Constanza Rojas V.
El Mercurio/GDA
SANTIAGO, Chile.- Imaginémonos que los lectores digitales se masifican y que el libro en papel entra en desuso hasta convertirse en objeto de culto o coleccionismo. ¿Qué pequeños hábitos desaparecerían junto con él? Curiosear qué está leyendo tu vecino en el metro. ¿Quién no ha estirado el cuello para mirar la portada del libro del que está sentado al lado en el metro o el micro? ¿Quién no ha tratado, luego, de adivinar el perfil del pasajero, probablemente haciendo uso de los prejuicios en su máximo potencial?
Los marcadores de libros
Los hacen los niños en los colegios, pueden ser postales de ciudades o incluso objetos para coleccionistas. Pero, sean como sean, a ninguno de éstos los volveríamos a ver si no tienen hojas de papel que separar.
Hacer caricaturas animadas en las esquinas de las páginas
Un clásico de la infancia. Había que copiar la secuencia de imágenes con pequeñas variaciones para conseguir el efecto de movimiento y, entonces, se lograba una auténtica animación hecha en casa. Los niños del futuro no tendrían libros para hacer las suyas.
El olor a libro
La antigüedad de un libro no solamente puede medirse por la fecha de impresión: su mejor cédula de identidad es el olor. Los nuevos tienen aroma a papel y a pegamento; los viejos, a una mezcla de polvo y ácaros que saca estornudos en los alérgicos. Tan importante es este elemento que ya se ha inventado el "olor a libro" envasado para e-books. ¿Cambiará también con el paso de los años?
Juntarse con la excusa de un libro
Prestar un libro y, en los mejores casos, devolverlo son buenas excusas para verse las caras, tomarse un café y comentar lo leído.
Seguir los consejos de los libreros
Preguntarle a un librero qué nos recomienda o qué opina de tal y cual ejemplar es un pequeño placer insustituible vía Web. Hay una gran diferencia entre que te aconseje un ser humano y ver publicidad de un libro por intermedio del computador.
Heredar libros de generación en generación
Los ejemplares que llegan a nuestras manos desde los padres o abuelos pueden ser verdaderas joyas. O, al menos, fidedignos testimonios de qué se leía en el pasado. Tanto mejor si están fechados y con el nombre de su dueño. Estas pequeñas bibliotecas familiares podrían mantenerse, pero las nuevas generaciones no tendrían legados que dejar a sus descendientes.
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