Se publican por primera vez en castellano los Cuentos completos (RBA) de este clásico del siglo XX, autor del célebre Regreso a Brideshead, pero también de las novelas Decadencia y caída, Cuerpos viles, Un puñado de polvo, Noticia bomba y Hombres en armas.
E l Papa tiene acciones en el casino de Montecarlo. Eso le decía a Evelyn Waugh su colega y amigo Henry Green para difamar su catolicismo. Waugh le respondía que apostar no es un pecado, excepto que uno pierda más de lo que tiene. Uno de los sueños de Waugh durante su infancia había sido el de hacerse cura. Un pequeño altar de cartón se destacaba en su habitación y, con tías que hacían de extras e incienso mediante, actuaba de sacerdote y ensayaba una liturgia casera. Para una Navidad, en lugar de juguetes pidió un crucifijo.
Waugh no era de familia católica. Lo suyo fue una conversión no exenta de polémica, que su padre rebautizó la “perversión” romana. Su padre fue editor y escritor; su madre, hacendosa y reticente, no tenía intereses literarios pero “leía un libro cada quince días, siempre uno bueno”. Su hermano Alec, cinco años mayor (según Waugh esta distancia fue insalvable, en la infancia y más tarde), no sólo escribió sino que llegó a ser un insistente best-seller. La tradición literaria de los Waugh fue un fenómeno único y se prolongaría con el hijo de Evelyn, Auberon, y con su nieto Alexander. Según Evelyn, él y su hermano Alec eran de la misma altura: “Los Waugh redujeron su estatura a lo largo del siglo diecinueve, acaso porque era conveniente para su actitud mandona optar por esposas petisas”.
Orgulloso de sus conexiones familiares con los pintores prerrafaelistas, en un principio Evelyn quiso ser ilustrador y calígrafo. El relato Tiempos escolares de Charles Ryder, incluido en los Cuentos completos, narra con afecto esa última afición, “de solterona”. Trabajó brevemente de cronista y por un período más extenso, de maestro. Waugh decía que la esencia del periodismo era el entusiasmo y tal vez lo que le faltaba era eso, entusiasmo por el periodismo. Construía y restauraba muebles. La afición por lo práctico no es infrecuente en ciertos escritores ingleses (basta pensar en William Golding o en Patrick Leigh Fermor); lo mismo que su coraje (Waugh y Leigh Fermor participaron de la Primera y la Segunda Guerra, respectivamente). De joven, endeudado y deprimido, Waugh amagó con un suicidio: se internó en el mar hasta que un cardumen de aguas vivas lo instó al arrepentimiento y lo mandó de vuelta a la orilla. Más tarde, emprendió viajes por Africa y Sudamérica que radicalizaron su fobia por lo extranjero. Lo transcribió y reunió en el volumen When the Going Was Good. (Cuando le solicitó al legendario viajero Wilfred Thesiger si podía acompañarlo a Etiopía, éste se negó y tiempo después dijo: “Si Waugh hubiera venido, sospecho que sólo uno de nosotros habría regresado”.)
Los cultivados prejuicios de Waugh –en ese entonces un conservador nato; hoy un hombre políticamente insurrecto–, abonados como estaban por una inteligencia y una malicia de pareja gracia, no le impedían dar en el blanco con frecuencia: “En el siglo dieciséis la vida humana era desordenada y el talento estaba anulado por la obsesión con la teología”, escribió en 1945; “hoy vivimos atormentados por la política”. El Waugh que había demostrado su valentía en las fuerzas armadas destinadas en Creta, y en una misión en Yugoslavia para verse con el mariscal Tito, era el mismo que entrevistó a Mussolini y el que creía firmemente que los niños tenían que permanecer fuera de la vista y del alcance del oído. Su biógrafa Selina Hastings lo definió de este modo: “La reputación de Evelyn Waugh descansa en dos premisas: que era uno de los grandes estilistas en prosa del siglo veinte, y que como hombre era un monstruo”.
Para Jonathan Raban, era una condición de la grandeza de Waugh “como escritor el hecho de que no haya sido consciente de lo intolerable que era como persona”. La declaración de principios y de guerra de Waugh es clara al respecto: “La humildad no es una virtud propicia para el artista. Con frecuencia es el orgullo, la imitación, la avaricia, la malignidad –todas las cualidades odiosas– las que llevan a un hombre a completar, elaborar, refinar, destruir, renovar, su obra hasta que haya hecho algo que gratifica su vanidad y envidia y ambición. Y haciendo esto, enriquece al mundo más que los buenos y los generosos, aunque pueda perder el alma en el camino. Esa es la paradoja del logro artístico”. Algunos decían que había heredado la crueldad de su abuelo, que fue capaz, entre otras cosas, de matar a una avispa posada en la frente de su mujer con el mango de un bastón.
Temas y variaciones. Borradores inacabados, versiones modificadas o finales alternativos de novelas publicadas, piezas de juvenilia, retratos parciales de Oxford. Ejercicios de misantropía y esbozos de tenue ciencia ficción. Indagaciones sobre el peso de la prosapia y los alcances de la maldad. Lo social en todo su repertorio de hipocresía, imbecilidad y vanidad (incluida la guerra como compendio de las tres). Es rico el abanico temático y formal de los cuentos de Waugh. La vida de entreguerras en Inglaterra de familias urbanas y de provincia. Preparativos para una fiesta en una casa que se venderá pronto. Un estudiante expulsado es contratado para pasear por Europa a un joven aristócrata, un retardado sospechoso. Un señor que dejará a su amada durante un tiempo y compra un perro para que mantenga alejados a los eventuales cortejantes. Un crucero por el Mediterráneo y otras accidentadas incursiones en el exterior. La expedición al Amazonas de un hombre que queda solo en medio de la jungla, hasta que da con un excéntrico que lo toma de rehén para que se pase el día leyéndole novelas de Dickens. Los escenarios son a menudo hoteles y restaurantes, y en dos de los relatos reaparecen Basil Seal y Charles Ryder, figuras familiares para veteranos lectores de Waugh.
En La balanza, el lector se cruza con un condiscípulo, un comprador de libros: “La excitación de la búsqueda y el orgullo del hallazgo han trastocado su sentido del valor.” Dos hombres se encuentran en un puerto a orillas del Mar Rojo y discuten: “Cada raza tenía sus peculiaridades: unos no se lavaban, otros tenían extrañas ideas sobre la honestidad… La gente que vive en las zonas remotas del globo terráqueo suele tener ideas inamovibles sobre casi todo”. Los anacronismos de Waugh son como él, recalcitrantes, y como él, no pocas veces redentores y aun emotivos. En La Europa moderna de Scott-King, leemos: “Seguiré dando mi materia mientras haya un solo chico que quiera estudiar Clásicas. Creo que sería una maldad hacer algo con el fin de capacitar a un muchacho para el mundo moderno”. En otro cuento, Una casa de gente bien nacida, Waugh revela secretos del oficio: “A veces tengo la impresión de que la naturaleza, como un autor indolente, es capaz de rematar en forma de relato corto lo que sin duda tenía pensado que fuera el arranque de una novela”. En efecto, sus novelas siguen siendo la puerta de acceso más oportuna para quien nunca leyó a Waugh; los cuentos serán mejor bienvenidos por los conversos.
Heredero de Ronald Firbank, coetáneo de Henry Green, excepto en The Ordeal of Gilbert Pinfold, Waugh parece situarse por debajo de ellos en riesgo, gusto y originalidad. El mundo ha avanzado –progresado, no– tan rápido que la obra de Waugh se ve más ajada, más anticuada de lo que está. Los objetos, los tópicos, los escenarios, todo envejeció, cierto, pero no el humor que viaja de lo sutil a lo corrosivo a la velocidad del rayo, y gracias a él es posible apreciar las reservadas cualidades de lo invenciblemente remoto. Waugh leía y releía a P.G. Wodehouse y admiraba al Kenneth Grahame de El viento en los sauces, y a un elenco de próvidos practicantes como Ford Madox Ford, E.M. Forster, Graham Greene, Henry Green, Anthony Powell, William Gerhardie, Ivy Compton-Burnett y Angus Wilson. Reconoció tempranamente el talento de Julian Maclaren-Ross (luego tuvo la generosidad de escribir una carta de apoyo para que Maclaren-Ross pidiera un subsidio) y de V.S. Naipaul. Es difícil negar que de no haberse codeado con amistades como la de los mencionados Powell y Green, y de otros desclasados como Robert Byron, Harold Acton y Maurice Bowra, la obra de Waugh habría sido otra. (Hubo una época en la que se escribía para amigos exigentes, de los que salvaguardan el rigor constante; hubo una época en que existían amigos como Powell y Green.)
El intercambio epistolar con Henry Green, de hecho, fue abundante y filoso. Se cruzaban halagos y críticas con ecuanimidad, aunque parece haber habido, de parte de Waugh, un dejo de envidia por una obra que en algún momento –un descuido del ego– tildó de genial. Tal vez Waugh creyera en las palabras de Edmund Campion, el mártir jesuita sobre el que escribió una monografía maravillosa: “Al fin podremos ser amigos en el cielo, cuando todas las heridas sean olvidadas”.
Uno de los que podía competir con Waugh en arbitrariedad era Borges, que decía que los libros de aquel “eran muy desagradables”. Borges, por ejemplo, fue capaz de elogiar y censurar con la misma cordura a su amigo el poeta Carlos Mastronardi. Acaso le envidiara una manera de hacer poesía que a él le resultaba imposible, técnica y temperamentalmente, y cabe preguntarse si en el fondo lo que quizá Borges más codiciara era la infancia de campo que había hecho posible una poesía como la de Mastronardi. (Envidiarle la infancia a otro es una anomalía menos inusual de lo que se cree, probablemente una de las degradaciones más tristes que puedan detectarse.)
Estilo y estilete. La definición que dio Waugh de Edmund Campion puede aplicarse a él mismo: “Prosa admirable, que hace pensar en la seguridad y el buen humor con la que fue escrita”. Graham Greene lo vio desde otro ángulo: “El estilo de Waugh es como el Mediterráneo antes de la guerra: tan transparente que se puede ver hasta el fondo”. Cyril Connolly decía que “la sátira de Waugh en sus libros tempranos derivaba de su ignorancia de la vida. Las cosas crueles le resultaban graciosas porque no las entendía y era capaz de comunicar esa comicidad”. Algo que se conecta con lo que apuntaba John Bayley, para quien la biografía de Waugh “demuestra cómo un escritor idiosincráticamente bueno necesita, a su modo, entender mal las cosas”. Otro desajuste que resultaba fructífero fue señalado por Clive James: “Comportarse como si la historia reciente no hubiera ocurrido era una de las características constantes de Waugh. Es la principal razón por la que sus libros siempre se ven tan frescos”.
Según Anthony Burgess, la novela Descenso y caída no habría mantenido su frescura de no haber estado basada en uno de los grandes temas de la literatura occidental: “El derecho del hombre decente a encontrar decencia en el mundo”. Cuando el narrador y crítico V.S. Pritchett describió a un personaje de Waugh, lo hizo de este modo: “Está sutilmente provisto de la reticencia y la decencia que insinúan una vida profundamente satisfecha con los daños que se le han infligido”. Fue el mismo Pritchett el que subrayó, a propósito de Waugh, que “debe recordarse que todos los humoristas sufren de exceso de trabajo”.
Cuanto mayor éxito tenía, más melancólico se ponía Waugh: “Sólo cuando uno ha perdido toda curiosidad por el futuro ha llegado a la edad de escribir una autobiografía”. Finalmente, le llegó el momento –como lo escribió en Regreso a Brideshead– de “las horas oscuras que, al igual que el cero en la mesa de ruleta, aparecen con una regularidad relativamente predecible”. Al releer la obra, el lector rehace esa vida (como si en lugar de leer se hubiera quedado dormido y las páginas corrieran hacia atrás, acaso movidas por el viento). Y el lector se despierta en el pasado, que es donde pertenece la literatura de Waugh; un pasado tan promisorio como un antojo. ¿Es el de Waugh un mundo cerrado, clausurado, un parque temático en desuso? De pronto, recorriendo los puestos anacrónicos, embalsamados, llega una voz, la de quien quedó en el predio a solas, el sereno que enloqueció, o su voz grabada, y esa voz nos encandila con su ritmo, las pausas y los paréntesis recién llegados.
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