lunes, 7 de noviembre de 2011

Un mapa cifrado de la vida

El francés Emmanuel Carrère conmueve en De vidas ajenas con un relato que, como es habitual en su obra,participa del género de no ficción


En el comienzo de El fin de la aventura , sin duda una de sus novelas más brillantes y complejas, Graham Greene se hace el distraído y convence al lector de que la historia que está por contar podría iniciarse en cualquier punto; si elige uno determinado es casi por azar, porque esa imagen tal vez incluso lo ha elegido a él, y entonces no ha tenido más remedio que rendírsele. "Una historia no tiene principio ni fin", escribe con picardía, para situarse luego, sigilosamente, en el momento neurálgico de la trama, cuando todo está por estallar. Es una estrategia que Greene ejecuta a la perfección por medio del escritor Maurice Bendrix, su álter ego, una mentira inocente que le permite reforzar la verosimilitud de aquello que se cuenta y redoblar por lo tanto su efecto. Y sin embargo, algo de verdad hay en ello al fin y al cabo: en particular en aquellas novelas cuyo centro sólo resulta visible luego de unas cuantas páginas, o que oscilan de un eje a otro construyendo un relato que los excede.

Ambos modelos podrían aplicarse a De vidas ajenas , la última novela del francés Emmanuel Carrère (París, 1957), y ciertamente a buena parte de su obra. ¿Por dónde empezar? Quizás el único modo de sostener cierto orden sea siguiéndolo a él mismo en esas primeras líneas tan sospechosamente novelescas que, como por casualidad, se instalan en el epicentro de la historia: "Me acuerdo de que, la noche antes de la ola, Hélène y yo habíamos hablado de separarnos". Ahí está todo: la promesa del conflicto externo, y el conflicto interno ya cercano a su clímax. Dos dimensiones paralelas que se entrecruzan, no obstante, innumerables veces; el drama de los otros actúa, para el narrador -que es Carrère mismo, autor de una novela llamadaEl adversario , guionista y director de cine, etc.-, como un mapa cifrado de su propia vida, en el que deberá leer los signos que acaso lo alejen del abismo.

Pero ese conflicto externo es, en verdad, el primero de una serie de eslabones. Todo comienza -si puede hablarse en esos términos- cuando Carrère se encuentra de vacaciones en las playas de Sri Lanka, junto con su pareja y los hijos de ambos. Es un test, un intento de estrechar lazos, una prueba a futuro. Pero eso que se proyectaba como el inicio de algo se transforma, silenciosamente, en su propio fin. Y entonces irrumpe la tragedia: el inverosímil terremoto marítimo que desencadenó un tsunami y provocó, en las costas de Malasia, Tailandia, India y la misma Sri Lanka, la muerte de más de doscientas mil personas en diciembre de 2004. Como todo buen narrador sabe, un relato no se construye desde la grandilocuencia de las cifras ni desde las generalizaciones sino haciendo pie en lo íntimo, rescatando una anécdota de entre tantas que en apariencia se asemejan. Es así que Carrère acerca la historia de una pareja que acaba de perder a su hija de cuatro años. El escritor-narrador-protagonista y su mujer los acompañan hasta donde es posible: ayudan a ubicar el cadáver, resuelven problemas burocráticos, desayunan y cenan con ellos, consiguen lugar en un viaje de regreso. El contraste con esa realidad lo arrastra hacia lo impensado: el deseo ya no de revertir las cosas con Hélène, sino de envejecer en su compañía. Y en medio de todo ello, la maquinaria narrativa se activa cuando el abuelo de la niña le dice a Carrère: "Tú eres escritor. Cuenta nuestra historia".

Mientras se debate entre hacerlo o no, y al poco tiempo de estar de vuelta en Francia, otra Juliette -era ése el nombre de la niña-, la hermana de Hélène, muere. En esa instancia la novela -o la vida de Carrère- se complejiza, se abre o comienza de nuevo. Porque la historia deJuliette, que ha dejado a su esposo con sus tres pequeñas hijas (la menor de apenas un año y medio), es también la historia de su amigo Etienne: los dos rengos, los dos sobrevivientes de un primer cáncer, los dos jueces de primera instancia; los dos, protagonistas de una suerte de cruzada contra el sobreendeudamiento o, más precisamente, contra el carácter abusivo de los contratos que entidades crediticias y bancos hacen firmar a sus potenciales víctimas y que por lo general se corporiza en la famosa "letra chica". Esto último podría sonar, así de resumido, cuanto menos aburridísimo. Nada de eso: se vuelve medular, y resulta una prueba concluyente de hasta qué punto la efectividad de una novela está emparentada con el diagnóstico de su justo desarrollo, con cierta minuciosidad que es condición casi ineludible en la búsqueda de singularidad. A fin de cuentas, no es otra cosa que la distancia entre contar y narrar.

Una década y pico atrás, Carrère publicó una novela que fue un hito en todo sentido. Llevaba como título El adversario , y era la historia de un hombre que un día dijo una mentira, luego otra, y luego ya no pudo detenerse. Un cuarto de siglo más tarde, agobiado por las deudas, abrumado por el peso de aquello que había construido con un esfuerzo mental descomunal, asesinó a toda su familia e intentó, sin éxito, suicidarse. La vida de Jean-Claude Romand, aun con los beneficios que proporcionó a su carrera, dejó a Carrère no sólo agotado sino que lo sumió en una suerte de oscuridad de la que le costó bastante salir, y que incluso lo alejó un tiempo de la escritura. "Ahora se acabó, haré otra cosa", se dijo a sí mismo, y se propuso escribir algo que lo impulsara "hacia los demás, hacia la vida". Pero el destino quiso algo muy distinto, y otra vez lo plantó delante de un episodio sombrío, cuyas ramificaciones jamás hubiese sospechado. El resultado fue Una novela rusa , un libro perturbador, inclasificable.

Narrada, al igual que las anteriores, en clave de no ficción, De vidas ajenas es quizá la más conmovedora de las novelas del autor francés, quizá la más dura, y sin duda debe haber sido la más difícil de escribir. Tal vez por eso Carrère se muestra aquí más sobrio que nunca: ya era suficiente con el material elegido, y en consecuencia decidió reducir al mínimo sus movimientos, sus marcas, las artimañas propias del oficio.

Con todo, aunque puso el foco en los otros e incluso decidió mostrar el manuscrito a quienes estaban implicados para que corrigieran o suprimieran cuanto fuese necesario, no hay que olvidar que el libro -como corresponde al género- está escrito en primera persona; es decir, aunque se ocupe de los demás hay alguien allí que está dispuesto a contar su propia historia. Y es a raíz de ese desdoblamiento que la novela se ensancha, que se vuelve tan inaprensible y a la vez, de a ratos, tan luminosa. Mientras la vida de los otros parecía desmoronarse en las playas de Sri Lanka, Carrère descubre que para él "se abría una válvula que liberaba un chorro de aflicción, de alivio, de amor, todo mezclado". Del mismo modo, esa mujer notable que fue su cuñada Juliette transforma al escritor a tal punto que en las últimas páginas declara: "Prefiero lo que me acerca a los demás hombres que lo que me distingue de ellos".

A partir de Greene, quizás haya que decir que el triunfo de una novela reside en que tanto su comienzo, como su fin, resulten intolerablemente arbitrarios..


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