lunes, 3 de septiembre de 2012

El FBI, una historia de operaciones secretas

En Enemigos (Debate), Tim Weiner, periodista de The New York Times, indaga en el polémico historial de la agencia norteamericana. Aquí, un fragmento



Obama había alcanzado la madurez como adalid de las libertades civiles y el derecho constitucional. Una vez en el Despacho Oval, adoptó una línea más dura de la que había proclamado en público, y sus decisiones sobre antiterrorismo a veces asombraban a sus partidarios. Decidió dar caza y liquidar a Al-Qaeda en Afganistán y Pakistán. Asimismo, Estados Unidos extendió su lucha a miles de personas adheridas al credo de la jihad. Guiado por el imperativo de prevenir un nuevo ataque, Obama había ido más allá que sus predecesores a la hora de solucionar los rompecabezas del antiterrorismo. Era el primer presidente desde el final de la Guerra Fría que coordinaba los poderes militares y de inteligencia de Estados Unidos formando unas fuerzas letales guiadas por reglas claras y precisas.
Bajo la administración de Obama, la CIA y el Pentágono eliminaron a cientos de presuntos terroristas, y a veces también a civiles, con una incesante lluvia de cohetes disparados por aviones no tripulados sobre Afganistán y Pakistán. Mientras los comandos estadounidenses mataban a Osama ben Laden y a otros líderes de Al-Qaeda, el Departamento de Estado utilizaba su capacidad de presión diplomática para obtener la cooperación de muchos de los países islámicos, ayudado en ello por las revueltas de la primavera árabe, desencadenada por diversas rebeliones contra dictadores en favor de la democracia. Para mantener la ley y el orden en la guerra contra el terrorismo, Obama dio al FBI el control sobre los presos más duros de Al-Qaeda, los denominados "detenidos de alto valor", confiando a Robert Mueller y a sus agentes la tarea de detener e interrogar a los terroristas sin violar las leyes y libertades estadounidenses.
Ahora el FBI formaba parte de una creciente red global de sistemas de seguridad nacional interrelacionados, conectados a su vez a una red de información secreta compartida entre policías y espías de todo Estados Unidos y del resto del mundo. La Oficina atrapaba a más sospechosos con un mayor número de operaciones, que además eran más sofisticadas. A veces operaba en los límites de la ley, y posiblemente los excedía, a la hora de vigilar a miles de estadounidenses que se oponían al gobierno con palabras y pensamientos, no con obras o complots. Pero también utilizaba un magnífico trabajo de inteligencia en casos como, por ejemplo, la detención de Nayibullah Zazi, un inmigrante afgano aliado con Al-Qaeda que fue llevado ante un tribunal federal de Nueva York, donde se declaró culpable de conspirar para poner una bomba en el metro al acercarse el décimo aniversario del 11-S. En octubre de 2011, otro terrorista inspirado en Al-Qaeda, Umar Farouk Abdulmutallab, se declaró culpable de intentar destruir un avión de la compañía Delta con 278 pasajeros a bordo sobre Detroit el día de Nochebuena. Llevaba los explosivos escondidos en su ropa interior.
En el frente interno, los estadounidenses se habían habituado al ojo vigilante de las cámaras de circuito cerrado, las manos enguantadas de los agentes de seguridad en los aeropuertos, y a ver a un montón de policías y soldados de la Guardia Nacional en uniforme de combate. Muchos estaban dispuestos a renunciar a libertades de buen grado a cambio de la promesa de seguridad. No podían llegar a amar al Gran Hermano, pero sabían que ahora formaba parte de la familia. Hubo, sin embargo, un signo de que el imperio de la ley constitucional podía regir el antiterrorismo en los años venideros. El 7 de noviembre de 2011 surgió una nueva serie de directrices para las investigaciones de inteligencia del FBI. Llegaban tras una década de lucha en torno a cómo utilizar los inmensos poderes otorgados a la Oficina en la guerra contra el terrorismo, y después de tres años tratando de reparar el daño causado durante la administración de Bush en nombre de la seguridad nacional.

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