En su último libro, La audacia y el cálculo (Sudamericana), Beatriz Sarlo analiza la era K. En este fragmento,la gran apuesta de Kirchner y su astucia para hacer de los conflictos sectoriales batallas ideológicas
K irchner acertó una apuesta, cuyo resultado no era evidente, al convertir las elecciones parlamentarias del 2005 en un plebiscito de medio término. Todo Presidente prefiere ganar esas elecciones antes que perderlas. Esto es muy obvio y, por eso, acá y en Estados Unidos, como en cualquier parte, participa en las campañas de sus candidatos. Pero Kirchner fue un paso más lejos al jugar a Cristina Fernández como cabeza de lista en la crucial provincia de Buenos Aires (donde debía derrotar al duhaldismo, sobre cuya debilidad todavía no se estaba demasiado seguro). Plantear las elecciones dramatizando al máximo la coyuntura implica abrir un momento de decisión, donde el pueblo actúa como voluntad soberana. Implica, entonces, un momento político por excelencia. Kirchner tomó ese riesgo. De allí en más, todas las acciones se concentraron en acumular lo ganado como trofeo del poder de decisión presidencial. No ganó un partido sino un hombre. El "liderazgo de popularidad" es, por supuesto, personalista.
En la campaña para esas elecciones, Kirchner pedía el voto como llave maestra para abrir una nueva etapa. Si las ganaba, derrotaba, en primer lugar, a quien había sido su antecesor, Eduardo Duhalde, y con esa derrota calculaba acertadamente, porque conocía el Partido Justicialista, que recibiría de inmediato los apoyos y las transferencias de poder que todavía lo esquivaban. Kirchner, con una boleta que no llevaba el término "justicialista" y con apoyos ilusionados de extrapartidarios, consolidaba su poder en el peronismo. No se equivocaba: en la madrugada de la victoria, entre gallos y medianoche, abandonaron a Duhalde y se hicieron kirchneristas los fieles Díaz Bancalari y Pampuro, nombres importantes del derrotado peronismo bonaerense que hasta entonces llevaba los colores duhaldistas. Había llegado su gran momento.
Kirchner lo había preparado con su discurso de campaña. En todos los rincones del conurbano, mientras entregaba títulos de propiedad, inauguraba pavimentos o prometía obras, repetía: "Cuando venga octubre me van a decir si me dan la fuerza para seguir cambiando Argentina o eligen otro camino. Le pido firmemente al pueblo argentino que me ayude". Y ya con los resultados en la mano, el jefe de Gabinete Alberto Fernández no fue más cauto: el resultado era "casi como un plebiscito a la gestión". El Presidente vivía su primer triunfo electoral nacional.
Después de la victoria, Kirchner se percibe a sí mismo como constructor de una línea del peronismo que no parte del 17 de octubre de 1945 y de los Hechos del General, como la que fuera durante décadas la línea canónica, sino de los Hechos de los Apóstatas, los jóvenes peronistas radicalizados. Por eso, como se vio, cuando nada lo anunciaba en su pasado, Kirchner hizo de la reivindicación de los setenta uno de los rasgos de su fisonomía ideológica, fundamentalmente a través del discurso sobre derechos humanos, justicia y terrorismo de Estado. En la década del noventa, estas ideas habían perdido gran parte de su capacidad para seguir produciendo hechos en el presente; Kirchner abrió de nuevo un capítulo cerrado, excepto para los más fieles a esa tradición de los setenta que, por eso mismo, eran también bastante marginales en el Partido Justicialista, o se habían reconvertido como menemistas o directamente estaban fuera de sus estructuras.
Carlos Altamirano, en un reportaje aparecido en Perfil, ha dicho, con desprejuiciada inteligencia y buena observación del terreno: "Hoy gobiernan los Montoneros". Pero ¿qué quiere decir "montoneros" hoy? Kirchner trazó un nuevo punto de partida del peronismo, promoviendo una línea de autorreconocimiento generacional, con la siguiente fórmula: identificación con el ethos de entonces, creación de las políticas adecuadas al presente. Ahora bien, ¿sólo el rescoldo de los valores queda de aquel pasado?
También sobrevive la distancia desdeñosa frente a las instituciones republicanas y la libertad de prensa. Como a la juventud peronista radicalizada, al kirchnerismo no le importan las formas "burguesas" institucionales de la política. En 1973, este desprecio se alimentaba de la confianza en que las masas, siguiendo un élan revolucionario, desarrollarían formas más profundas e igualitarias de gobierno; la conducción del general Perón sería desbordada por el movimiento del pueblo (que respondería a su vanguardia armada). Hoy, en cambio, significa que la república institucional, siempre incómoda para el peronismo, es reemplazada por un Ejecutivo poderoso, implacable y concentrado en la figura presidencial. Con el ethos de los setenta, regresa la antipatía histórica del peronismo por las instituciones deliberativas, donde hay que escuchar voces opositoras, júzgueselas como se las juzgue.
Algunos razonan, con la agudeza del cinismo, que con este Parlamento y esta oposición la república kirchnerista es la república posible. De hecho, durante décadas, se ha dicho esto de diferentes maneras y con diferentes jefes. Con Kirchner pareció más a propósito, en primer lugar por la importancia de las políticas de justicia en lo que concierne al terrorismo de Estado y la renovación de la Corte Suprema; también por el trauma del 2001 con sus episodios emblemáticos: los saqueos y muertes, y la desorganización total de la nación, entre otras razones por la difusión de las cuasi monedas provinciales y los años de inestabilidad jurídica provocada por el corralito y el default. Kirchner también es aceptado por la prosperidad económica que embellece cualquier distorsión de la República, como sucedió durante buena parte del gobierno de Menem.
Así, no es sorprendente que el somero aunque enfático discurso de Kirchner lograra cubrir una parte considerable del espacio progresista. [...]
Pero hubo dos acontecimientos que develaron la "forma" Kirchner y dejaron ver, hasta el menor detalle, el estilo que le imprimió a los conflictos considerados cruciales: la no negociable ni negociada Resolución 125 y la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisuales. Aunque la palabra, y su apócope, no se usara desde el principio, los enemigos, en ambos casos, se definieron, en el lenguaje de 6 7 8 , como las "corporaciones", la "corporación" (periodística, agraria) o la "corpo". [...]
En su discurso de espaldas al Congreso del 15 de julio de 2008 (el más bravío de todo ese enfrentamiento), Kirchner recurrió a una oposición que de un lado ubicaba a todos los argentinos y del otro lado, a muy pocos. [...] La eficacia de este par de opuestos tiene un fundamento histórico. Remite, aunque no se la nombre invariablemente, a una contraposición con densa historia: la de Pueblo y Oligarquía en la versión más esquemática y difundida del peronismo. [...]
Esta misma conversión de un conflicto en escena abiertamente ideológica sucedió con la ley de servicios audiovisuales. [...]
La libertad de prensa y la igualdad de condiciones de los medios frente al Estado no había sido nunca una preocupación ni de Perón, ni de la JP ni de los Montoneros. A Kirchner le sobraban antecedentes en el propio movimiento peronista para anunciar, desde un principio, que con los dueños de medios se hacen negocios para tenerlos de este lado o se los ataca. No fue para él una cuestión de principios, sino una cuestión de método.
Por eso, el kirchnerismo sólo recordó que quería con urgencia una nueva ley de medios audiovisuales cuando se agudizó la escalada contra el Grupo Clarín, ese al que en los primeros años de gobierno había considerado su aliado. Como sucedía con Kirchner, una ley que podría haber sido democrática y culturalmente interesante fue un arma en la riña cotidiana y eso le dio su sesgo a aspectos fundamentales, como la casi inevitable hegemonía del Poder Ejecutivo sobre los organismos de control y administración del sistema de medios. [...]
La última instancia
Esta fue la "forma Kirchner". Recurrió siempre a la última instancia.
Ese fue su territorio. Colocó sistemáticamente los conflictos en el punto en que un solo camino era transitable. Para ello debió dramatizar cada una de las circunstancias y presentar todos los temas como decisivos para la victoria final. No era suficiente decir que se consideraba justo que los agrarios perdieran algo de su renta para que estas riquezas fueran distribuidas, lo cual habría instalado la discusión en un tira y afloje propio de la política. ¿Quiénes deben perder más entre los agrarios? ¿Cómo diferenciar en su interior a fracciones muy diferentes? ¿Por qué eran ellos y no otros rentistas, como los financieros, mineros y petroleros, los que debían coparticipar sus ganancias? ¿Qué otros se beneficiaban de un lucro extraordinario? Las preguntas volvían al problema más complejo pero, al mismo tiempo, lo desdramatizaban, porque requería una discusión en detalle (y también afectar a capitalistas amigos del ex Presidente).
Kirchner optó por el camino directo, la puesta en escena dramática y el discurso de oposiciones netas apoyado en vagos paralelos de una historia tanto real como mitológica. Esta forma mentiskirchneriana se implantó sobre una concepción del presente: se gobierna siempre en estado de excepción.
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