Lo único que Tom Wolfe quiere es contar historias. Le hago –le hacen– preguntas que rara vez responde si no encuentra una anécdota que cumpla al pie de la letra con lo que él mismo postuló para despabilar el modo de narrar la realidad que tenía el periodismo en los años 60. Con tal de contar la historia que vino a contar, reproduce diálogos como un ventrílocuo y describe, cual perito en la escena del crimen, ambientes y personajes. “Escribí durante años en un suplemento dominical (el del New York Herald Tribune), donde uno tiene una sola oportunidad: la gente lo levanta del piso, en la puerta de su casa, mira una nota y lo tira. Así que empecé a elaborar estrategias para que el lector no me abandonara”, dice Wolfe.
“Lo que me interesó no fue sólo el descubrimiento de que era posible escribir artículos muy fieles a la realidad empleando técnicas habitualmente propias de la novela y el cuento. Era eso... y más –escribió en El Nuevo Periodismo, algo así como un manual de instrucciones de su método, publicado en 1973 y ratificado hoy, cuatro décadas después–. Era el descubrimiento de que en un artículo, en periodismo, se podía recurrir a cualquier artificio literario, de los tradicionales dialoguismos del ensayo hasta el monólogo interior y emplear muchos géneros diferentes simultáneamente, o dentro de un espacio relativamente breve... para provocar al lector de forma a la vez intelectual y emotiva.” Esta vez, vino a provocarnos con Bloody Miami, su cuarta novela –después de La hoguera de las vanidades (1987), Todo un hombre (1998) y Yo soy Charlotte Simmons (2004)– en la que derrama su ácido sobre Miami, “la única ciudad del mundo, hasta donde yo sé, copada por gente que inmigró recientemente de otro país (Cuba), con otra lengua y con otra cultura y que, en el lapso de una generación, ha logrado hasta gobernarla políticamente”.
Allí ambientó estas postales despiadadas de una ciudad estereotipada por el malhumor de los pocos anglosajones blancos que –al no hablar español– se sienten extranjeros en su propio país, por los bares rusos donde la gracia del show es al desnudo, por el caretaje del mundo del arte y sus falsificaciones, por esos eternos jubilados que se mudan allí celebrando la amabilidad del clima, por la otra cara de Little Habana y de Little Haití.
Uno de los protagonistas de Bloody Miami es Néstor Camacho, el policía cubano-americano que rescata a un refugiado cubano que termina arrestado por la Guardia Costera y se convierte en su propia pesadilla. “Hoy, si un cubano logra poner un pie sobre tierra firme en los Estados Unidos, es automáticamente considerado. Pero si es capturado en el agua, se lo devuelve a Cuba. Yo tomé esta idea para planificar mi novela”, dice.
Mr. Wolfe está en el bar del hotel Casa Fuster, uno de los edificios modernistas de Barcelona, construido en 1908 por Lluis Domènech I Montaner, el otro niño mimado catalán junto a Gaudí.
A los 82, Tom Wolfe sigue presentándose en público con alguno de los cuarenta trajes blancos hechos a medida que ya no sorprenden pero tampoco decepcionan.
Compró el primero, de tweed de seda, poco después de mudarse a Nueva York, en el verano de 1962, cuando consiguió su primer trabajo como periodista. “En esos días los reporteros tenían que usar saco y corbata. Yo tenía dos sacos muy gastaditos. Fui a una tienda y me compré un traje blanco. Durante años me sirvió como sustituto de mi personalidad”, dice.
Camisa blanca con rayas azules, reloj blanco, corbata azul, pañuelo de rigor, medias con estrellitas en blanco y negro y zapatos black and white. ¿Qué hubiera hecho en mi lugar el cronista feroz que fue Wolfe en los 80? ¿Se privaría de revelar que al outfit de dandy del entrevistado –en este caso, él mismo– habría que sumar una dosis aguda de artrosis que le complica maniobras simples como abrir el saquito de azúcar para endulzar su café?
Hace años le preguntaron qué era lo que más lo enojaba. “La humillación –dijo–. Jamás olvido. Sé esperar. Me resulta fácil acumular rencor.” Entonces, mientras pienso que si algún día le traducen esta entrevista se arrepentirá de haberme autografiado con esmero un ejemplar de Bloody Miami con su propia lapicera de punta gruesa, apuro una pregunta sobre cómo documentó la novela. Y él, que vive en un piso catorce del Upper East Side de Manhattan, en Nueva York, detalla que hizo doce viajes a la Florida –“el más largo duró tres semanas”– para instalarse en el hotel top Mayfair de Coconut Grove y, desde allí, embadurnarse de Miami.
Oscar Corral, un ex periodista del Miami Herald cuestionado por denunciar casos de corrupción entre los anticastristas, fue su Virgilio en esta Divina Comedia que lo llevó por el infierno, el purgatorio y el cielo de Miami. Otra fuente de la vida real fue el sargento Angel Calzadilla, que poco tiempo después murió y a quien Wolfe dedica la novela. “Corral me presentó a su suegra, una agente inmobiliaria que me llevó a Hialeah, famoso por sus flamencos y por el hipódromo. Hoy es el corazón de la comunidad cubana, aunque los turistas sigan yendo a Little Habana para ver a los viejitos jugando al dominó en el Café Versalles”, dice Wolfe, protagonista del documental Tom Wolfe Gets Back to Blood que Corral filmó durante su exploración de la ciudad.
–En Miami hay una gran comunidad argentina.
–No lo sabía…
–Es una suerte de paraíso para muchos argentinos. Y su novela viene a convertir ese paraíso en un infierno mostrando la parte oscura de Miami.
–¿Oscura? ¿Le parece? A mí me pareció que estaba muy claro... Argentina es el único país al que fui sin un assignment (encargo) para una nota.
–¿Y por qué eligió Argentina?
–Por el tango. Nunca antes había escuchado la música de Astor Piazzolla. Me conquistó. Me convertí en un fan suyo. Creo que es el mayor compositor de la era moderna. Luego, con mi esposa –Sheila Berger, ex directora de arte de la revista Harper’s y con quien está casado desde 1978– descubrimos el tango como danza. En Estados Unidos nadie tocaba tango para bailar ni se bailaba en ninguna fiesta que tuviera música. No sé por qué. Es el mejor ritmo del mundo. Mi esposa y yo comenzamos a tomar clases de tango y empezamos a bailar. Nunca fuimos buenos pero nos encanta el tango.
Tom Wolfe estuvo dos veces en Argentina. En 2005, de vacaciones, y en 2008, auspiciado por el diario Clarín para participar en la 34º Feria Internacional del Libro. “Me apasioné cuando Astor Piazzolla definió su música como el nuevo tango...”, recuerda.
–Algo equivalente a su nuevo periodismo.
–Todo lo que se llame “nuevo” está predestinado a una vida breve.
–El fotógrafo Cartier-Bresson hablaba del instante decisivo, que era ése en el que disparaba el obturador y sacaba una foto. ¿Cuál es su instante decisivo al escribir ficción o no-ficción?
–Nunca he tenido un instante como ése, para decirle la verdad. Cuando escribí este libro, llevaba muchos años pensando en la inmigración pero la mayoría de los artículos que salían en los periódicos eran acerca de cómo los inmigrantes ingresaban a los Estados Unidos y se convertían en ilegales. Yo empecé a preguntarme: “¿Qué sucede con ellos? ¿Qué hacen? ¿A qué se dedican?” Primero había decidido concentrarme en la comunidad de vietnamitas que se instaló en California. Fui a California pero encontré la dificultad no sólo de no hablar vietnamita sino de no entender ni una palabra escrita.
–¿ Y cómo le fue con el español?
–Es una lengua bellísima y mucho más regular si se la compara con el inglés. Estudié español cuatro años en la secundaria y en la universidad y como resultado, cuando trabajaba para The Washington Post y Fidel Castro tomó el poder, en 1960, en el diario miraron en sus archivos y encontraron a ese chico que había estudiado cuatro años de español. Me mandaron a La Habana. Fue una cobertura genial. Sólo que yo nunca les dije que cuando había estudiado español el objetivo no era hablarlo sino leer Don Quijote en su lengua original, algo que tampoco hice. En aquel tiempo podía leer en español. Empecé a leer los diarios comunistas, que se denominaban “de acción”, y decían dónde uno debía estar para tal o cual manifestación. Había historias mucho más increíbles en la prensa comunista.
–Usted diagnosticó la muerte de la novela pero se acaba de despachar con una de 700 páginas. ¿Es otra de esas provocaciones que tanto le gustan?
–Cuando escribí La hoguera de las vanidades mi intención era escribir una novela de no-ficción sobre Nueva York. Había una fiesta que el gran director de orquesta Leonard Bernstein daba para los Black Panthers (Panteras Negras) en su triplex de Park Avenue, en 79th y Park. Logré entrar a la fiesta. Allí estaba el líder de los Black Panthers diciendo que en el futuro no iba a haber nunca más departamentos de tres pisos como ése para una sola familia. Dijo: “Cuarenta personas podrían vivir aquí”. Bernstein estaba sentado junto a uno de los dos pianos y levantaba su puño izquierdo al grito de “Right on! (Exacto)”. Estaba convencido de que tenía el mejor capítulo de la novela de no-ficción pero lo terminé escribiendo para una revista.
Fue cuando en 1969 buscaba trabajo en la redacción de la revista Harper’s y, curioseando sobre los escritorios de los cronistas estrellas, vio una invitación a una dinner party en casa de Bernstein, en el 895 de Park Avenue. Había un teléfono para confirmar la asistencia y Wolfe se anunció diciendo que había recibido la invitación y que asistiría. El resultado fue un artículo irónico donde Wolfe narraba la paradoja de los ricos de Nueva York agasajando a las Panteras Negras, un movimiento que se proponía aniquilar a los blancos ricos.
“Me hubiera detenido con La hoguera de las vanidades pero tuvo tanto éxito que seguí escribiendo novelas. Hice dos más. Ahora estoy trabajando en un libro de no-ficción que es la historia, y subrayo la palabra historia, de la teoría de la evolución. El libro se llama The Kingdom of Speech (El reino del lenguaje)”, dice. Una vez más, la lucha por el estatus tiene su lugar en la obra de Tom Wolfe: “En Inglaterra hubo un hombre que descubrió la teoría de la evolución según la selección natural antes que Darwin. El era de una familia de clase baja, apenas pudo terminar sus estudios, fue un naturalista autodidacta y se llamaba Alfred Russell Wallace –cuenta–. Luego vino Darwin que vio un paper de Wallace y antes de que Wallace pudiera publicar su teoría, Darwin salió con su propia versión de la teoría de la evolución. El ganador fue el caballero. Darwin era un gentleman . Su padre era un doctor que hizo una fortuna como inversionista. Fue Darwin el que se anotó un poroto por la teoría de la evolución según la selección natural.” Wolfe siempre empieza por los títulos que luego hace calzar a sus novelas.
La hoguera de las vanidades fue un título que le vino en mente durante un viaje a Florencia, Italia: “Estaba en un tour organizado por American Express para periodistas, esos que refunfuñan todo el tiempo porque fingen saber ya todo mientras no saben nada. Llegamos a la Piazza della Signoria y la guía nos contó que allí mismo, un monje que se llamaba Savonarola había montado en el siglo XV una fogata de lo que él mismo llamó las vanidades. Hizo una hoguera donde quemó los oropeles y las riquezas de los florentinos. ‘La hoguera de las vanidades’ me resultó un título maravilloso. Sólo me faltaba escribir el libro.”
–En Bloody Miami hay dos periodistas: Edward T. Topping IV, enviado a Miami con la misión de reconvertir el Miami Herald, y el novato John Smith. ¿Con cuál se identifica más?
–Revelo mucho de mí mismo en el personaje de John Smith, el americano que estudió en Yale y al que mandan a Miami para cubrir el tema cubano. Hay mucho de mí en Smith. Adoro su nombre. Supo ser el nombre estadounidense más común. Hoy el más común sería Pedro Rodríguez. Lo que descubrí es que la mayoría de los periodistas ha sido esa clase de niños que nunca dominan cuando juegan en la plaza. Por lo general han sido dejados de lado o hasta humillados por otros chicos. Cuando yo tenía 10 años, me pasaba eso. Traté de revertirlo intentando convertirme en un atleta, y no era para nada malo, pero uno no puede cambiar su personalidad convirtiéndose en un jugador de béisbol. No importa cuál sea tu personalidad. Si trabajas para un periódico y te piden que vayas a hacerle preguntas incómodas a alguien, vas y lo hacés. Y creo que eso es lo maravilloso de esta profesión. Mi primera nota fue ir a entrevistar a la posible viuda de un gángster, un miembro de la mafia que llevaba dos semanas desaparecido. Me mandaron a New Jersey, el otro lado del río, para preguntarle a su esposa cómo se sentía. Golpeé a la puerta y salió un tipo enorme, me presenté. Le dije: “Hola, soy Tom Wolfe del Herlad Tribune. Quisiera hacerle algunas preguntas a la señora”. Me mandó al diablo y me cerró la puerta en la cara. Dije: “Oh, Dios mío, qué hago. Es mi primera nota y ni siquiera pasé de la puerta”. De repente se volvió a abrir y detrás del tipo enorme había un par de ojitos. Era la señora que gritó: “Gabe Pressman”. Era un reportero de la tele. La televisión es mágica para la gente. Todo el mundo tiene una tele en su casa. Entré detrás de Gabe Pressman. La televisión le hizo un par de preguntas como “¿Qué hay en su corazón en este momento?” y ella respondía: “Estoy tan triste, tan preocupada...” Liquidaron todo en ochenta segundos. Pero yo ya estaba adentro de la casa. Conseguí la mejor entrevista que jamás me pude imaginar. Ella me decía: “Cómo puede ser que digan que es un mafioso, mire su cuarto de ebanistería. Mire cómo cada herramienta está en su lugar. ¿Es esto un cuarto de ebanistería de un gángster?” Yo le decía: “Noooo”. “Siempre nos están siguiendo”, me decía ella, “el FBI, la policía... ¿Dónde diablos estaban cuando mi esposo desapareció?” Estuve con ella como una hora. Fue una historia genial.
La crítica lo espera, lo busca, a veces se ensaña con Tom Wolfe. Sobre sus novelas anteriores, hasta John Updike, desde The New Yorker, calificó su obra como “entretenimiento, no literatura”. En The New York Review of Books, Norman Mailer comparó la lectura de una novela de Wolfe con un revolcón con una mujer de 150 kilos: “Cuando se te sube encima, estás listo: o te enamorás o morís asfixiado”. El magnetismo de su pluma, sin embargo, provoca que aunque las críticas no lo alaben, uno se tire de cabeza en Bloody Miami para bucear en primera persona ese océano descarnado.
“Nunca me perdonaron haber demostrado que el nuevo periodismo, ése narrativo, puede ser mejor que la estéril literatura intimista de una América provinciana que abandonó el realismo y el naturalismo de grandes autores como Hemingway y Steinbeck”, dice Tom Wolfe.
–¿Para quién escribe?
–Honestamente, escribo para mí mismo. Escribo el tipo de cosas que realmente disfruto. Considero que mi sentido del humor y mi gusto narrativo no son muy distintos a los de cualquiera. Es realmente lo que hago. A veces disfruto utilizando palabras difíciles como un tributo al lector. Pienso que el lector va a decir: “Ah, qué bien, me respeta, me las puedo arreglar con estas palabras difíciles”. A veces es divertido usar palabras arcaicas. Estoy escribiendo ahora un libro en el que quería utilizar la palabra “cosmogonía”. Cosmogonía es la historia de la creación, muchas religiones se fundan en la cosmogonía y puse ya un par de cosmogonías para poner en circulación el término.
–¿Qué le dio más trabajo y más satisfacción: el periodismo o la ficción?
–Hallé muy dificultoso pasar de la no-ficción a la ficción por razones que me sorprendieron. Una fue que nunca me enfrenté a la cosa más obvia que es que en la no-ficción el argumento y los personajes ya vienen dados. Otra cosa que me sorprendió cuando empecé a escribir La hoguera de las vanidades fue que no era técnicamente tan libre como lo había sido en la no-ficción. Todas las reglas de composición que había aprendido en la escuela secundaria y en la universidad se volvieron leyes para mí. Me llevó mucho tiempo darme cuenta de que podía disfrutar de la libertad que había tenido en la no-ficción donde operaba sin reglas. Finalmente comencé a apreciar la enorme flexibilidad de la ficción.
–También sentenció a muerte al periodismo.
–El periodismo está en grandes problemas. La gente joven se avergüenza de ir a comprar el diario. Todo está online. Ya no hay gente que cubra áreas específicas. En 1968 McLuhan dijo que la mente de una generación completa había sido alterada por la televisión y como resultado la gente se había vuelto tribal. Y si uno le daba a una persona tribal un pedazo de papel con algo escrito, la persona asumía que era un truco. Sólo se escucha lo que le dice la persona que está al lado. Es lo que hoy sucede con los blogs que están escritos por la persona que está al lado nuestro y nos susurra al oído. En los Estados Unidos se cubrieron más noticias en 1940 que hoy. Si pensamos en cómo se cubren las noticias, no podríamos asistir a una peor situación
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