martes, 15 de noviembre de 2011

CLARICE LISPECTOR El lugar donde reside la verdad

El lugar donde reside la verdadCerca del corazón salvaje es el lugar de la escritura que Lispector elige habitar desde éste, su primer libro, del año 1944 –partiendo de una cita de Joyce– y que sostiene como proyecto estético hasta el final de su vida, en el que se propone capturar lo real por fuera de los mecanismos de la representación, con las consecuencias estéticas y filosóficas que tal empresa supone. Observar, sentir, percibir en forma ampliada “continuando con el hilo de la infancia” configura un arte poético en la que creación es sinónimo de libertad ilimitada.

El ruido de la máquina de escribir del padre (lugar de inscripción de Joana, la protagonista) abre un relato en el que la escucha, el tacto y la mirada comparten el umbral a partir del cual la imaginación transforma la experiencia que, para esta autora, es el lugar donde reside la verdad. Y si el lenguaje es para Lispector motivo de reflexión incesante, los pensamientos adquieren una materialidad que los sitúa en la misma serie que los objetos, las personas, los sentimientos, configurando unidades de sentido o filosofemas. “Un punto único sin dimensiones es el máximo de soledad”, afirma Joana al descubrirse en la imposibilidad de la comunicación y de habitar en el amor a Otávio, su marido.
Los hechos, la peripecia, no son para Lispector el objeto de su escritura, sino su naturaleza, porque de lo que se trata es de captar su misterio y no de explicarlos. El hechizo, la magia, el trance es el modo de abordar y poseer la cosa misma, pensar dentro de ella, vivir más allá de sí, desarticulando los límites de lo humano como síntesis de su proyecto estético y ético. “No perderme en grandes ideas, yo también soy una cosa”, afirma un personaje en una escena de escritura y advierte: “Los voy a conmover a todos”.

Descubre el principio constructivo de la creación poética en el pensamiento nacido de una sensación que le dará la “revelación de un mundo”. “Flores sobre la tumba” es la idea que a Joana le da el saber sobre la muerte de su padre.
Intuye que en la idea del tiempo, la sucesión, está la belleza y se propone capturarlo. La imagen de la ola, el instante en que el futuro golpea el presente disolviéndolo, la liga a la búsqueda estética de Virginia Woolf, cuya novela Las olas, de 1931, resuena en toda la obra de Lispector. En ambas, esta búsqueda es un ansia que las constituye y se proponen obturar la conciencia (“concederse un intervalo entre ella y ella misma”) para percibir el paso del instante.

La mirada infantil extrañada (“miró las cosas como si estuvieran locas”) será la única capaz de formular nuevos pensamientos y desacomodar los que la costumbre cristaliza, como la pregunta de la niña Joana a su maestra acerca de qué pasa después de ser feliz, cuando acaban los cuentos. Como la percepción de los objetos en su pura sensorialidad que le enseñan que “algunas cosas existen, otras están”.

Contra la literatura que traza planes sostiene que el arte debe partir de la escena infantil que se pregunta ¿por qué? La curiosidad, la imaginación; arriesgarse a jugar, mezclar materiales y ver qué pasa nos llevará a descubrir, afirma, que nada que no haya sido creado puede ser creado, sólo revelado.
Delinea los personajes en términos plásticos y Joana, en su imprecisión, será una línea de fuga, mientras que Lídia, la amante de Otávio, mujer domesticada por la maternidad, será consistente como una montaña y el profesor, objeto de deseo de la adolescente Joana, será percibido como “un gran gato castrado” algunos años más tarde. Los sentimientos como los celos, tendrán la materialidad del “acero frío rozándole el corazón caliente” y su soledad constitutiva, la constatación de que “puedo morir de sed frente a mí”.

La percepción física del tiempo como “segundos que gotean” en la escena de la separación, habla de una percepción íntima y arbitraria del tiempo (“el largo pasado que acababan de vivir”) que se asimila a la imagen de la ola a punto de estallar. “…sintió acumularse dentro de sí el tiempo vivido”.
Consciente de la radicalidad de su apuesta estética que, como toda experiencia vanguardista, involucra al artista y lo funde con su obra, asume el riesgo y nos invita a “mirar de frente la rasgadura”, esa grieta por donde lo irrepresentable, “el fondo de las cosas”, la verdad que habita en el sueño o en el deseo, se manifiesta.

Y en el final de la novela, Lispector nos entrega su manifiesto poético: “…seré fuerte como el alma de un animal y cuando yo hable no serán palabras pensadas y lentas, no apenas sentidas, … ¡no el pasado corroyendo el futuro! ¡lo que yo diga sonará fatal y entero! …Seré brutal y malhecha como una piedra, seré leve e imprecisa como lo que se siente y no se entiende…”.
La experiencia de lectura (y de la crítica) confirma esta apuesta de una obra que sólo es posible capturar aventurándose al encuentro con lo que el lenguaje (y la literatura) tiene de conmocionante e “impreciso como lo que se siente y no se entiende”.

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