Un día, no hace de esto aún dos años, Ricardo Gil Lavedra citó en su casa a Pepe Eliaschev. Lo hizo en nombre de los integrantes de la Cámara Federal y del fiscal que juzgaron y sentenciaron a prisión perpetua a los ex comandantes del Proceso. Gil Lavedra le manifestó al periodista que hacía mucho tiempo que él y sus compañeros aspiraban a contar "la verdadera historia del juicio". Esa historia, le aseguró, nunca hasta entonces había sido relatada: "Siempre pensamos que algún día la escribiríamos. Pero el tiempo ha pasado y ya es evidente que no es algo que haremos nosotros. Además, no la leería nadie. Somos administradores de justicia, juristas tal vez, pero no escritores. Pensamos por unanimidad que la única persona que puede hacerlo sos vos".
Eliaschev aceptó el desafío. Puso, para ello, una sola condición: compaginar a su modo todo lo oído, hilvanarlo con su propio relato, articular la palabra de los jueces con la suya. El libro, en suma, sería su libro; la historia, sin duda, sería de ellos. Por lo demás, y para justificar la tarea, Eliaschev sólo tenía fuertes convicciones. La primera de ellas, nacida de la indignación: "Desde 2004, cuando el presidente Néstor Kirchner enunció desde el predio de la Escuela de Mecánica de la Armada que durante veinte años la democracia argentina había hecho «silencio» en materia de derechos humanos y que él venía a pedir perdón por tal supuesta omisión, convivo con una insoportable sensación de injusticia y atropello".
Una segunda razón fue la esperanza de contrarrestar con Los hombres del juicio -así decidió titular su obra- el desconocimiento de lo sucedido entre quienes, por ser muy jóvenes en aquellos años o haber nacido después de lo ocurrido, nunca supieron bien qué fue lo que pasó.
A estos dos se sumó un tercer motivo, no menos esencial. Hace largo tiempo que Eliaschev está persuadido de que circula sólo una media verdad sobre los días en que el espanto ejerció su intendencia en la Argentina. Esa media verdad habla de las atrocidades consumadas desde el Estado, a partir del golpe del 24 de marzo de 1976. La otra media verdad, la que se enmascara y termina por distorsionar incluso el alcance de la primera, atañe a las acciones criminales de quienes, ya antes de ese golpe y en nombre de la "patria socialista", embistieron contra el orden constitucional. En la denuncia de este encubrimiento y de algunas de sus consecuencias dramáticas pone el autor de este libro un acento inconfundible por su claridad y coraje.
Más que en una versión aséptica de los contenidos del juicio, Eliaschev se interesó en las vivencias que su desarrollo despertó en los hombres que lo llevaron a cabo. Es así como lo testimonial gana el primer plano de una muy buena parte del libro. Le importó a Eliaschev quiénes fueron esos hombres hasta el momento en que se los convocó para cumplir con el papel histórico que les cupo. Qué sintieron y qué pensaron de esa convocatoria. Cómo emprendieron su tarea. Cómo convivieron cada uno de ellos con los demás en ese desempeño. "Este libro -aclara Eliaschev- detalla los entresijos de unas vidas comunes a las que una bisagra de la historia puso a decidir cuestiones vitales para este país."Así, desfilan por estas páginas la infancia, la adolescencia, la juventud y la adultez de cada uno de los jueces, siempre narradas en una sencilla primera persona del singular. El país en que vivieron y se educaron, sus familias de origen, sus sensibilidades ante los hechos cotidianos y los de mayor relieve espiritual se van plasmando en el libro hasta el momento en que la historia grande golpea a las puertas de cada uno de ellos. Este cruce entre lo medianamente previsible y lo imprevisible y súbito desvela a Eliaschev. Allí hace pie una de sus perplejidades más insistentes. Y su intensidad puede advertirse cuando reconstruye el momento en que el presidente Raúl Alfonsín, en casa del filósofo Carlos Nino, propuso a esos siete hombres que integraran la Cámara Federal que tendría a su cargo el juicio de los ex comandantes. Fue de hecho en esa casa donde se reunieron, por primera vez, tanto entre ellos como con el recién electo presidente de la República, Julio Strassera, Jorge Torlasco, Jorge Valerga Aráoz, Andrés D'Alessio, León Carlos Arslanian, Ricardo Gil Lavedra y Guillermo Ledesma. "Los artesanos individuales de esa fantástica afirmación del principio de la justicia y la consecuente derrota de la noción de impunidad fueron magistrados de la carrera judicial, hombres comunes con vidas parecidas y diferentes, pero a los que el azar impulsó a tener que proyectarse como seres extraordinarios. Esta es la parte más estremecedora de esta historia, la de seis jueces que, con el aporte decisivo de un fiscal excepcional y de una pequeña patrulla de seres indispensables que buscaron y recogieron las pruebas, sistematizaron los datos y averiguaron en los pliegues más tenebrosos del horror para que se supiera la verdad, hicieron lo que tenían que hacer."
Sobresale el momento en que cada uno de sus entrevistados cuenta de qué forma encaró y desarrolló su labor en la Cámara Federal. Cómo se ingresó y cómo se logró salir del laberinto informativo conformado por el caudal agobiante de elementos que debió tomarse en cuenta, las horas invertidas en la recaudación y el análisis de datos y testimonios siempre insoportables sobre secuestros, encarcelamientos y torturas, aportados por los sobrevivientes.
El libro de Eliaschev se suma a lo más esencial de una bibliografía tan diversificada y rica como polémica. Su valor documental y analítico lo inscribe entre las obras insoslayables para alcanzar una comprensión más honda de uno de los conflictos cruciales de nuestro pasado inmediato. Eso se advierte tanto en el retrato implacable del horror sembrado desde el Estado como en la condena enfática que también hace la Cámara de la acción criminal desatada por el terrorismo antes del golpe de 1976 y contra dos gobiernos constitucionales, el de Perón y el de su esposa. Los jueces prueban que fue el terrorismo el primero en recurrir a la violencia armada. Ello permite echar luz sobre la criminalidad -impune todavía- de tantos delitos cometidos en nombre de la revolución. Un párrafo medular de Eliaschev a este respecto: "El surgimiento, desarrollo y esplendor de los grupos guerrilleros dominó la escena política argentina desde por lo menos 1969 hasta 1977 (cuando ya habían sido liquidados). Montoneros, en septiembre de 1974, divulgó con orgullosa fruición, a través de la revista La Causa Peronista, dirigida por Rodolfo Galimberti, los detalles más escabrosos de cómo secuestraron y asesinaron en 1970 a Pedro Eugenio Aramburu. No había dudas, pues, de que el objetivo fue la toma del poder político por parte de las organizaciones terroristas. Groseramente descalificada como «teoría de los dos demonios», la noción jurídica de no menoscabar delitos por el sólo hecho de haber sido perpetrados en nombre de «la patria socialista», es el marco de valores y criterios que le permiten a la Cámara Federal proceder con un juicio y una sentencia sin antecedentes internacionales. Impertérrito ante las argucias, implacable con los autores y ejecutores del plan criminal, no miran para otro lado en el momento de admitir que la Argentina era una herida sangrante mucho antes de 1976". Así, y sin olvidar en ningún momento la condena indispensable de quienes no vacilaron en quebrantar ese año el orden constitucional, el autor subraya el aporte decisivo que realizó la Cámara Federal al caracterizar y repudiar a quienes hoy son injustamente homologados a tantas personas que fueron víctimas inocentes de la represión militar.
Lúcidamente procede, pues, Eliaschev al recordar que sigue impaga la deuda contraída con la verdad y la justicia mediante el encubrimiento de las acciones terroristas. La mistificación y la idealización de esos delitos de lesa humanidad están entre los obstáculos que impiden comprender y superar un pasado tormentoso. Y aun cuando en su momento la Cámara Federal no vaciló en denunciarlos, siguen pendientes de condena los responsables de tantos secuestros y asesinatos (la Cámara Federal contabilizó más de 700 muertes) cometidos en nombre de "la patria socialista" y en desmedro de la democracia y la Constitución.
Hay algo fundamental que no debe olvidarse en estos tiempos en que abundan las voces que buscan negar la autoproclamación que en su momento hizo la guerrilla de sí misma como un ejército embarcado en una guerra de liberación. Me refiero a las palabras con las que el autor rescata los enunciados que al respecto emitió la Cámara Federal: "Desde su aparición formal (1970-71), los grupos guerrilleros, como sus pares de toda América Latina, asumieron contornos, formas y contenidos exasperantemente militares. La cifra de reclutas de la guerrilla oscila entre 7.000 y 15.000 integrantes. Uniformes, grados, escalafón, código disciplinario, obediencia jerárquica: no se privaron de nada. No había dudas, pues, de que el objetivo fue «la toma del poder político por parte de las organizaciones terroristas», como lo afirma la Cámara. Lo que pretendían los insurrectos -sostiene Eliaschev en consonancia con la conclusiones de la Cámara Federal- era subvertir el orden establecido".
El periodista no deja de subrayar que "muchos años después, todo eso se fue desfigurando, primero de manera leve, después a marcha redoblada. Los desaparecidos en los años setenta fueron equiparados a quienes combatieron armas en mano contra un gobierno cuestionable, pero de plena legitimidad democrática". Reabierta la causa contra los ex comandantes, tras la presidencia de Carlos Menem, quien los indultó, y aplicada la figura de la imprescriptibilidad por la calificación de lesa humanidad, los terroristas jamás fueron juzgados ni tampoco sus víctimas fueron reconocidas como tales por ningún gobierno constitucional. Las acciones emprendidas contra las Fuerzas Armadas en particular son hechos que prueban la convicción de los terroristas de que estaban embarcados en una guerra. Como fuerzas militarizadas, pues, fueron combatidos ya en los años de Isabel Perón. Fue en su gobierno que se dio la orden de aniquilarlos. Y, previamente, fue Perón quien durante su último mandato y en respuesta a la agresión terrorista, "optó por la represión ilegal a través de una fuerza parapolicial, la Triple A".
Repudiando contundentemente el golpe de Estado de 1976, contrasentido absoluto si con él se aspiraba a respaldar las instituciones de la democracia y la República, "los jueces aseveran con firmeza que el desafío terrorista era, hacia fines de 1975, de descomunal gravedad y se encarnaba en las acciones del Ejército Revolucionario del Pueblo y Montoneros".
Cuenta Gil Lavedra que, entre octubre y diciembre de 1984, él y sus compañeros se consagraron a diseñar el formato del juicio. Fueron horas febriles, cargadas de tensión y aun de enfrentamientos personales entre los jueces. La frágil democracia en que por entonces se vivía y el temor de que pudiera caer persuadió a los jueces de que el registro filmado del juicio a los ex comandantes debía ser enviado a Noruega para no exponerlo al riesgo de su desaparición. La democracia recién recuperada, escribe Eliaschev, "vivía amenazada por huelgas generales de los sindicatos peronistas (ya habían hecho ocho paros generales cuando los videos fueron depositados en Oslo) y por violentos y airados reclamos militares carapintada".
El libro de Eliaschev hilvana con habilidad los enunciados judiciales, su vehemente análisis de los hechos narrados y el relato de cada uno de los jueces. Hay páginas de vigoroso aliento expresivo. En ellas, lo trivial y lo trascendente se enhebran en forma conmovedora. Por ejemplo, en este relato de Gil Lavedra: "No siempre los seis estábamos de acuerdo. En las sentencias y antes de ellas hubo discrepancias. Eramos todos muy individualistas. Nos peleábamos, a veces casi hasta los golpes. La sentencia la firmábamos el lunes (9 de diciembre) a la tarde. Hubo una discusión terrible el sábado por el asunto de la degradación (de los ex comandantes). El domingo, desde las 8, discutimos muchas horas sobre las penas, sin llegar a un acuerdo. Fue ahí cuando dijimos: «Bueno, cortemos. Vayamos a comer una pizza». Nos fuimos a Banchero a almorzar. Nos quedaban un montón de cosas por hacer, no podíamos seguir discutiendo estérilmente las penas. Cuando nos sentamos los seis en Corrientes y Talcahuano, Carlos (Arslanian) sacó una servilleta y se hizo la mediación. Ledesma y yo me parece que éramos los más recalcitrantes, pero aflojamos, transamos. Carlos decidió escribir (las conclusiones) en la servilleta. Cuando terminó, ordenó: «Muchachos, me lo firman». Todo quedó acreditado en la servilleta de Banchero".
Eliaschev ha compuesto una obra relevante y abrumadora. Lo que en ella se aclara y recuerda es tan contundente como lo que se evidencia acerca de lo que aún sigue sin aclaración y sin memoria. Los hombres del juicio provoca los desvelos de un asunto que, por no haber perdido su dramática vigencia, despierta las tensiones y las reflexiones características de un problema que todavía sigue pendiente de solución. Y deja la sensación amarga de que la media verdad ganada sobre aquel oscuro país que fue el nuestro, debe y puede llegar a convertirse en una verdad entera, si lo que ya se sabe se completa con la explicitación de lo que, pese al esfuerzo cumplido por los hombres del juicio, se ha vuelto a silenciar y negar.
Hay en el libro una revelación que dice a las claras por qué Eliaschev llamó a su obra Los hombres del juicio. Una vez más es Gil Lavedra quien la brinda: "Juzgamos a los comandantes asegurándoles plenas garantías. La tarde de ese mismo lunes 9 de diciembre, tras la sentencia, propuse que nos juntáramos a la noche en mi casa. Vinieron todos los camaristas con sus mujeres y el fiscal Strassera también. Mi mujer se encargó de la comida y Carlos (Arslanian) y yo compramos la bebida, varias cajas de vino y champagne. Esa noche hicimos la catarsis. Nadie más que nosotros sabe cómo hemos vivido tan intensamente nuestra independencia como jueces. Nos emborrachamos. Terminamos a las seis de la mañana con todos los hombres desparramados en el suelo. Era natural. Era una catarsis. Tomamos la decisión de no dar una sola nota de prensa. Nadie nos llamó esa noche del festejo, ni Alfonsín ni el ministro Alconada Aramburú. Nadie. Los políticos tampoco fueron al juicio. Estaban todos cagados". © La Nacion
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