Mi amigo el novelista suele tener reflexiones transgresoras y originales. A contra-cultura, digamos. Ante las decisiones y alegatos del caso de la familia Belsunce parecería que ya corresponde hablar de misterio, después de nueve años sin conocerse el verdadero asesino, el posible móvil, ni el arma aparentemente primitiva, usada para matar a María Marta.
Para el novelista el misterio se perpetua en la omertá de varios miembros de la familia. Para él, el origen está en la tradición de la justicia penal exclusivizada en una dominante suposición del mal, vicio de la concepción judeocristiana de la indivisible relación de crimen y castigo. Después de casi una década, el sinuoso proceso que partió de la culpa y del crimen, sin considerar siquiera la posibilidad que esa castigada familia pudiera preferir arriesgar un obstinado silencio por algo muy lejano de la voluntad de encubrir al asesino o de entorpecer la acción de la justicia. Hay una razón superior que escapa y seguirá escapando al estrecho esquema tribunalicio condenatorio. El marido de María Marta asumió en silencio sorprendente, pero posiblemente no resignado, nada menos que una condena a cadena perpetua. Los familiares enfrentan hasta ahora con unidad y determinación unánime su probable castigo judicial por encubrimiento. En casi diez años de investigación no se evidenció ningún móvil o interés criminal que los pueda unir. Estas connivencias familiares delictivas suelen tener por objetivo el reparto de alguna fortuna u otra razón concreta y vil. En este caso, después de casi una década no aparece ningún móvil de esta naturaleza.
Mi amigo supone que el misterio persistirá, y cree tener una punta del ovillo para tratar de explicarlo. Vayamos por otro camino, me dice. Supongamos que la familia se haya conjurado para defender a María Marta de algún motivo de íntimo deshonor, y del consiguiente descuartizamiento mediático que permite una audiovisualidad sensacionalista ya sin límites (como hoy vemos en el caso Candela). Todos los seres humanos tenemos una zona secreta, generalmente vergonzosa, inconfesable. A veces se trata de alguna irregularidad sexual, un pecado de conducta, un desvío de dinero, alguna trasgresión. Que para ciertos seres se torna invivible en caso que se descubra , mientras que para otros podría ser banal y corriente. Algo como creía nuestro Roberto Arlt cuando en Los Lanzallamas hablaba del "crimen que no se puede nombrar" que casi todos llevamos en lo profundo. Algo recóndito, mínimo a veces, pero que expuesto a los invasivos reflectores de la impudicia mediática y de fiscales y jueces que construyen su carrera a través de declaraciones y publicidad puede agregarle a la víctima el calvario de una segunda muerte, la del desprestigio, la del manoseo de la intimidad. Un crimen puede confesarse, una íntima debilidad, puede ser soportable para unos pero capaz de llevar a otros al borde de la vergüenza intolerable y hasta al suicidio.
El novelista me dice que los parientes acusados de la familia Belsunce tal vez sabían o pudieron creer que el asesino pudo estar vinculado a alguno de estos aspectos privadísimos de la víctima. Encontraron el cadáver con una herida en la cabeza. Una herida localizada, disimulable, causada por disparos de calibre menor. En el atolondramiento, la sorpresa terrible, y la lógica alteración psicológica ante el cuerpo sin vida se tentaron por la posibilidad de evitar el escándalo y el atroz manoseo que indudablemente sobrevendría. Se decidieron posiblemente por la coartada de inhumar lo antes posible el cadáver con la explicación de un accidente mortal. Intentaron gestionar la inhumación rápida y la certificación médica de un "golpe accidental contra la canilla de la bañadera". Salvarían, pensaron, el honor de María Marta, de sus padres y de una familia honorable y prestigiosa. La ahorrarían a su querida María Marta, asesinada miserablemente, el menudeo impúdico de una justicia impotente ante los movileros y bachilleres del negocio audiovisual argentino y de la locuacidad de los togados que abandonan los estrados por la pantalla televisiva como lo comprobamos cotidianamente. La resolución compartida por todos fue tal vez, según mi amigo, la de evitar el aluvión mediático revolviendo y ensuciando la privacidad de María Marta. Ese móvil los llevó en el momento de shock a improvisar una defensa de la privacidad, considerando que tocaba a la justicia descubrir al criminal.
No encubrieron. Nunca creyeron que el marido de María Marta fuese el asesino, pero sintieron que debían ahorrarse y ahorrarle a la memoria de la victima lo que hoy pasa en Argentina en casos parecidos.
El novelista amigo me recordó el famoso policial Asesinato en el Orient-Express en el que Agatha Christie decide burlarse de la obligación tácita del género de respetar el dogma del señalado "principio de crimen-castigo" y del acatamiento de los principios de exclusividad de la justicia de los códigos,de la justicia oficial.
El tren de lujo, el famoso Orient-Express, queda varado por una tormenta de nieve de Serbia y en la madrugada helada aparece asesinado de doce puñaladas un rico empresario que es en realidad un mafioso que asesinó años atrás una niñita y que zafó a la condena por falta de pruebas. A bordo del tren se encuentra el astuto Poirot. El detective siempre jurídicamente correcto de la Christie, advierte que seis puñaladas son violentas, marciales, y las otras seis casi delicadamente venusinas. No viene al caso narrar la divertida investigación de Poirot. Descubre que el asesino es múltiple y con decisión unánime. Son doce personas de diferente origen y nacionalidad pero que vivieron el repulsivo asesinato de la chiquita y vieron la destrucción de una familia feliz por causa de un perverso criminal serial. Estas doce personas se complotaron y decidieron dar una puñalada cada uno, como sacramentadas en un rito marginal a la justicia oficial, la del dura lex, sed lex, que por error benefició al mafioso para que pudiese continuar su repulsiva perversidad y dejó a la familia de la niña vejada sin la reparación de justicia y moralmente demolida.
Poirot, hombre de justicia y legalidad se ve enfrentado por su creadora ante la perplejidad de denunciar a doce personas indignadas justamente en nombre de otra dimensión, discutible, de la justicia. Es el peor momento de su carrera de investigador y opta por no denunciar a los doce justicieros, espiritualmente aplastado al sentirse cómplice de doce asesinos.
¿Qué tiene que ver este famoso policial con el caso Belsunce? ¿Sugiere invitar a los jueces a ver la cara oculta de lo aparente?
El novelista no me contesta. Mira el reloj y se va precipitadamente. Me deja con una perplejidad similar a la que pudo angustiar a Hércules Poirot.
Ya a solas pensé que así como los complotados del Orient-Express "completan" una justicia oficial deficiente y permisiva, los miembros de la familia Belsunce probablemente quisieron ahorrarle a María Marta el veredicto ilegítimo de la opinión creada por los medios capaces de imponer una contramemoria, una imagen falsa, "sucia" o parcial de una persona excelente y amada. La hipótesis del novelista me quitó el sueño hasta la madrugada. El caso Belsunce "no cierra" y los fiscales y jueces arrancaron mal. Seguramente creerán aliviarse con sentencias que los tribunales superiores deberán corregir.
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