jueves, 4 de agosto de 2011

La segunda vida de Némirovsky

Silvia Hopenhayn
Para LA NACION


Hay persecuciones que entierran verdaderas obras de arte. Y la historia de la creación ni se entera. Con suerte, el destino abre huecos para que resurjan. Es el caso de las novelas de Irène Némirovsky, que nació en Kiev, en 1903, y murió en Auschwitz, en 1942. Embebidas en dolor, también gozan de una belleza sutil e implacable.

La revelación -o el renacimiento- ocurrió en 2004, cuando la editorial Grasset publicó Suite francesa . Después siguió editando los manuscritos inéditos que se encontraron en la valija que Irene había legado a sus dos hijas, antes de ser deportada a Auschwitz.

En los casos de trágica o enigmática muerte del autor, los libros pueden llegar a convertirse en un tesoro póstumo. Cuando se pensaba que habían sido todos publicados, aparecen otros nuevos y desconocidos. Cabe siempre la sospecha: ¿hay alguien que los sigue escribiendo? Esta es la trama que inventa Patricia Highsmith en su novela La máscara de Ripley en el ámbito del arte y la falsificación. Un artista se suicida en Grecia. Su marchand , junto con Ripley, simula que el pintor se fugó a México, para poder seguir vendiendo sus cuadros, y contrata a alguien que logra imitarlos a la perfección. Obviamente, la historia se complejiza y se convierte en una exquisita novela policial.

No es el caso de Némirovsky. Su escritura es inimitable. Por su estilo singular y la propia vida contenida en su ficción, que relata con precisión los rasgos más duros y amorosos de su tiempo.

La novela recién publicada en castellano Los perros y los lobos (Salamandra) estuvo escasos meses en librerías en 1940, cuando apareció por primera vez, y fue la última que la autora publicó en vida. La lectura actual funciona como un trampolín de su ficción.

Con una infancia ardua pero intensa, la protagonista de Los perros y los lobos es al principio una niña que va descubriendo aquello que la rodea, sobre todo lo acuciante: las castas, el castigo, la represión, la peste.

Al mismo tiempo, experimenta un afán de descubrimiento que la lleva a sobrevivir y contemplar la belleza en sus diversas apariciones; el posible y gozoso temblor de su cuerpo frente a un amor que va mutando de época.

"Entre los judíos, todo se hacía de repente y a saltos. La suerte y la desgracia, la prosperidad y la miseria los fulminaban como los rayos del cielo al ganado, lo que originaba en ellos tanto una perpetua inquietud como una esperanza invencible."

La novela comienza con un cuadro. Allí se prefigura el destino de sus personajes: "La ciudad ucraniana de la que eran originarios los Sinner tenía tres zonas claramente diferenciadas, como las que se ven en ciertas pinturas antiguas: abajo, atrapados entre las tinieblas y las llamas del infierno, los réprobos; en el centro de la tela, iluminados por una luz pálida y serena, los mortales, y en lo alto, los elegidos". Esta división tan tajante se convierte en una posible travesía.

Hay cuadros que enmarcan una época y hay novelas que transvasan su tiempo. Esta es una de ellas

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