Con la publicación de “Cuidado con el tigre” rescató una novela que había escrito hace más de 40 años. Dice que la guardó porque temió ser mal interpretada y que, ahora, no fue ella la que maduró, sino sus lectores y lectoras.
POR HORACIO BILBAO - hbilbao@clarin.com
Se parece a Perón. Eso opina Luisa Valenzuela de su última adquisición, una máscara de madera que trajo del carnaval de Cerdeña, del que acaba de llegar. Ya le buscará lugar en su colección de máscaras, que asoman de a decenas en las paredes de su estudio. Pero ahora sirve un té y muestra una edición exquisita de su libroABC de las microfábulas, con ilustraciones de Rufino de Mingo (es de España, aquí salió una versión con dibujos de Lorenzo Amengual). Son ejemplares numerados, firmados, libros para bibliófilos, hechos a mano en tiempos del e-book. El ABC… ilustrado es un lujo en su carrera. En cambio, Cuidado con el tigre (Seix Barral), el libro que nos convoca, es para Valenzuela una necesidad. Dice que esta obra le permite cerrar el mapa de su escritura (no le crean, ya está inmersa en un nuevo trabajo). Quizá su afirmación se entienda en el postfacio de este libro demorado, que narra las internas de una incipiente organización izquierdista en tiempos del onganiato. Escribe Valenzuela que postergó su publicación 40 años porque temió ser mal interpretada. Es que allí, sus personajes viven el sueño de la revolución como un juego, en el que sexo, poder y humor, pesan más que política e ideología. A diferencia de otras de sus novelas, como Cola de lagartija, aquí la experiencia militante aparece banalizada, mostrando la cotidianeidad de unos grupos que lanzan consignas altisonantes mientras transitan vidas triviales. Valenzuela dice que se puso a pensar en su obra como en una fruta que fabricó hace muchos años pero que recién ahora maduró para el consumo.
La metáfora de la maduración muestra tu interés por el contexto y el lector a la hora de publicar distanciado del proceso de escritura…
En el momento de escribir no pienso en el lector pienso en la obra en sí, en lo que está sucediendo en sorprenderme a mí misma y en encontrar algo que no ha sido dicho o percibido por mí antes. Después, lo que sentí al haber escrito esa novela es que iba a ser mal interpretada. Entonces creo que la que maduró no fui yo, sino el lector o la lectora. Cambió la posición ante una situación política. Es una novela política y lo que sucede es que ahora se puede leer desde otro lado.
¿A vos también se te puede ver desde otro lado?
No se me pueden reprochar ciertas cosas porque ya hay una carga, unos antecedentes en mi escritura. Estoy entre los pocos escritores y escritoras que durante la dictadura militar escribían contra la dictadura. Eso imposibilita juicios como decir que esto va en contra de la izquierda o de ciertos ideales que yo defendí. En aquel momento yo era crítica de lo que estaba pasando, sólo que no era el momento para decirlo.
¿Tenías miedo de volverte funcional a un grupo que estaba en tus antípodas?
Sí, hubiera sido funcional al enemigo. Es muy fácil ser funcional al enemigo. Sobre todo cuando el enemigo es astuto y sabés que va a aprovechar tus recovecos y dudas para echártelo en cara.
Pero pasó mucho tiempo, intuyo que esperaste un momento en el que te sintieras cómoda…
Es cierto, me siento cómoda.
El libro aparece como un retrato de la banalización de la experiencia política, de la vida política de algunos grupos sesentistas…
Bueno, sí. Es un retrato de la posibilidad de que la experiencia política pueda ser banalizada. Y es un retrato de las ansias de poder, de la política como juego. Frente al peligro inminente, si estos actores no juegan, no hacen maniobras y movimientos de gran valentía.
Esa muestra de cotidianeidad, humanizar la experiencia política a través de lo doméstico, es algo que se ve mucho últimamente. ¿No hay un riesgo de banalizar estas experiencias?
No le tengo miedo a la banalización. Sino creeríamos en los héroes como seres puros. Esta es gente que está viva, que discute sus pasiones, sus amores, sus vidas cotidianas. Es una necesidad muy nuestra la de creer en la pureza impecable de la gente que admiramos. Por suerte nadie es impecable. Tenemos toda clase de dobleces y de trasfondos. Me parece mucho más rico ver las cosas desde todos los ángulos que pensar el ideal. ¿Qué son? ¿Ángeles? ¿Diablos? No.
Lo escribiste siendo joven en un tiempo en el que la juventud estaba atravesada por la Revolución cubana, la muerte del Che, el mayo francés…
Ríe. No digamos cuántos años, pero sí, era un momento histórico en el que se olía que iba a pasar algo. Y de alguna manera me siento orgullosa de haberlo olido.
Cómo ves la relación de las juventudes actuales con esa vida política que lo atravesaba todo…
Mucho más diluida. Pero al mismo tiempo, tengo la sensación de que hay una conciencia más clara, más realista. Aquello funcionaba con un sueño. Ay, parece un título de Tinelli. (risas). Pero si el sueño no te moviliza qué lo va a hacer.
Hoy es difícil que lo haga la ideología, hay una gran confusión…
Es cierto. Pero sí hay una conciencia política. Los argentinos hemos conseguido creer que podemos actuar políticamente con el cuerpo. Poner el cuerpo. 2001 nos enseñó eso. Podemos modificar las cosas, podemos salir y pelearla.
Esa tensión que existe entre estos jóvenes triviales y la solidez ideológica que requiere la empresa que se proponen, o la que existe entre sus consignas altisonantes y su accionar mezquino, refleja tu opinión de lo que se estaba gestando en ese momento.
No necesariamente. Yo pinté a este grupo, pero al mismo tiempo digo que hay otros grupos que actúan seriamente. La novela no deja pasar ese punto. Ahora con el tiempo me doy cuenta de que allí empezó ese cuestionamiento que siempre me he hecho sobre el tema del poder. Me interesa mucho ese juego brutal, mentiroso, manipulador, fantástico. Por eso escribo Cola de lagartija que es la historia secreta de López Rega, escriboCambio de armas con las torturas de la dictadura. Estoy buscando una comprensión de ese motor infernal que son las ansias locas de poder, de un poder casi mesiánico.
Te reís un poco de esos movimientos, hablás de los Uturuncos, otro grupo fracasado…
Se creían dioses y no eran nada. Yo los veía actuar y me causaban gracia. Pero también me sentía fuera de todos los movimientos más sólidos. Y un poco desamparada. Pero a ese desamparo lo busco, me interesa estar en el margen. Me permite ver las cosas de diversos ángulos, contar secretos, lo que no se dice detrás de las verdades supuestas.
En la novela es evidente que estos jóvenes van a tener problemas para construir ese poder que tanto buscan…
De hecho, desgraciadamente los tuvieron. Ellos y los que estaban mejor armados. Conocí a grupos más sólidos, pero me interesaron estos, que estaban en ese margen.
En lo que no sos irónica es en la utilización del sexo para la construcción del poder…
No es nada irónico. Es algo absolutamente irrevocable. Siempre está, de una manera u otra.
Una de las protagonistas critica varias veces el autoengaño como motor ciego de construcción, ¿es algo que te preocupa?
Fue un motor muy argentino durante muchos años. El autoengaño y la expresión de de deseo. La promesa. Una de las razones que me animó a publicar la novela es que siento que ha cambiado el target de la política. La gente ya no cree las mentiras. El juego es otro, puede que tenga connotaciones perversas, pero no es aquél en el que tiraban zanahorias y la gente avanzaba tras zanahorias improbables.
Por momentos tus personajes se acomodan más al estereotipo de las juventudes de hoy…
Pero estos son unos jóvenes más inconsecuentes, quieren todo ya y sin trabajo, aquellos otros tenían la ambición de cambiar el mundo. Es interesante. Es mucho más interesante tener la ambición de cambiar el mundo que decir bueno, agarro este mundo que está cambiando y lo disfruto. Al mismo tiempo, me parece más sano agarrar este mundo que está cambiando y disfrutarlo que intentar cambiarlo desde una zona poco coherente.
¿Te autoimpusiste ser escritora en algún momento?
No sólo no me lo autoimpuse sino que traté de evitarlo. Porque sabía lo que era. Lo viví mucho porque mi madre era escritora, estaba Borges en casa, Nale Roxlo, Sabato, Mallea, y otros tantos. Me parecían muy interesantes mentalmente, pero su vida me parecía un plomo sideral. Yo quería ser aventurera, ir al Amazonas, qué, me iba a sentar a escribir. No. Yo sigo siendo aventurera.
Después descubrí esa cosa tremenda que la escritura es una aventura. Caí en la trampa. No me lo autoimpuse, caí en la trampa.
¿Y sufriste esa indefinición partidaria que te mantuvo al margen de todo movimiento, siendo que ideológicamente decías tener las cosas claras?
Sufrí en la medida en que recibía los ataques de la derecha y de la izquierda. Pero es mi lugar. Trabajaba con La Nación y Crisis. Estaba con los de Crisis pero me ganaba el pan en La Nación. Pero mi lugar en el mundo es la frontera. Y mi mundo es muy complejo. Tengo mi ideología clara, pero no se la quiero imponer a mi literatura. Trato de dejar que las cosas fluyan y permitirle al lector o la lectora que derive un significado de eso. Pero yo no tengo nada que imponerle porque no lo sé. En eso he sido fiel.
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