología asociada con la literatura es la tuberculosis. "El mito de la tuberculosis ofrecía algo más que una explicación de la creatividad -escribe Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas (Random House Mondadori, 2012)-. Daba un modelo importante de la vida bohemia, vivida con o sin la vocación artística."
Un artículo de la edición de marzo de 1964 de la revista para médicos MD, dedicado a Alejandro Dumas padre, confirma que la tisis era la enfermedad de moda. Tanto que éste, afirma el autor de la nota,
se vio obligado a contagiar a una de sus heroínas con el bacilo de Koch . Cuando la novela Amaury se publicaba por entregas, Dumas tuvo noticias de que la hija de un noble y el yerno de éste, ambos tuberculosos, esperaban ansiosos la publicación de los diferentes capítulos como si quisieran averiguar cuál sería su propio destino. Interrumpió la publicación de la obra y le envió a la romántica pareja un desenlace falso, pero feliz; sólo después de muertos los dos permitió que siguiera la serie.
También se cuenta que, cuando ambos la padecían, Keats consolaba a Shelley diciéndole que era "una enfermedad particularmente amiga de la gente que escribe versos". La sufrieron Bécquer, Kafka y Chejov, entre muchos otros. Pero las hermanas Brontë representan, sin duda, un caso especial. Charlotte, que escribió Jane Eyre; su hemana menor, Emily, autora de Cumbres borrascosas; así como sus dos hermanas mayores, María y Elizabeth, contrajeron la tuberculosis al igual que otras 36 alumnas de una clase de 53 chicas que estudiaban en la Clergy Daughter's School, donde dormían hacinadas y se levantaban a las cinco de la madrugada para tomar un desayuno lamentable y lavarse con agua congelada. María y Elizabeth murieron a los once y diez años, respectivamente. Charlotte y Emily seguirían ese camino varios años después.
Emily Brontë era una personalidad extraña. Sus biógrafos dicen que nunca mostró interés por un humano; todo su amor estuvo reservado a los animales y hay quienes atribuyen sus peculiaridades al síndrome de Asperger (son adictos al trabajo, tienen excelente memoria y retención de los detalles, frecuentemente poseen grandes habilidades verbales y pueden encontrar un aspecto terapéutico en la creación artística). Hacia fines de 1848, y después de meses de toses, debilidad y falta de aire, fue languideciendo cada vez más y murió en diciembre de 1848.
Charlotte, sumida en la depresión, se refugió en la escritura. Casada a los 38 años, a los seis meses se embarazó, desarrolló hiperemesis gravídica (náuseas y vómitos continuos, un trastorno que afecta al uno por ciento de las embarazadas) y fiebre, un cóctel que inclinó la balanza a favor de la malnutrición, la tuberculosis y, finalmente, la muerte.

LA BIPOLARIDAD DE HERMAN MELVILLE

Uno de los ocho hijos de un importador de bienes de lujo franceses, Herman Melville, parece haber heredado la vulnerabilidad al desorden bipolar de su padre que, tras huir de Manhattan por un quebranto comercial, cayó en el delirio. Según afirma Ross, su desorden habría impulsado la carrera literaria del creador de Moby Dick, pero también aceleró su caída.
A los doce años, Herman debió emplearse en un banco para sostener a su familia. Sin educación formal, pero voraz lector, se embarcó por primera vez cuando tenía 19 años, en enero de 1841. Después de viajar a ese Edén de los marinos que era la Polinesia, se transformó en escritor. Produjo toda su obra acosado por la bipolaridad, la depresión, el trastorno obsesivo compulsivo y los problemas con el alcohol. Existen indicios de que habría maltratado a su mujer y a sus hijos. En sus escritos abundan las referencias a la locura y a la depresión.
Pero dado que también sufrió ataques de dolor ocular y fotofobia, reumatismo y otros males, en su libro Ross sugiere que habría padecido una enfermedad autoimmune, espondilitis anquilosante, que conduce a la inflamación y endurecimiento de articulaciones vertebrales, sacroilíacas y de los ojos. Además, tuvo artritis en ambas manos, gota, y erisipela, una infección de la piel causada por estreptococos, que sin embargo no le impidió escribir la nouvelle Billy Budd. Murió a los 72, en 1891, aparentemente por fallas de una válvula cardíaca.

CERVANTES Y JACK LONDON

Para comprender cómo las incomodidades y la enfermedad pueden alumbrar obras maestras basta con pensar en el Quijote. Es sabido que Cervantes lo escribió en sus últimos años y en medio de todo tipo de sufrimientos. Aquejado de una sed constante, probablemente a causa de una diabetes avanzada, en esos días su organismo ya se encontraba en un estado calamitoso. Según se lee en el prólogo de las Novelas ejemplares, el escritor confiesa:
Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y nariz corva, [...] los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis y ésos mal acondicionados y peor puestos [...] es el rostro del autor de la Galatea y de Don Quijote [...]. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo; herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa.
Un caso no tan conocido es el de Jack London. A los 21, cuando se convirtió en escritor, ya había sido marinero, cazador de focas, boxeador y buscador de oro, entre otras actividades. La llamada de la selva lo catapultó a la fama y la riqueza. Fue el primer escritor en ganar un millón de dólares (aunque su madre lo había sacado de la escuela a los trece años para mandarlo a trabajar 14 horas por día a 10 centavos la hora.).
Durante sus viajes sufrió escorbuto y gonorrea. En las islas Solomon, una enfermedad provocada por la misma bacteria que la sífilis, pero transmitida por la picadura de insectos le causó sufrimientos horrorosos. También tuvo impresionantes inflamaciones en sus manos y uñas, tal vez a causa del envenenamiento por mercurio.
Luego, cuando viajó a México para informar sobre la revolución mexicana, cayó enfermo de disentería. Quiso combatirla con estricnina, belladona, heroína, opio y morfina. Pero a pesar de todo, produjo 49 libros en 19 años. Escribía 15 horas por día y raramente dormía más de cinco horas por noche. A los 40, tenía cálculos renales y la dentadura arruinada. El 22 de noviembre de 1916 su valet lo encontró azul. En el suelo, había una jeringa y dos viales de morfina.

LOS OJOS DE JOYCE

James fue uno de los diez hijos de Stanislaus Joyce. Iba a ser médico pero un desastre comercial de su padre le impidió graduarse. Sus trastornos de salud empezarían con los problemas venéreos, pero no terminarían allí.
Aunque fue un escritor disciplinado, que subordinaba todo a su trabajo (completó Dublinenses en 1907 y Retrato de un artista adolescente en 1914), al finalizar su primera obra tuvo un ataque de poliartritis e iritis, o inflamación del iris. Se sospecha que en realidad la enfermedad de Joyce fue una artritis reactiva, enfermedad autoinmune desencadenada por una infección genital o por diarrea ocasionada por ciertas bacterias. Terminaría perdiendo casi totalmente la visión debido a la inflamación, las operaciones y las complicaciones.
En 1917, mientras escribía Ulises, tuvo varios ataques de glaucoma y uno particularmente grave que obligó a su oftalmólogo a removerle parte del iris para aliviar la presión. En 1920, ya instalado en París, pasó cinco semanas en un cuarto oscuro y recibiendo gotas de cocaína como anestésico, lo que puede haber empeorado el cuadro y agravado su glaucoma. Entre septiembre de 1922 y junio de 1926 tuvo nueve operaciones oculares. Al cabo de las cirugías, casi no veía con el ojo izquierdo.
Durante la última década de su vida, la esquizofrenia de su hija, Lucía, lo precipitó en la depresión mientras padecía dolorosas úlceras pépticas y una peritonitis que resultó fatal.
Nacido como Eric Blair en la India, en 1903, George Orwell tuvo tos crónica desde chico y contrajo el dengue en Birmania. Sufrió la pobreza y trabajó como lavaplatos en París. Tenía episodios de tos todos los inviernos, sin embargo, los tests para detectar tuberculosis siempre arrojaban resultados negativos.
Mientras participaba en la guerra civil española, una bala de Mauser le atravesó el cuello. pero no lo mató. Luego de recuperarse, escribió Homenaje a Cataluña en cuatro meses, no obstante, en marzo de 1938 empezó a toser grandes cantidades de sangre. Estaba muy delgado y con sus pulmones en un estado lamentable. Lo internaron y lo sometieron a una batería de tests. Los análisis volvieron a arrojar resultados negativos. El diagnóstico fue bronquiectasia crónica del pulmón izquierdo, una complicación de neumonía o bronquitis mal curadas en la niñez, en una época en que no existían los antibióticos.
En un período de buena salud escribió Rebelión en la granja. Este libro y el posterior, 1984, le trajeron la fama, pero ya no podría disfrutarla. Después de la muerte de su mujer en una cirugía por tumores uterinos, y de quedar a cargo de un hijo recientemente adoptado, pasó los últimos 18 meses de su vida en la isla escocesa de Jura, sin electricidad ni agua caliente. Murió de tuberculosis en 1950, poco después de que 1984 se transformó en un éxito editorial.

LA EPILEPSIA DE DOSTOIEVSKI

Hubo muchos escritores que padecieron epilepsia -como Flaubert, Poe, Dickens y Agatha Christie- pero sin duda Dostoievski es el más famoso de todos. Hijo de un cirujano militar retirado, desde 1860 registró meticulosamente sus ataques en una libreta. Documentó 102 convulsiones "de todos tipos" en 20 años, con largas épocas en las que sufría un episodio cada tres semanas.
Son numerosos los estudios neurológicos que intentan develar de qué tipo era la epilepsia que aquejaba al escritor. En uno de ellos, publicado en la revista Seizure, se destaca que la enfermedad influyó en su escritura y su estilo. Christian Baumann, Vladimir Novikov, Marianne Regard y Adrian Siege explican:
Su lenguaje es nervioso, tenso e impulsivo. Sus frases son frecuentemente largas y complicadas, contienen una colorida aglomeración de palabras y expresiones, términos oficiales, periodísticos y científicos, palabras extranjeras, nombres y citas. [.] Muchos eventos de las novelas de Dostoievski comienzan súbitamente, sin preparación o explicación -como las convulsiones-. [.] Escribía de manera minuciosa, usando cada espacio vacío de la página. Mostró una tendencia hacia la escritura compulsiva y sus escritos a menudo estaban vinculados con problemas morales, éticos o religiosos, lo que podría reflejar cambios de comportamiento dscriptos en la epilepsia temporal.
No es difícil entender por qué el vínculo entre enfermedad y creación apasiona a los científicos. "Observar la incidencia de enfermedades en los procesos creativos nos permite modificar nuestros pareceres sobre las enfermedades, pero también sobre los procesos creativos -afirma Manes-. El interés en una tarea artística lleva a un alto estado de motivación que produce una atención sostenida, necesaria para mejorar el rendimiento en otros dominios cognitivos. La creatividad puede ser entrenada, pero también hay una carga genética que la predispone. En el estudio de la producción artística de personas con enfermedades mentales hay mucho para aprender sobre el cerebro, sobre las enfermedades en sí mismas y, por qué no, sobre la historia del arte y la cultura. Pero también, y de manera más inquietante, está la posibilidad de interpelarnos sobre la idea de lo normal, de lo establecido, de los prejuicios negativos que muchas veces surgen sobre aquello que se manifiesta como diferente en la sociedad. De esa diferencia, muchas veces, ha surgido la maravilla."
Las fórmulas creativas están siempre veladas por el misterio. El mausoleo de la posteridad lima muchas de las posibles interpretaciones, como en el caso del novelista y dramaturgo japonés Yukio Mishima, nacido en una familia de fortuna y con aspiraciones aristocráticas, que sufrió tuberculosis en su juventud para luego sumirse en un extraño culto del cuerpo, y delirios que lo llevaron a formar una milicia privada y a ejecutar un tenebroso suicidio ritual. O, entre los más cercanos, Alejandra Pizarnik, poeta de culto entre las nuevas generaciones de escritores, cuya turbulenta y desesperada voz poética la llevó a borrar los límites entre la literatura y la realidad, y terminar sucidándose a los 36 años con 50 pastillas de un barbitúrico, durante una salida de fin de semana del hospital psiquiátrico en el que estaba internada. O el de Julio Cortázar, al que un padre ausente y una niñez enfermiza convirtieron en lector y escritor precoz y, ya en París, a ser una estrella fulgurante del boom latinoamericano de los años sesenta.
Por supuesto, este breve catálogo no pretende agotar los innumerables recorridos que sigue la literatura. Como en todos los órdenes de la vida, hay escritores ricos y pobres, estudiosos e intuitivos, enfermizos y longevos. Faulkner lo explica sin vueltas:
El artista es responsable sólo ante su obra. [...] Tiene un sueño, y ese sueño lo angustia tanto que debe liberarse de él. Hasta entonces no tiene paz. Lo echa todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, con tal de escribir el libro.
Y más adelante agrega: "Nada puede destruir al buen escritor. Lo único que puede alterar al buen escritor es la muerte"..


Radiografía crítica del poder kirchnerista

Investigación. “La Dueña”, de Miguel y Nicolás Wiñazki, es un retrato riguroso sobre los negocios y la salud de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner.




Esa mujer dejó jirones de su vida en el poder. Y murió a los 33 años. Esta mujer quedó viuda repentinamente y afronta la soledad del poder. No volverá convertida en millones como Esa mujer, que sí volvió y se convirtió en los millones que se elevaron junto con su mito. Esta mujer es la de los millones de billetes, de una nueva patria financiera encubierta bajo falsas palabras de justicia. Esta mujer es la Dueña y tiene un inmenso poder”.
El párrafo es de La Dueña. Historia oculta de los negocios secretos, los vínculos personales y la salud de la mujer más poderosa, más amada y más odiada de la Argentina, acaso la investigación periodística más exhaustiva y completa sobre los escándalos que envuelven a Cristina Fernández de Kirchner y a un grupo de funcionarios y empresarios que la rodean. El trabajo es de los periodistas Miguel y Nicolás Wiñazki. El primero es el padre y el segundo es el hijo, por lo que ambos comparten la poco común aventura autoral. “Wiñazki hijo investiga y Wiñazki padre reflexiona. La ruta del dinero K contada por dos generaciones del mejor periodismo: Máximo, Boudou y también Cristina, preocupada por las diferencias entre Chanel y Ferragamo.


"La Dueña no es un libro. Es una bomba”, arriesga desde la contratapa Jorge Lanata. Como suele ocurrir en estos casos, este trabajo es algo más que un perfil, una biografía política o una indagación psicológica sobre un personaje empeñado a toda costa en no eclipsarse como figura trascendente. Es, también, una radiografía crítica del poder durante la era kirchnerista, un espejo de lo que nos pasa, de lo que supimos conseguir o no pudimos impedir en estos años de vida democrática.
Enfatizan los autores que desde 2003 hasta que murió, Kirchner y esta mujer tomaron por su cuenta la suma del patrimonio del Estado, distribuyeron entre sus amigos el negocio de la obra pública, el petróleo, la caja del transporte público, penetraron el centro de decisiones de los bancos públicos y privados y entregaron a otros amigos el negocio del juego. Irrumpieron en los medios para golpear a Clarín, enriquecer a sus aliados y dominar el 80% de la información nacional. También se adueñaron de los fondos de las AFJP y de las nacionalizadas YPF, Correo, Aguas Argentinas y Aerolíneas. Ya sola, CFK extremó el control de los jueces federales, hizo del Parlamento una escribanía del FPV, aumentó desde el INDEC la manipulación de los datos de inflación y pobreza e hizo de la AFIP una agencia de protección para los amigos en sus negocios, y de persecución para medios, periodistas, cineastas, sindicalistas y empresarios díscolos.
Dos pilares de este trabajo –con peso específico en la última derrota electoral– son la ruta y lavado del dinero K y el escándalo Ciccone. Si bien mucho se ha difundido en diversos medios, esos temas aparecen aquí completados y a modo de dossier por uno de sus primeros investigadores. Tampoco falta el abordaje del vínculo real entre Cristina y su vice. Y resultan sorpresivos los datos biográficos y de Máximo: surgido de la oscuridad a partir de la muerte de su padre, encontró un lugar en la política secreta y un arma de protección, tanto para él como para su madre, en el uso del silencio. Hoy los autores vislumbran en él al “nuevo dueño”.
El texto revela los alcances de la propaganda K, donde ni el derrumbe electoral ni la enfermedad modificaron la manía por “editar” la realidad, por más que el modelo parezca disolverse y su relato luzca cascoteado. También están los intelectuales de baja intensidad, el puñado de blancas cabezas setentistas de Carta Abierta, utilizado para encubrir la corrupción oficial, cuyo pensamiento crítico y honestidad intelectual dejó consagrado Ricardo Forster con su “ Yo qué carajo sé cómo hizo el dinero Lázaro Báez”. Con todo, el muy hermético Horacio González, director de la Biblioteca, tiene un capítulo de su puño y letra, porque “hubiera sido injusto que no hubiese una voz cristinista en el texto”, dicen los autores.
Otro abordaje interesante se refiere a la resurrección política y personal de la Presidenta, catapultada desde el lecho de muerte de su esposo. Hitos decisivos en la formación de su carácter –la soledad, el maltrato, la fragilidad, la enfermedad– son analizados con rigor para desentrañar una personalidad tan enigmática como inquietante, especialmente ante pruebas de fuego como la masacre de Once, con su demorado e inexplicable “vamos por todo”.
Pero lo interesante es la simulación, dicen los autores. Cristina fue lo más diferente de sí misma que alguien pudiera imaginarse. Y agregan: su trasmutación de socialdemócrata retórica en líder brusca y personalista revela quizá el rasgo central de su personalidad. Antes del poder sabía mostrar su lado luminoso. Ya en el poder exhibió su lado más oscuro. La cita de Elisabeth Roudinesco remite a “un caso de perversión”. “Es algo más profundo y grave que la demagogia. Es más que cinismo –concluyen–, es una característica que no sólo remite a Cristina sino a la sociedad toda”.

viernes, 20 de diciembre de 2013

LA SELECCION DE LOS ESCRITORES- LOS LIBROS DEL 2013


ELIGEN LOS ESCRITORES

  • Tamara Kamenszain
    Más allá de los géneros
    La novela de Lacan. Jorge Baños Orellana
    (El Cuenco de Plata)
    Mi libro enterrado. Mauro Libertella (Mansalva)
    Subrayados. María Moreno (Mardulce)
    Me gusta de los tres que no quieren ser novelas. Desde la ironía del título y para urdir el relato que lleva del psiquiatra al psicoanalista, La novela de Lacan se desmiente como biografía y como ensayo. En Mi libro enterrado el autor, al autodefinirse hijo, muestra que descree de los mundos novelados. Y en Subrayados me quedo con las lecturas que el personaje María Moreno vuelve ficción.
  • Matías Capelli
    Las palabras y las cosas
    Cuadernos de lengua y literatura V, VI y VII. Mario Ortiz (Eterna Cadencia). Sea en prosa o en verso, los sucesivos cuadernos del escritor bahiense sedimentan una exploración del filamento que une las palabras con las cosas.
    Intercambios sobre una organización. Violeta Kesselman (Blatt & Ríos). Kesselman escribió cada frase de su primer libro con el mismo rigor y compromiso con el que los jóvenes protagonistas de sus cuentos se cuestionan qué hacer y cómo llevarlo a cabo.ß Modo linterna. Sergio Chejfec (Entropía). Como un Sebald porteño y expatriado, los relatos documentales de Chejfec lo revelan menos moroso que en sus novelas, más condensado.
  • Liliana Heker
    La alquimia de la escritura
    Encuentro con Munch. Sylvia Iparraguirre. La aventura del viaje, el humor, la extraña alquimia de la escritura, ciertos deslumbramientos, se van cruzando con sabiduría en este libro, especie única en nuestra literatura, conmovedoramente bello.
    Hacia la boda. John Berger (Alfaguara). Es una reedición. Una se sumerge en sus páginas como en una música y paso a paso va descubriendo que -como casi toda la obra de su enorme autor- esta novela, luminosa y poética, está construida, simplemente, con el barro común de nuestro tiempo.
    Laura (Vida y militancia de Laura Carlotto). María Eugenia Ludueña (Planeta). Estructurado como un testimonio polifónico, este libro, entrañable y objetivo a la vez, recrea como pocos el espíritu de los años setenta, la vida cotidiana y la militancia de tantos jóvenes que vivieron y murieron por el sueño de un mundo más justo.
  • Griselda Gambaro
    Un libro sobre el holocausto
    Necrópolis. Boris Pahor (Anagrama). Es el libro más conmovedor que leí sobre el holocausto. Cuenta el horror con una prosa simple y desgarradora.
    Un día cualquiera. Hebe Uhart (Alfaguara). Por el encanto de una escritura que descubre la esencia de las pequeñas cosas
    El síndrome de Elsinore (Desde la gente). Alberto Catena pregunta con sagacidad y Eduardo Rinesi contesta con la misma sagacidad y cierta gracia desacralizadora sobre temas filosóficos, sociales y políticos
  • Elvio Gandolfo
    Crónicas marcianas
    Modo linterna. Sergio Chejfec (Entropía). Cuentos precisos, obsesivos por momentos. Renueva los relatos sobre escritores y coloquios. Memorable búsqueda de la tumba de Saer en París.
    El gran surubí. Pedro Mairal (Orsai). Circuló en revista, y ahora en libro lujoso. Novela en sonetos, logra romper temores de despiste, en un mundo duro, salvaje, perverso, con final magistral.
    Visto y oído. Hebe Uhart (Adriana Hidalgo). El mejor libro de viajes de Uhart. Liberada de los topes de las revistas o suplementos, circula por Paraguay, Tandil y otros lugares, con mirada marciana.
  • Edgardo Cozarinsky
    Moreno, Piglia y Markson
    Subrayados. María Moreno (Mardulce)
    El camino de Ida. Ricardo Piglia (Anagrama)
    Esto no es una novela. David Markson (La Bestia Equilátera)
  • Gustavo Ferreyra
    Obras que irrumpen
    El bien. Jorge Consiglio (Edhasa)
    Lumbre. Hernán Ronsino (Eterna Cadencia)
    Polígono Buenos Aires. Marcos Herrera (Edhasa).
    Elijo novelas que amplían los horizontes de tres obras que vienen irrumpiendo (como ocurre en la literatura argentina, sin irrumpir en realidad) en la última década (El bien, de hecho, es una reedición). Son obras que trabajan como placas tectónicas los subsuelos de la narrativa, cuyos movimientos ya resquebrajan la superficie y empiezan a generar curiosidad.
  • María Rosa Lojo
    Novelas argentinas
    El pájaro de hueso. María Carman (Mondadori)
    El relato bucea en la memoria oculta y negada de la nación cruzando la historia de dos gemelos (uno de los cuales fue apropiado en un secuestro durante la última dictadura), con la cultura qom: otro cuerpo extraño y paralelo, no reconocido en el imaginario oficial; algo del Eisejuaz de Sara Gallardo reverbera en la poesía trágica de este libro también singular.
    La palabra. Pablo Urbanyi (Catálogos)
    Es una novela implacable y melancólica, con un intrincado tejido de voces, testigos y relatores, que ofrece un ácido balance de la cultura occidental y sus parámetros de consumo y triunfalismo, a través de la vida y muerte de su protagonista, un profesor argentino exiliado en el "Primer Mundo".
    Tratado sobre las manos. Miguel Vitagliano (Eterna Cadencia).
    Se basa en una idea de gran potencia: que la verdadera obra de un crítico/lector puede estar dispersa en las notas escritas en los libros de su biblioteca. Nada complaciente con la figura del académico y sus vanidades, Vitagliano crea un gran personaje: Lidia, viuda del maestro, que recoge con una mezcla de ironía y veneración los tesoros olvidados en los márgenes.
  • María Sonia Cristoff
    Lectura adictiva
    Subrayados. María Moreno (Mardulce). Una experiencia infrecuente en estos ensayos literarios, en los cuales la agudeza avanza y deja al borde del camino, derrotados, a los habituales contrincantes del pensamiento crítico: las genuflexiones bibliográficas, la seriedad mal entendida, el podio verticalista. ¿Algunas de las armas de María Moreno? Mucha lectura caprichosa, gran sentido del humor, inteligencia indómita.
    Bajo el sol. Las cartas de Bruce Chatwin (Sexto Piso). Un fenómeno paranormal -Chatwin nos manda, póstuma, una autobiografía epistolar- y, a partir de ahí, al menos dos efectos: una suerte de reencuentro amoroso para los que ya lo conocemos y, para los que no, la oportunidad de entrar en contacto con un escritor deslumbrante.
    Esto no es una novela. David Markson (La Bestia Equilátera). Segunda dosis de una lectura adictiva que ya había empezado con La soledad del lector y que nos arroja al centro de una prosa en la que lo documental convive con lo autobiográfico y lo ficcional sin por eso derivar en ninguno de los tics del eclecticismo. Una prosa que ejerce una fascinación de orden musical: eso que queremos volver a escuchar.
  • Sylvia Saítta
    Trayectorias intelectuales y artísticas 
    Plano americano. Leila Guerriero (Universidad Diego Portales). Creo que los textos que integran el libro de Leila Guerriero, imposibles de definir desde el punto de vista genérico -¿son entrevistas, crónicas, biografías, conversaciones, ensayos?-, representan lo mejor del periodismo argentino. Plano americano diseña trayectorias intelectuales y artísticas; capta la voz del que narra su propia vida; lee en los detalles los grandes trazos de una biografía.
    Mi libro enterrado. Mauro Libertella (Mansalva). Contar la muerte del padre no es un desafío menor: la literatura la narró innumerables veces; el lamento y la exhibición de los sentimientos la asedian, la invalidan, a veces, la impiden Creo que Libertella logra encontrar, en el estallido de la voz del padre, una voz, la propia, un nombre y una literatura.
    Letras gauchas. Julio Schvartzman (Eterna Cadencia).Libro esperado durante años, Letras gauchas propone una lectura renovada de la gauchesca como una de las grandes tradiciones de la literatura nacional pero en diálogo con la literatura universal. Entre la oralidad y la escritura del género, en el fraseo de un verso y sus reescrituras en el siglo veinte, el autor encuentra en la polémica su propio modo de intervención crítica.
  • Lucía Puenzo
    Conciso y misterioso
    Mi libro enterrado. Mauro Libertella. (Mansalva). Porque es claro, conciso y agudo, a la vez que misterioso, aún hablando de la muerte de su padre.
    En el bosque del sonambulismo sexual. Sergio Bizzio (Mansalva)
    Porque hizo algo distinto de todo lo conocido: la literatura como juego, como cuando éramos chicos, no adultos profesionales.
  • LA SELECCIÓN DE ADN CULTURA LOS LIBROS DEL 2013

  • La República de Platón
    Alain Badiou
    Fondo de Cultura Económica
    Alain Badiou fue siempre un filósofo de expresión decidida, y un reivindicador de Platón a contracorriente, en un siglo que sólo ha buscado derrocarlo. Aquí encontró un proyecto a la medida de su ambición: reescribir La República, la magna obra del griego, pero en código contemporáneo. Una obra insólita, pero también, más allá de su curiosidad, insoslayable.
  • Al margen /En marge
    Silvia Baron Supervielle
    Adriana Hidalgo
    Al margen/ En marge es un título que encierra una poética. No solamente porque esos dos idiomas (el castellano y el francés) son los de la poeta Silvia Baron Supervielle sino también porque la obra misma, reunida aquí en su totalidad, circula en dos márgenes. Baron Supervielle escribe en francés, pero sus textos pertenecen a la literatura argentina. Cada poema, escueto, rodeado de silencio, es un astro que alumbra el vacío.
  • Limónov
    Emmanuel Carrère
    Anagrama
    Hace mucho que el francés Carrère se cansó de la ficción pura y dura. Ya en El adversario había probado su talento para las novelas basadas en casos reales. En Limónov, que supuso su consagración definitiva, presenta la biografía del político y escritor ruso del título, uno de esos personajes al borde del desquicio, siempre presto al escándalo, que parece haber sido inventado sólo para que esta novela formidable fuera posible.
  • Modo linterna
    Sergio Chejfec
    Entropía
    Autor de novelas que se cuentan entre las más originales de la última literatura argentina, en Modo linterna Chejfec se anima al cuento o, si se prefiere, a esa vasta zona en que ficción y crónica parecen darse la mano. El volumen incluye textos variados, en los que predominan sin embargo una mirada atenta a la percepción y a lo real. Escritores y artistas suelen ser de la partida, pero también hay lugar para escenas desopilantes, en que aparecen fantasmas o un árbitro de fútbol.
  • La infancia de Jesús
    J. M. Coetzee
    Mondadori
    Del mismo autor tal vez podría figurar en este apartado sus Escenas de una vida de provincias, que reúne en un solo volumen sus formidables libros autobiográficos (Infancia, Juventud y Verano), pero ya fueron publicados antes individualmente. La concreta novedad editorial de Coetzee, La infancia de Jesús, merece igual ser de la partida por entroncar con el espíritu de algunas de sus primeras obras, en que la comprensión del otro es clave.
  • Clases de literatura
    Julio Cortázar
    Alfaguara
    En 1980, el autor de Rayuela fue invitado a Berkeley a dictar lecciones de literatura durante dos meses. Ajenas por completo a la entonación académica, la voz de Cortázar registrada en estas clases reproduce la gracia de su escritura al referirse, en una charla amena, a sus elecciones estéticas, las características del cuento fantástico y la literatura social o la relevancia del juego en la creación.
  • Desconfiar de las imágenes
    Harun Farocki
    Caja Negra
    Sucesor y crítico de cineastas como Wenders, Fassbinder y Herzog, el vanguardista alemán Harun Farocki realizo películas documentales, ensayos fílmicos y video instalaciones que desafían los modos habituales de comprender las imágenes para revelar su violencia implícita.Esta selección de textos publicados entre 1980 y 2010 recorre las ideas esenciales que marcaron su búsqueda estética.
  • Eran humanos, no héroes
    Graciela Fernández Meijide
    Sudamericana
    Ex integrante de la Conadep, madre de Pablo, secuestrado y desaparecido por la dictadura militar, Fernández Meijide aporta su mirada crítica sobre la violencia política de los años setenta. En momentos en que la historia se discute como un trofeo de la arena política, la autora revisa los hechos, aporta testimonios y reflexiona oponiendo a las posiciones maniqueas los valores de la democracia ganada.
  • La gran ventana de los sueños
    Fogwill
    Alfaguara
    Durante mucho tiempo, Fogwill llevó una especie de diario discontinuo en el que consignaba sus sueños. Algunos, sueltos, aparecieron en revistas, pero la mayoría eran desconocidos hasta la publicación de este volumen, el primero de sus libros póstumos. Ya se trate de una escena cotidiana, de Néstor Kirchner o del dinero, cada texto muestra la maestría narrativa del autor para dominar también la indócil materia de que están hechos los sueños.
  • Hoy
    Juan Gelman
    Seix Barral
    Cuando parecía que su obra iba ya en una sola dirección, o por lo menos en una línea que no parecía previsible que se modificara, Juan Gelman mostró en Hoy que era capaz de reformular extemporánea y brillantemente su arte poético. Al margen de cualquier exégesis -el poema sólo puede nombrarse palabra por palabra-, la poesía de Gelman da un vuelco imprevisto y entra decididamente en el siglo XXI.
  • Un tiempo de rupturas
    Eric Hobsbawm
    Crítica
    Publicado poco después de la muerte de Eric Hobsbawm, Un tiempo de rupturas: sociedad y cultura en el siglo XX reúne escritos que van de 1964 a 2012. El tema de la mayoría de ellos es el arte, aunque siempre en su interconexión con la realidad social: los manifiestos de las vanguardias, el canon, el mundo de ayer y las artes al principio del nuevo milenio son algunos de los temas que examina el historiador.
  • Personas como yo
    John Irving
    Tusquets
    La torrencial pluma dickensiana del autor de El mundo según Garp se dedica en su última novela a desbrozar la pacatería sexual de la sociedad estadounidense. Billy Abbott descubre su vocación literaria y su bisexualidad a partir de la relación con la señorita Frost, bibliotecaria transexual de un pueblo en los años cincuenta. La definición de su identidad inicia un viaje narrativo hacia la comprensión de la diversidad.
  • El secreto del pasado
    Rudy Kousbroek
    Adriana Hidalgo
    El holandés Rudy Kousbroek (1929-2010) nació en Sumatra y como consecuencia de esa razón geográfica hizo de la melancolía uno de sus temas involuntarios. Ideó un método al que bautizó "fotosíntesis": toma una foto vieja y a partir de ella se dedica a explorar, en breves ensayos, los entresijos de la memoria. Un zepelín, una fortaleza, una habitación despojada son disparadores siempre sorpresivos de estas notables miniaturas.
  • Mi libro enterrado
    Mauro Libertella
    Mansalva
    A partir de la agonía y la muerte del padre, el narrador, ensayista y editor argentino Héctor Libertella, su hijo Mauro explora con valentía y entonación discreta su compleja relación con él. Mi libro enterrado, volumen brevísimo y fulminante, puede leerse también como un aprendizaje de escritor por medio de una autobiografía, despojada y a la vez pudorosa, atravesada de sentimientos contradictorios.
  • El centro del mundo
    Ercole Lissardi
    Planeta
    Ercole Lissardi ha dejado de ser un secreto uruguayo para convertirse en un referente de la literatura erótica en América Latina. "El centro del mundo", "La diosa idiota" y "La educación burguesa", nouvelles reunidas en este volumen, son un claro ejemplo de la variedad estilística y temática con la que explora sin reticencias el poder que el deseo ejerce sobre la conciencia y el cuerpo humanos.
  • El largo camino hacia la libertad
    Nelson Mandela
    Aguilar
    Después de todo lo que se había dicho, escrito y filmado sobre Nelson Mandela, podría haberse pensado que no quedaba nada más para agregar. Pero faltaba su propia palabra. El mismo año de la muerte del líder sudafricano, se publicó en castellano El largo camino hacia la libertad, memorias de lucha, sufrimiento y optimismo que reflejan, sin melodrama, toda una época y la transformación de una sociedad.
  • Operación Dulce
    Ian McEwan
    Anagrama
    Maestro de la novela literaria, en los últimos años el inglés McEwan se ha vuelto además un consumado artífice de tramas engañosas y perfectas, como lo prueban Expiación, Sábado y Solar. En su nueva ficción, la narradora es una muchacha que se suma a las filas de los servicios secretos británicos para atraer para la causa a autores promisorios. Un tour de force encantador, con los años setenta como fondo.
  • El inventor del peronismo
    Silvia D. Mercado
    Planeta
    La periodista Silvia Mercado rescató del olvido a Raúl Apold, un personaje clave en la historia del peronismo. Creador del Departamento de Prensa y Difusión del primer gobierno de Perón, el funcionario se las ingenió para no dejar rastros de su vida privada. La autora hizo un exhaustivo trabajo para reconstruir su historia personal en una de las biografías políticas más interesantes del año.
  • Mi vida querida
    Alice Munro
    Lumen
    Tiempo atrás, Alice Munro anunció que no volvería a escribir y publicó su último opus, Mi vida querida, que llegó este año a la Argentina. Poco después la canadiense recibió el Premio Nobel de Literatura y la anécdota volvió a ser noticia. Ya casi empieza a extrañarse la prescindencia de la escritora, sobre todo tras la lectura de Mi vida querida que incluye relatos soberbios y se clausura con textos autobiográficos, al borde del adiós.
  • Cuadernos de lengua y literatura
    Mario Ortiz
    Eterna Cadencia
    El título general con el que el bahiense Mario Ortiz va publicando su trabajo poético y en prosa le permite asumir la escritura como un ejercicio constante. La libertad es el punto de partida de una reflexión intensa y profunda sobre la materialidad del lenguaje y el modo en que moldea el sentido del mundo. En los volúmenes V, VI, y VII, aquí reunidos, Ortiz define con precisión su arte poética y brinda una lectura sorprendente.
  • Historia del dinero
    Alan Pauls
    Anagrama
    Con esta última pieza de la trilogía que integran Historia del llanto e Historia del pelo, Alan Pauls finaliza su revisión oblicua de las aventuras y tragedias políticas que signaron la década de 1970. Con más acento en la experiencia biográfica que en el relato colectivo, explora aquí la relación entre el derroche de la economía privada y las obligadas crisis de la política económica argentina.
  • Derrida
    BenoÎt Peeters
    Fondo de Cultura Económica
    Jacques Derrida fue un pensador complejo, tan influyente como discutido. La idea de una biografía totalizadora parece contradecir el alcance de su proyecto filosófico, que hizo de la experiencia personal una piedra de toque sesgada y elusiva. Peeters logra presentar, sin embargo, un retrato exhaustivo, respetuoso que, y esto es clave, facilita el acceso a la prolífica y abrumadora obra del padre de la deconstrucción.
  • El camino de Ida
    Ricardo Piglia
    Anagrama
    En El camino de Ida hay muchos elementos reconocibles de las novelas anteriores de Piglia (empezando por el protagonismo de Emilio Renzi, siguiendo con la fascinación por el policial negro), pero hay una sorpresa: la novela transcurre en el ámbito universitario estadounidense, que el autor conoce al dedillo por haber enseñado allí. Literatura, teoría, paranoia, complot, incluso el amor, configuran la trama de esta novela de inusual lucidez.
  • Alucinaciones
    Oliver Sacks
    Anagrama
    En la misma senda que sus clásicos basados en casos clínicos reales (El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Veo una voz), el neurólogo y escritor británico se centra ahora en el curioso mundo de las visiones derivadas de un raro síndrome. Variados personajes, que se adentran en dimensiones diversas de lo que llamamos "realidad", se suman en Alucinaciones a esa suerte de memorable comedia humana que es toda la obra de Sacks.
  • El héroe discreto
    Mario Vargas Llosa
    Alfaguara
    Situada en el Perú de nuestros días, con alusiones a obras y escenarios previos del Premio Nobel de Literatura peruano, El héroe discreto significó el retorno del escritor a su mejor forma novelesca. Lima y Piura (ciudades clave de obras como La casa verde y Conversación en la Catedral) han cambiado y la amenaza de corte mafioso que sufre el protagonista lo prueba. La prosa de Vargas Llosa vuelve a brillar de riqueza localista.
  • jueves, 7 de noviembre de 2013

    El regreso de un autor injustamente olvidado

    Por  |  Para LA NACION

    Me gustan las reediciones. Hay algo del orden de lo inusual en una antigua novela o libro de cuentos que se reedita, como si ese pequeño acto de justicia viniera a demostrar que todavía quedan lectores: que la buena literatura puede seguir siendo fuente de interés y placer para alguien. Estoy convencido de que si de un día para otro todos los escritores fueran barridos de la faz de la tierra por una extraña enfermedad, podríamos seguir leyendo mil años más sin ningún problema, solo revisitando las ficciones que ya fueron escritas. Las reediciones funcionan a veces también como un salvataje, una suerte de rescate mediante el cual se vuelven a poner en circulación obras que faltaban desde hace años. Cuando es así, la felicidad es doble.
    Algo por el estilo viene sucediendo con algunos libros fundamentales de la literatura argentina de las últimas décadas. Desde hace un tiempo podemos conseguir otra vez novelas como El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza, y El traductor, de Salvador Benesdra, gracias a la editorial Eterna Cadencia. José Luis de Diego y Sylvia Saítta vienen realizando un trabajo similar con la Serie de los Dos Siglos para Eudeba: ya aparecieron con ese sello Ema, la cautiva , de César Aira, El oído absoluto, de Marcelo Cohen, y Diálogo en los patios rojos , de Roberto Raschella, entre otros títulos. Y Ricardo Piglia, en el Fondo de Cultura Económica, ha vuelto a editar obras inhallables como Minga!, de Jorge Di PaolaEl mal menor , de Charlie Feiling, y Nanina, de Germán García.
    Estoy convencido de que si de un día para otro todos los escritores fueran barridos de la faz de la tierra por una extraña enfermedad, podríamos seguir leyendo mil años más sin ningún problema, solo revisitando las ficciones que ya fueron escritas
    En esta colección, que Piglia llamó "Serie del Recienvenido", también figura uno de los dos libros de cuentos que escribió Miguel Briante (1944-1995), Hombre en la orilla, editado originalmente en 1968. Briante tiene una obra breve (de apenas cuatro libros, que se completa con los relatos Las hamacas voladoras Ley de Juego , y con la novela Kincón ) y fue un autor extremadamente precoz: entre los 15 y los 21 años ya le había dado forma a los cuentos de Las hamacas voladoras, y ganado su primer premio literario importante. Más tarde trabajó como periodista en las redacciones de Primera Plana, Panorama, La Opinión El Porteño, dirigió la sección de artes plásticas del diario Página/12,y estuvo tres años (de 1990 a 1993) a cargo del Centro Cultural Recoleta. Tuvo una muerte también temprana, y sobre todo absurda: se cayó de una escalera mientras arreglaba el techo de su casa. Y sus libros, redistribuidos a principios de la década del 2000 por Sudamericana, corrieron por mucho tiempo un destino errático: extrañas joyas perdidas en el barro caótico de las mesas de las librerías de saldo.
    Lo que no deja de ser curioso, porque hay pocos escritores que puedan jactarse, como lo hiciera él, de haber instalado en la narrativa argentina una voz propia, y de haber construido, al mismo tiempo, una zona personal (una geografía, como lo hicieran en el Río de la Plata Juan Carlos Onetti y Juan José Saer) en donde desplegarla. Un modo de narrar, según escribe Piglia en la presentación deHombre en la orilla, que "viene de Faulkner (o mejor, de la manera de narrar que Faulkner aprendió de Conrad): donde no se narra los hechos, sino el efecto de esos hechos. Donde las historias tienen un doble fondo que remite a un violento mundo social y a un conjunto oscuro de prejuicios y estereotipos de clase. Relatos que tienden al melodrama: buscan transmitir la emoción de la experiencia y no su sentido; se apoyan en una épica altiva y plebeya que está siempre al borde de la locura y del crimen".
    La mejor literatura argentina contemporánea está hecha de obras como la de Briante: una segunda línea de escritores de indudable talento, pero intocados por la celebridad
    Hay en los textos de Briante, en ese pueblo donde transcurren muchas de las acciones y que recrea su General Belgrano natal, algo de Juan Rulfo (cierto clima de siesta, lentitud y agotamiento, cierta trabajada oralidad), y bastante de los malevos de Borges pasados por el tamiz de la gauchesca. Hay apuestas y traiciones, hay fortunas perdidas, la soledad del campo, la presencia constante del río, y una tensión permanente entre la decadencia de los viejos hacendados bonaerenses y la ascensión de la nueva burguesía rural. Sus paisajes se repiten, los linajes y personajes cruzan de un cuento a otro, generando una suerte de territorio familar entre cuento y cuento. O, como alguna vez señaló María Rosa Lojo en el epílogo de una vieja edición de Las hamacas voladoras , "todo en la cuentística de Briante es obsesión, reiteración, retorno: de los personajes, los paisajes, los tiempos y espacios. Pero no monotonía. La riqueza en el juego de los puntos de vista, el hábil manejo de las técnicas narrativas, el rigor del lenguaje y la profundidad de la mirada dan a sus cuentos la complejidad y la autonomía de un cosmos que se levanta sobre el espacio 'real' para configurar una realidad otra".

    ¿Será este rescate de Hombre en la orilla el que haga que el nombre de Briante salga del olvido en el que fue cayendo con los años? ¿O habrá que esperar a las futuras reencarnaciones de sus otros textos? La mejor literatura argentina contemporánea está hecha de obras como la de Briante: una segunda línea de escritores de indudable talento, pero intocados por la celebridad, las luces de los medios, los favores del mercado. Es hora de que los lectores comiencen a disfrutarlas..

    viernes, 18 de octubre de 2013

    Cuento: Los Chaddeley y los Fleming de Alice Munro

    En este relato de Las lunas de Júpiter, del que reproducimos un fragmento, Munro describe una visita familiar; el libro llegará en diciembre
    Las lunas de Júpiter

    La prima Iris de Filadelfia era enfermera, la prima Isabel de Des Moines tenía una floristería, la prima Flora de Winnipeg era profesora, la prima Winifred de Edmonton, contable. Señoras solteras se las llamaba. Solteronas era un término demasiado genérico, no las describiría. Sus pechos eran grandes e intimidantes -un solo bulto blindado-, y sus estómagos y traseros, rebosantes y encorsetados como los de cualquier mujer casada. En aquellos tiempos al parecer la cuestión era que el cuerpo de la mujer (si realmente una le sacaba partido a la vida) engordara y madurara hasta llegar a una buena talla cuarenta y seis, si en la vida no tenían más remedio; luego, dependiendo de la clase y de las aspiraciones, o bien se ponían flojas y sueltas, temblorosas como flanes bajo vestidos de estampados pálidos y húmedos delantales, o bien ceñidas en unos contornos cuyas firmes curvas y orgullosas pendientes no tenían nada que ver con el sexo, y todo con derechos y poder.
    Mi madre y sus primas pertenecían a este segundo tipo de mujeres. Llevaban corsés que se abrochaban a un lado con docenas de corchetes, medias que hacían un sonido sibilante y estridente cuando cruzaban las piernas, vestidos de seda para la tarde (el de mi madre había sido de una prima), maquillaje (Rachel), colorete, agua de colonia y peinetas de concha, o de imitación, en el cabello. Eran inimaginables sin esos atavíos, a no ser que estuviesen arropadas hasta la barbilla con batas acolchadas de satén. Para mi madre aquel estilo era difícil de mantener; requería ingenio, dedicación y un gran esfuerzo. ¿Y quién lo apreciaba? Ella.
    Vinieron todas a pasar con nosotros un verano. Vinieron a nuestra casa porque mi madre era la única que estaba casada y tenía una casa lo suficientemente grande para alojar a todo el mundo, y porque era demasiado pobre para ir a verlas. Vivíamos en Dalgleish, en la región de Huron, al oeste de Ontario. La población, dos mil habitantes, estaba indicada en un letrero situado en los arrabales de la ciudad.
    -Ahora hay dos mil cuatro -gritó la prima Iris, levantándose del asiento del conductor. Conducía un Oldsmobile de 1939. Había conducido hasta Winnipeg para recoger a Flora y a Winifred, que había venido desde Edmonton en tren. Luego fueron todas a Toronto a buscar a Isabel.
    -Y las cuatro seguro que damos más guerra que los dos mil habitantes juntos -dijo Isabel-. ¿Dónde fue...? ¿En Orangeville...?
    Nos reímos tanto que Iris tuvo que detener el coche. ¡Tenía miedo de ir a parar a la cuneta!
    Los escalones crujían bajo sus pies.
    -¡Respirad este aire! No hay nada mejor que el aire del campo. ¿Es de esa bomba de donde sacáis el agua para beber? ¿No sería estupendo beber ahora? ¡Un trago de agua del pozo!
    Mi madre me pidió que fuese a buscar un vaso, pero insistieron en beber en la jarra de hojalata. Contaron que Iris se había acercado hasta un campo para responder a la llamada de la naturaleza y que se encontró rodeada por un círculo de vacas interesadas.
    -Vacas..., ¡qué exageración! Eran novillos.
    -O toros, ¡para lo que entendéis...! -dijo Winifred, dejándose caer en una silla de mimbre. Era la más gorda.
    -¡Toros! ¡Me habría dado cuenta! -dijo Iris-. Espero que sus muebles puedan aguantar el peso, Winifred. Te digo que había algo muy pesado en la parte de atrás de mi pobre coche. ¡Toros! ¡Qué sobresalto, es un milagro que pudiese subirme los pantalones!
    Explicaron lo de la ciudad de apariencia salvaje en el norte de Ontario en la que Iris no quiso parar el coche ni para dejar que se comprasen una Coca-Cola. Echó una ojeada a los leñadores y gritó:
    -¡Nos violarían a todas!
    -¿Qué es violar? -dijo mi hermana pequeña.
    -¡Oh! -dijo Iris-. Quiere decir que te roban el billetero.
    "Billetero": una palabra americana. Ni mi hermana ni yo sabíamos lo que significaba, pero nuestra ignorancia no era la misma en todos los asuntos. Y yo sabía que, de todos modos, aquello no era lo que significaba "violar"; significaba algo sucio.
    -Cartera, que te roban la cartera -dijo mi madre en un tono festivo pero cauteloso. En nuestra casa se hablaba distinguidamente.
    Después vino el desenvolver regalos. Latas de café, nueces y pudin de dátiles, ostras, olivas, cigarrillos confeccionados para mi padre. Ellas también fumaban todas, excepto Flora, la maestra. Entonces era una señal de espíritu mundano, pero en Dalgleish era un signo de posible moral relajada. Ellas lo convertían en un lujo respetable.
    Surgieron también medias, pañuelos, una blusa de gasa para mi madre, un par de tiesos delantales blancos de organdí para mi hermana y para mí (lo último quizá en Des Moines o en Filadelfia, pero no en Dalgleish, donde la gente nos preguntaba por qué no nos habíamos quitado los delantales).
    Y finalmente una caja de bombones de dos kilos. Mucho después de que nos hubiésemos comido todos los bombones y de que se hubieran marchado las primas, seguíamos guardando la caja de bombones en el cajón de las mantelerías en el aparador del comedor, esperando alguna utilización ritual que nunca se presentó. Todavía seguía llena de los envoltorios de papel oscuros y estriados de los bombones. Durante el invierno, a veces entraba en el frío comedor y olía los envoltorios, inhalando su perfume de artificio y lujo; volvía a leer las descripciones del dibujo que había en la parte interior de la tapa de la caja: avellana, turrón cremoso, delicia turca, caramelo, crema de menta.
    Las primas dormían en la habitación de abajo y en el sofá cama de la habitación de delante. Si la noche era calurosa, no les importaba llevar un colchón a rastras hasta la terraza o, incluso, hasta el patio. Echaban a suertes la hamaca, pero a Winifred no le permitían participar. Hasta bastante entrada la noche se las podía oír riendo, haciéndose callar las unas a las otras y diciendo a gritos: "¿Qué ha sido eso?". Estábamos más allá de las farolas de Dalgleish, y en la oscuridad las dejaba maravilladas el gran número de estrellas.
    Una vez se pusieron a cantar un canon.
    Rema, rema, rema tu barca
    despacio río abajo,
    alegremente, alegremente,
    alegremente, alegremente,
    la vida es sólo un sueño.
    No les parecía que Dalgleish fuese real. Iban en coche hasta el centro y volvían contando lo raros que eran los tenderos; imitaban las cosas que habían oído por la calle. Cada mañana, el café que habían traído llenaba la casa de su inhabitual aroma americano, y se sentaban preguntando quién estaba inspirada para el día. Una inspiración era ir al campo con el coche a coger frutos silvestres. Acababan arañadas y acaloradas, y una vez Winifred quedó absolutamente acorralada, inmovilizada por ramas espinosas, pidiendo a gritos que fuesen a rescatarla; sin embargo, dijeron que se habían divertido muchísimo. Otra inspiración era coger los aperos de pesca de mi padre y bajar al río. Volvían a casa con una captura de róbalos de roca, un pescado que generalmente no aprovechábamos. Organizaban picnics. Se vestían con ropa vieja, con sombreros de paja viejos y con batas de mi padre, y se hacían fotografías unas a otras. Hacían pasteles de bizcocho relleno y maravillosas terrinas de verduras que tenían forma de templos y colores de joyas.
    Una tarde organizaron un concierto. Iris era cantante de ópera. Cogió el mantel de la mesa del comedor para envolverse en él y me envió a buscar plumas de gallina para ponerse en el pelo. Cantó "La llamada amorosa del indio" y "Las mujeres son veleidosas". Winifred era una ladrona de bancos, con una pistola de agua que se había comprado en el almacén. Todo el mundo tenía que hacer algo. Mi hermana y yo cantamos dos canciones: "Rosa amarilla de Tejas" y el "Gloria in excelsis". Mi madre, asombrosamente, se vistió con un par de pantalones de mi padre y se puso cabeza abajo.
    Audiencia y artistas, las primas se animaban las unas a las otras en todos los momentos de vigilia. Y a veces dormidas. Flora era la que hablaba en sueños. Puesto que también era la más educada y comedida, las demás se quedaban despiertas para hacerle preguntas, intentando que dijera algo que la avergonzase. Le contaron que renegaba. Dijeron que se sentaba de golpe y preguntaba:
    -¿Por qué no hay ni una puñetera tiza?
    Era la que menos me gustaba porque intentaba agudizar nuestras mentes, la de mi hermana y la mía, haciéndonos preguntas de aritmética mental.
    -Si se tardase siete minutos en andar siete manzanas, y cinco manzanas tuvieran la misma longitud, pero las otras dos manzanas fuesen el doble de largas...
    -¡Oh, vete a paseo, Flora! -decía Iris, que era la más grosera.
    Si no les venía ninguna inspiración, o hacía demasiado calor para hacer algo, se sentaban en la terraza a beber limonada, ponche de frutas, cerveza de jengibre, té helado con guindas confitadas y trocitos de hielo picado del gran trozo de hielo de la nevera. A veces mi madre decoraba los vasos mojando los bordes con clara de huevo batida y luego en azúcar. Las primas decían que estaban exhaustas, que no servían para nada, pero sus quejas tenían un aire de satisfacción, como si el mismo calor del verano hubiese sido creado para añadir dramatismo a sus vidas.
    Ya había bastante dramatismo.
    En el ancho mundo, les habían sucedido cosas. Accidentes, proposiciones, encuentros con lunáticos y enemigos. Iris habría podido ser rica. A la viuda de un millonario, una anciana loca con una peluca como un almiar, la habían llevado un día corriendo al hospital, fuertemente agarrada a una maleta. Y en la maleta no había sino joyas, joyas verdaderas, esmeraldas y diamantes y perlas tan grandes como huevos de gallina. Nadie más que Iris podía hacer algo con ella. Fue Iris quien finalmente la persuadió para que tirase la peluca a la basura (estaba llena de pulgas) y para que dejase las joyas en la cámara acorazada del banco. Tanto se apegó aquella anciana a Iris que quería rehacer su testamento, quería legar a Iris las joyas, las acciones, el dinero y los bloques de apartamentos. Iris no lo permitió. La ética profesional se lo impedía.
    -Estás en un puesto de confianza. Una enfermera está en un puesto de confianza.
    Luego explicó cómo un actor, que se estaba muriendo a consecuencia de la vida disipada que había llevado, se le había declarado. Ella le permitió echar un trago de una botella de Listerine, porque no le parecía que importase. Era un actor de teatro, de modo que no íbamos a reconocer el nombre aunque nos lo dijera, cosa que no pretendía.
    También había visto a otros grandes nombres, celebridades, la alta sociedad de Filadelfia... No en su mejor momento. Winifred dijo que ella también había visto cosas. La pura verdad, la horrible y pura verdad acerca de algunas de esas personas importantes y de la alta sociedad, que aparecía cuando echabas una ojeada a sus finanzas.
    Vivíamos al final de una carretera de Dalgleish en dirección al oeste, más allá de una tierra cubierta de matorrales donde había casitas de madera y bandadas de pollos y de niños. La tierra se elevaba a una altura respetable donde nosotros estábamos y luego descendía en forma de amplios campos y dehesas, decorados con olmos, bajando hasta el meandro del río. Nuestra casa también era respetable, una antigua casa de ladrillo de un tamaño considerable, pero estaba expuesta a corrientes de aire y distribuida de forma poco práctica, y la cornisa necesitaba una mano de pintura. Mi madre pensaba arreglarla y cambiarlo todo en cuanto tuviésemos dinero.
    Mi madre no tenía muy buen concepto de la ciudad de Dalgleish. Recordaba a menudo la ciudad de Fork Mills, en el valle de Ottawa, donde ella y sus primas habían ido a la escuela secundaria, la ciudad a la que había llegado su abuelo desde Inglaterra, de la misma Inglaterra que, por supuesto, ella no había visto nunca. Alababa Fork Mills por sus casas de piedra, por sus bonitos y sobrios edificios públicos (bastante distintos, decía, de la región de Huron, donde la idea había sido proyectar una monstruosidad en ladrillo y ponerle encima una torre), por sus calles pavimentadas, por el servicio en sus almacenes, por la mejor calidad de las cosas que se vendían y por la mejor clase de gente. Las personas que en tan alta consideración se tenían a sí mismas en Dalgleish serían ridículas a los ojos de las familias privilegiadas de Fork Mills.
    Pero al mismo tiempo, las mejores familias de Fork Mills serían menospreciadas si llegasen a tener contacto con ciertas familias de Inglaterra con las que mi madre estaba emparentada. Relaciones. Todo giraba alrededor de ello. Las primas eran un espectáculo en sí mismas, pero también proporcionaban una relación. Una relación con el mundo real, pródigo y peligroso.
    Sabían cómo arreglárselas en él, habían hecho que el mundo les prestase atención. Sabían llevar una clase, una sala de maternidad, un público; sabían cómo tratar con los taxistas y con los revisores de tren.
    La otra relación que proporcionaban, al igual que mi madre, era con Inglaterra y la historia. Es un hecho que los canadienses de ascendencia escocesa -que en la región de Huron llamábamos Scotch- e irlandesa dicen sin reserva alguna que sus antepasados llegaron durante la hambruna de la patata, con sólo andrajos a sus espaldas, o que eran pastores, campesinos, gente pobre y sin tierra. Pero cualquiera cuyos antepasados procediesen de Inglaterra tiene una historia de oveja negra o de hijos menores, de reveses financieros, de herencias perdidas, de fugas con parejas inadecuadas. Puede haber algo de verdad en esto. Las condiciones de vida en Escocia y en Irlanda fueron tales que forzaron a la emigración en masa, mientras que los ingleses pudieron haber escogido dejar el hogar por razones más pintorescas y personales.
    Éste era el caso de la familia Chaddeley, la familia de mi madre. Isabel e Iris no llevaban el apellido Chaddeley, pero su madre sí. Mi madre había sido una Chaddeley, aunque ahora se apellidase Fleming; Flora y Winifred seguían siendo Chaddeley. Todas descendían de un abuelo que dejó Inglaterra de joven por razones sobre las que no llegaban a ponerse de acuerdo. Mi madre creía que había sido estudiante en Oxford, pero que perdió todo el dinero que su familia le enviaba y le había dado vergüenza volver a casa. Lo había perdido jugando. No, decía Isabel, ésa era la historia que se contaba. Lo que realmente sucedió fue que dejó embarazada a una criada y se vio obligado a casarse con ella y llevársela al Canadá. Las propiedades de la familia estaban cerca de Canterbury, decía mi madre. (Peregrinos de Canterbury, campanillas de Canterbury.) Las demás no estaban seguras de eso.
    Flora decía que estaban en el oeste de Inglaterra y que se decía que el apellido Chaddeley estaba relacionado con Cholmondeley. Existía un lord Cholmondeley; los Chaddeley podían ser una rama de aquella familia. Pero también existía la posibilidad, decía, de que fuese francés, de que originalmente fuese Champ de laîche, lo cual significa campo de juncia. En ese caso la familia habría llegado a Inglaterra probablemente con Guillermo el Conquistador.
    Isabel dijo que ella no era una intelectual y que la única persona de la que había oído hablar de la historia inglesa era María, reina de Escocia. Quería que alguien le dijera si Guillermo el Conquistador iba antes o después que María, reina de Escocia.
    -Campos de juncia -dijo mi padre con conformidad-. Eso no les supondría exactamente una fortuna.
    -Bueno, yo no distinguiría la juncia de la avena -dijo Iris-, pero eran bastante prósperos en Inglaterra. Según el abuelo, era gente acomodada.
    -Antes -dijo Flora-, y María reina de Escocia ni siquiera era inglesa.
    -Eso lo sabía por el nombre -dijo Isabel-. Así que ¡ja, ja! [...]