CAPITULO 1
La reina en el palacio
de las corrientes
de aire
MILLENNIUM 3
Stieg
Larsson
Traducción
de Martin Lexell
y Juan José Ortega Román
Ediciones Destino
Colección Áncora y Delfín
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Primera parte
Incidente en un pasillo
Del 8 al 12 de abril
Se estima que fueron seiscientas las mujeres que combatieron
en la guerra civil norteamericana. Se alistaron disfrazadas de
hombres. Ahí Hollywood, por lo que a ellas respecta, ha ignorado
todo un episodio de historia cultural. ¿Es acaso un argumento
demasiado complicado desde un punto de vista ideológico?
A los libros de historia siempre les ha resultado difícil
hablar de las mujeres que no respetan la frontera que existe
entre los sexos. Y en ningún otro momento esa frontera es tan
nítida como cuando se trata de la guerra y del empleo de las
armas.
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No obstante, desde la Antigüedad hasta la época moderna,
la historia ofrece una gran cantidad de casos de mujeres
guerreras, esto es, amazonas. Los ejemplos más conocidos
ocupan un lugar en los libros de historia porque esas mujeres
aparecen como «reinas», es decir, representantes de la clase
reinante. Y es que, por desagradable que pueda parecer, el orden
sucesorio coloca de vez en cuando a una mujer en el
trono. Como la guerra no se deja conmover por el sexo de nadie
y tiene lugar aunque se dé la circunstancia de que un país
esté gobernado por una mujer, a los libros de historia no les
queda más remedio que hablar de toda una serie de reinas
guerreras que, en consecuencia, se ven obligadas a aparecer
como si fueran Churchill, Stalin o Roosevelt. Tanto Semíramis
de Nínive, que fundó el Imperio asirio, como Boudica,
que encabezó una de las más sangrientas revueltas británicas
realizadas contra el Imperio romano, son buena muestra de
ello. A esta última, dicho sea de paso, se le erigió una estatua
junto al puente del Támesis, frente al Big Ben. Salúdala amablemente
si algún día pasas por allí por casualidad.
Sin embargo, los libros de historia se muestran por lo general
muy reservados con respecto a las mujeres guerreras que
aparecen bajo la forma de soldados normales y corrientes, esas
que se entrenaban en el manejo de las armas, formaban parte
de los regimientos y participaban en igualdad de condiciones
con los hombres en las batallas que se libraban contra los ejércitos
enemigos. Pero lo cierto es que siempre han existido: apenas
ha habido una sola guerra que no haya contado con participación
femenina.
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Capítulo 1
Viernes, 8 de abril
Poco antes de la una y media de la madrugada, la enfermera
Hanna Nicander despertó al doctor Anders Jonasson.
—¿Qué pasa? —preguntó éste, confuso.
—Está entrando un helicóptero. Dos pacientes. Un
hombre mayor y una mujer joven. Ella tiene heridas de
bala.
—Vale —dijo Anders Jonasson, cansado.
A pesar de que sólo había echado una cabezadita de
más o menos media hora, se sentía medio mareado,
como si lo hubiesen despertado de un profundo sueño.
Le tocaba guardia en el hospital de Sahlgrenska de Gotemburgo
y estaba siendo una noche miserable, extenuante
como pocas. Desde que empezara su turno, a las
seis de la tarde, habían ingresado a cuatro personas debido
a una colisión frontal de coche ocurrida en las afueras
de Lindome. Una de ellas se encontraba en estado
crítico y otra había fallecido poco después de llegar. También
atendió a una camarera que había sufrido quemaduras
en las piernas a causa de un accidente de cocina
ocurrido en un restaurante de Avenyn, y le salvó la vida
a un niño de cuatro años que llegó al hospital con parada
respiratoria tras haberse tragado la rueda de un coche de
juguete. Además de todo eso, pudo curar a una joven
que se había caído en una zanja con la bici. Al departa-
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mento de obras públicas del municipio no se le había
ocurrido nada mejor que abrir la zanja precisamente en
la salida de un carril bici, y, además, alguien había tirado
dentro las vallas de advertencia. Le tuvo que dar catorce
puntos en la cara y la chica iba a necesitar dos dientes
nuevos. Jonasson también cosió el trozo de un pulgar
que un entusiasta y aficionado carpintero se había arrancado
con el cepillo.
Sobre las once, el número de pacientes de urgencias
ya había disminuido. Dio una vuelta para controlar el estado
de los que acababan de entrar y luego se retiró a una
habitación para intentar relajarse un rato. Tenía guardia
hasta las seis de la mañana, pero aunque no entrara ninguna
urgencia él no solía dormir. Esa noche, sin embargo,
los ojos se le cerraban solos.
La enfermera Hanna Nicander le llevó una taza de
té. Aún no había recibido detalles sobre las personas que
estaban a punto de ingresar.
Anders Jonasson miró de reojo por la ventana y vio
que relampagueaba intensamente sobre el mar. El helicóptero
llegó justo a tiempo. De repente, se puso a llover
a cántaros. La tormenta acababa de estallar sobre Gotemburgo.
Mientras se hallaba frente a la ventana oyó el ruido
del motor y vio cómo el helicóptero, azotado por las ráfagas
de la tormenta, se tambaleaba al descender hacia el
helipuerto. Se quedó sin aliento cuando, por un instante,
el piloto pareció tener dificultades para controlar el aparato.
Luego desapareció de su campo de visión y oyó cómo
el motor aminoraba sus revoluciones. Tomó un sorbo de
té y dejó la taza.
Anders Jonasson salió hasta la entrada de urgencias al
encuentro de las camillas. Su compañera de guardia, Katarina
Holm, se ocupó del primer paciente que ingresó,
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un hombre mayor con graves lesiones en la cara. A Jonasson
le tocó ocuparse de la segunda paciente, una mujer
con heridas de bala. Hizo una rápida inspección ocular
y constató que parecía tratarse de una adolescente, en
estado muy crítico y cubierta de tierra y de sangre. Levantó
la manta con la que el equipo de emergencia de
Protección Civil había envuelto el cuerpo y vio que alguien
había tapado los impactos de bala de la cadera y el
hombro con tiras de una ancha cinta adhesiva plateada,
una iniciativa que le pareció insólitamente ingeniosa. La
cinta mantenía las bacterias fuera y la sangre dentro. Una
bala le había alcanzado la cadera y atravesado los tejidos
musculares. Jonasson levantó el hombro de la chica y localizó
el agujero de entrada de la espalda. No había orificio
de salida, lo que significaba que la munición permanecía
en algún lugar del hombro. Albergaba la esperanza
de que no hubiera penetrado en el pulmón y, como no le
vio sangre en la cavidad bucal, llegó a la conclusión de
que probablemente no fuera ése el caso.
—Radiografía —le dijo a la enfermera que lo asistía.
No hacían falta más explicaciones.
Acabó cortando la venda con la que el equipo de
emergencia le había vendado la cabeza. Se quedó helado
cuando, con las yemas de los dedos, palpó el agujero de
entrada y se dio cuenta de que le habían disparado en la
cabeza. Allí tampoco había orificio de salida.
Anders Jonasson se detuvo un par de segundos y contempló
a la chica. De pronto se sintió desmoralizado. A menudo
solía decir que el cometido de su profesión era el
mismo que el que tenía un portero de fútbol. A diario
llegaban a su lugar de trabajo personas con diferentes estados
de salud pero con un único objetivo: recibir asistencia.
Se trataba de señoras de setenta y cuatro años que se
habían desplomado en medio del centro comercial de
Nordstan a causa de un paro cardíaco, chavales de catorce
años con el pulmón izquierdo perforado por un
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destornillador, o chicas de dieciséis que habían tomado
éxtasis y bailado sin parar dieciocho horas seguidas para
luego caerse en redondo con la cara azul. Eran víctimas
de accidentes de trabajo y de malos tratos. Eran niños
atacados por perros de pelea en Vasaplatsen y unos cuantos
manitas que sólo iban a serrar unas tablas con una
Black & Decker y que, por accidente, se habían cortado
hasta el tuétano.
Anders Jonasson era el portero que estaba entre el paciente
y Fonus, la empresa funeraria. Su trabajo consistía
en decidir las medidas que había que tomar; si optaba
por la errónea, puede que el paciente muriera o se despertara
con una minusvalía para el resto de su vida. La
mayoría de las veces tomaba la decisión correcta, algo
que se debía a que gran parte de los que hasta allí acudían
presentaba un problema específico que resultaba
obvio: una puñalada en el pulmón o las contusiones sufridas
en un accidente de coche eran daños concretos y controlables.
Que el paciente sobreviviera dependía de la naturaleza
de la lesión y de su saber hacer.
Pero había dos tipos de daños que Anders Jonasson
detestaba: uno eran las quemaduras graves, que, independientemente
de las medidas que él tomara, casi siempre
condenaban al paciente a un sufrimiento de por vida.
El otro eran las lesiones en la cabeza.
La chica que ahora tenía ante sí podría vivir con una
bala en la cadera y otra en el hombro. Pero una bala alojada
en algún rincón de su cerebro constituía un problema
de una categoría muy distinta. De repente oyó que
Hanna, la enfermera, decía algo.
—¿Perdón?
—Es ella.
—¿Qué quieres decir?
—Lisbeth Salander. La chica a la que llevan semanas
buscando por el triple asesinato de Estocolmo.
Anders Jonasson miró la cara de la paciente. Hanna
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tenía toda la razón: se trataba de la chica cuya foto habían
visto él y el resto de los suecos en las portadas de todos los
periódicos desde las fiestas de Pascua. Y ahora esa misma
asesina se hallaba allí, en persona, con un tiro en la cabeza,
cosa que, sin duda, podría ser interpretada como algún
tipo de justicia poética.
Pero eso no era asunto suyo. Su trabajo consistía en
salvar la vida de su paciente, con independencia de que se
tratara de una triple asesina o de un premio Nobel. O incluso
de las dos cosas.
Luego estalló ese efectivo caos que caracteriza a los servicios
de urgencias de un hospital. El personal del turno de
Jonasson se puso manos a la obra con gran pericia. Cortaron
el resto de la ropa de Lisbeth Salander. Una enfermera
informó de la presión arterial —100/70— mientras
Jonasson ponía el estetoscopio en el pecho de la paciente
y escuchaba los latidos del corazón, que parecían relativamente
regulares, y una respiración que no llegaba a ser
regular del todo.
El doctor Jonasson no dudó ni un segundo en calificar
de crítico el estado de Lisbeth Salander. Las lesiones
del hombro y de la cadera podían pasar, de momento,
con un par de compresas o, incluso, con esas tiras de cinta
que alguna alma inspirada le había aplicado. Lo importante
era la cabeza. El doctor Jonasson ordenó que le hicieran
un TAC con aquel escáner en el que el hospital había
invertido el dinero del contribuyente.
Anders Jonasson era rubio, tenía los ojos azules y
había nacido en Umeå. Llevaba veinte años trabajando
en el Östra y en el Sahlgrenska, alternando su trabajo
de médico de urgencias con el de investigador y patólogo.
Tenía una peculiaridad que desconcertaba a sus
colegas y que hacía que el personal se sintiera orgulloso
de trabajar con él: estaba empeñado en que ningún pa-
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ciente se muriera en su turno y, de hecho, de alguna milagrosa
manera, había conseguido mantener el marcador
a cero. Cierto que algunos de sus pacientes habían
fallecido, pero eso había ocurrido durante el tratamien -
to posterior o debido a razones completamente ajenas a
su trabajo.
Además, Jonasson presentaba a veces una visión de la
medicina poco ortodoxa. Opinaba que, con frecuencia,
los médicos tendían a sacar conclusiones que carecían de
fundamento y que, por esa razón, o se rendían demasiado
pronto o dedicaban demasiado tiempo a intentar
averiguar con exactitud lo que le pasaba al paciente para
poder prescribir el tratamiento correcto. Ciertamente,
este último era el procedimiento que indicaba el manual
de instrucciones; el único problema era que el paciente
podía morir mientras los médicos seguían reflexionando.
En el peor de los supuestos, un médico llegaría a la conclusión
de que el caso que tenía entre manos era un caso
perdido e interrumpiría el tratamiento.
Sin embargo, a Anders Jonasson nunca le había llegado
un paciente con una bala en la cabeza. Lo más probable
es que hiciera falta un neurocirujano. Se sentía inseguro
pero, de pronto, se dio cuenta de que quizá fuese
más afortunado de lo que merecía. Antes de lavarse y ponerse
la ropa para entrar en el quirófano le dijo a Hanna
Nicander:
—Hay un catedrático americano llamado Frank Ellis
que trabaja en el Karolinska de Estocolmo, pero que
ahora se encuentra en Gotemburgo. Es un afamado neurólogo,
además de un buen amigo mío. Se aloja en el hotel
Radisson de Avenyn. ¿Podrías averiguar su número
de teléfono?
Mientras Anders Jonasson esperaba las radiografías,
Hanna Nicander volvió con el número del hotel Radisson.
Anders Jonasson echó un vistazo al reloj —la 1.42—
y cogió el teléfono. El conserje del hotel se mostró suma-
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mente reacio a pasar ninguna llamada a esas horas de la
noche y el doctor Jonasson tuvo que pronunciar unas palabras
bastante duras y explícitas sobre la situación de
emergencia en la que se encontraba antes de conseguir
contactar con él.
—Buenas noches, Frank —saludó cuando por fin su
amigo cogió el teléfono—. Soy Anders. Me dijeron que
estabas en Gotemburgo. ¿Te apetece subir a Sahlgrenska
para asistirme en una operación de cerebro?
—Are you bullshitting me? —oyó decir a una voz incrédula
al otro lado de la línea.
A pesar de que Frank Ellis llevaba muchos años en
Suecia y de que hablaba sueco con fluidez —aunque con
acento americano—, su idioma principal seguía siendo el
inglés. Anders Jonasson se dirigía a él en sueco y Ellis le
contestaba en su lengua materna.
—Frank, siento haberme perdido tu conferencia, pero
he pensado que a lo mejor podrías darme clases particulares.
Ha entrado una mujer joven con un tiro en la cabeza.
Orificio de entrada un poco por encima de la oreja
izquierda. No te llamaría si no fuera porque necesito una
second opinion. Y no se me ocurre nadie mejor a quien
preguntar.
—¿Hablas en serio? —preguntó Frank Ellis.
—Es una chica de unos veinticinco años.
—¿Y le han pegado un tiro en la cabeza?
—Orificio de entrada, ninguno de salida.
—Pero ¿está viva?
—Pulso débil pero regular, respiración menos regular,
la presión arterial es 100/70. Aparte de eso tiene una
bala en el hombro y un disparo en la cadera, dos problemas
que puedo controlar.
—Su pronóstico parece esperanzador —dijo el profesor
Ellis.
—¿Esperanzador?
—Si una persona tiene un impacto de bala en la ca-
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beza y sigue viva, hay que considerar la situación como
esperanzadora.
—¿Me puedes asistir?
—Debo reconocer que he pasado la noche en compañía
de unos buenos amigos. Me he acostado a la una e
imagino que tengo una impresionante tasa de alcohol en
la sangre…
—Seré yo quien tome las decisiones y realice las intervenciones.
Pero necesito que alguien me asista y me
diga si hago algo mal. Y, sinceramente, si se trata de evaluar
daños cerebrales, incluso un profesor Ellis borracho
me dará, sin duda, mil vueltas.
—De acuerdo. Iré. Pero me debes un favor.
—Hay un taxi esperándote en la puerta del hotel.
El profesor Frank Ellis se subió las gafas hasta la frente y
se rascó la nuca. Concentró la mirada en la pantalla del ordenador
que mostraba cada recoveco del cerebro de Lisbeth
Salander. Ellis tenía cincuenta y tres años, un pelo
negro azabache con alguna que otra cana y una oscura
sombra de barba; parecía uno de esos personajes secundarios
de Urgencias. A juzgar por su físico, pasaba bastantes
horas a la semana en el gimnasio.
Frank Ellis se encontraba a gusto en Suecia. Llegó
como joven investigador de un programa de intercambio
a finales de los setenta y se quedó durante dos años.
Luego volvió en numerosas ocasiones hasta que el Karolinska
le ofreció una cátedra. A esas alturas ya era un
nombre internacionalmente respetado.
Anders Jonasson conocía a Frank Ellis desde hacía
catorce años. Se vieron por primera vez en un seminario
de Estocolmo y descubrieron que ambos eran entusiastas
pescadores con mosca, de modo que Anders lo invitó a
Noruega para ir a pescar. Mantuvieron el contacto a lo
largo de los años y llegaron a hacer juntos más viajes para
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dedicarse a su afición. Sin embargo, nunca habían trabajado
en equipo.
—El cerebro es un misterio —comentó el profesor
Ellis—. Llevo veinte años dedicándome a la investigación
cerebral. La verdad es que más.
—Ya lo sé. Perdóname por haberte despertado, pero…
—Bah. —Frank Ellis movió la mano para restarle
importancia—. Esto te costará una botella de Cragganmore
la próxima vez que vayamos a pescar.
—De acuerdo. Me va a salir barato.
—Hace unos años, cuando trabajaba en Boston, tuve
una paciente sobre cuyo caso escribí en el New England
Journal of Medicine. Era una chica de la misma edad que
ésta. Iba camino de la universidad cuando alguien le disparó
con una ballesta. La flecha entró justo por donde
termina la ceja, le atravesó la cabeza y le salió por la nuca.
—¿Y sobrevivió? —preguntó Jonasson asombrado.
—Llegó a urgencias con una pinta horrible. Le cortamos
la flecha y la metimos en el escáner. La flecha le
atravesaba el cerebro de parte a parte. Según todos los
pronósticos, debería haber muerto o, como mínimo, haber
sufrido un traumatismo tan grave que la dejara en coma.
—¿Y cuál era su estado?
—Permaneció consciente en todo momento. Y no sólo
eso; como es lógico, tenía un miedo horrible, pero no había
perdido ninguna de sus facultades mentales. Su único
problema consistía en que una flecha le atravesaba la cabeza.
—¿Y qué hiciste?
—Bueno, pues cogí unas pinzas, le extraje la flecha y
le puse unas tiritas en las heridas. Más o menos.
—¿Y sobrevivió?
—Permaneció en estado crítico durante mucho tiempo
antes de darle el alta, claro, pero, honestamente, podríamos
haberla mandado a casa el mismo día en el que entró.
Jamás he tenido un paciente tan sano.
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Anders Jonasson se preguntó si el profesor Ellis no le
estaría tomando el pelo.
—Y sin embargo, en otra ocasión, hace ya algunos
años —prosiguió Ellis— asistí en Estocolmo a un paciente
de cuarenta y dos años que se dio un ligero golpe
en la cabeza contra el marco de una ventana. Se mareó
y se sintió tan mal que tuvieron que llevarlo a urgencias
en ambulancia. Se hallaba inconsciente cuando me lo
trajeron. Tenía un pequeño chichón y una hemorragia
apenas perceptible. Pero no se despertó nunca y falleció
en la UVI nueve días después. Sigo sin saber por qué
murió. En el acta de la autopsia pusimos «hemorragia
cerebral producida por un accidente», pero ninguno de
nosotros quedó satisfecho con ese análisis. La hemorragia
era tan pequeña y estaba localizada de tal manera
que no debería haber afectado a nada. Aun así, con el
tiempo, el hígado, los riñones, el corazón y los pulmones
dejaron de funcionar. Cuanto más viejo me hago,
más lo veo todo como una especie de ruleta. Si quieres
que te diga la verdad, creo que nunca averiguaremos
cómo funciona exactamente el cerebro. ¿Qué piensas
hacer?
Golpeó la imagen de la pantalla con un bolígrafo.
—Esperaba que me lo dijeras tú.
—Me gustaría oír tu diagnóstico.
—Bueno, para empezar parece una bala de pequeño
calibre. Le ha perforado la sien y le ha entrado unos
cuatro centímetros en el cerebro. Descansa sobre el ventrículo
lateral, justo donde se le ha producido la hemorragia.
—¿Medidas?
—Utilizando tu terminología, coger unas pinzas y
extraer la bala por el mismo camino por el que ha entrado.
—Excelente idea. Pero yo que tú usaría las pinzas
más finas que tuviera.
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—¿Así de sencillo?
—En un caso como éste, ¿qué otra cosa podríamos
hacer? Es posible que dejando la bala donde está la paciente
viva hasta los cien años, pero eso también sería tentar
a la suerte: podría desarrollar epilepsia, migrañas y
rollos de ese tipo. Lo que no queremos hacer es taladrarle
la cabeza dentro de un año para operarla cuando la herida
se haya curado. La bala está algo alejada de las arterias
principales. En este caso te recomendaría que se la
sacaras, pero…
—Pero ¿qué?
—La bala no me preocupa. Eso es lo fascinante de los
daños cerebrales: que haya sobrevivido cuando entró la
bala significa que también sobrevivirá cuando se la saquemos.
El problema es más bien éste —dijo, señalando
la pantalla—: alrededor del orificio de entrada tienes un
montón de fragmentos óseos. Puedo ver por lo menos
una docena de unos cuantos milímetros de largo. Algunos
se han hundido en el tejido cerebral. Ahí está lo que
la matará si no actúas con cuidado.
—Esa parte del cerebro es la que se asocia al habla y a
la capacidad numérica…
Ellis se encogió de hombros.
—Bah, chorradas. No tengo ni la menor idea de para
qué sirven estas células grises de aquí. Haz lo que puedas.
Eres tú el que opera. Yo estaré detrás mirando. ¿Puedo
ponerme alguna bata y lavarme en algún sitio?
Mikael Blomkvist miró el reloj y constató que eran poco
más de las tres de la mañana. Se encontraba esposado.
Cerró los ojos un momento. Estaba muerto de cansancio,
pero la adrenalina lo mantenía despierto. Abrió los ojos
y, cabreado, contempló al comisario Thomas Paulsson,
que le devolvió la mirada en estado de shock. Se hallaban
sentados junto a la mesa de la cocina de una granja si-
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tuada en algún lugar cercano a Nossebro llamado Gosseberga,
del que Mikael había oído hablar por primera vez
en su vida apenas doce horas antes.
La catástrofe ya era un hecho.
—¡Idiota! —le espetó Mikael.
—Bueno, escucha…
—¡Idiota! —repitió Mikael—. ¡Joder, ya te dije que
el tío era un peligro viviente, que había que manejarlo
como si fuese una granada con el seguro quitado! Ha
asesinado como mínimo a tres personas; es como un carro
de combate y no necesita más que sus manos para matar.
Y tú vas y mandas a dos maderos de pueblo para
arrestarlo, como si se tratara de uno de esos borrachuzos
de sábado por la noche.
Mikael volvió a cerrar los ojos. Se preguntó qué más
iba a irse a la mierda esa noche.
Había encontrado a Lisbeth Salander poco después
de medianoche, herida de gravedad. Avisó a la policía y
logró convencer a los servicios de emergencia de Protección
Civil para que enviaran un helicóptero y trasladaran
a Lisbeth al hospital de Sahlgrenska. Describió con todo
detalle sus lesiones y el agujero de bala de la cabeza, y alguna
persona inteligente y sensata se dio cuenta de la
gravedad del asunto y comprendió que Lisbeth necesitaba
asistencia de inmediato.
Aun así, el helicóptero tardó media hora en llegar.
Mikael salió y sacó dos coches del establo, que también
hacía las veces de garaje, y, encendiendo los faros, iluminó
el campo que había delante de la casa y que sirvió
de pista de aterrizaje.
El personal del helicóptero y dos enfermeros acompañantes
actuaron con gran pericia y profesionalidad. Uno de
los enfermeros le administró los primeros auxilios a Lisbeth
Salander mientras el otro se ocupaba de Alexander
Zalachenko, también conocido como Karl Axel Bodin. Zalachenko
era el padre de Lisbeth Salander y su peor ene-
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migo. Había intentado matarla pero fracasó. Mikael lo encontró
gravemente herido en el leñero de esa apartada
granja, con un hachazo con muy mala pinta en la cara y
contusiones en la pierna.
Mientras Mikael esperaba la llegada del helicóptero
hizo lo que pudo por Lisbeth. Buscó una sábana limpia
en un armario, la cortó y se la puso como venda. Constató
que la sangre se había coagulado y había formado
un tapón en el orificio de entrada de la cabeza, así que
no sabía muy bien si atreverse a colocarle una venda
allí. Al final, sin ejercer mucha presión, le ató la sábana
alrededor de la cabeza, más que nada para que la herida
no estuviera tan expuesta a las bacterias y la suciedad.
En cambio, contuvo la hemorragia de los agujeros de
bala de la cadera y del hombro de la manera más sencilla:
en un armario había encontrado un rollo de cinta
adhesiva plateada y simplemente cubrió las heridas con
ella. Le humedeció la cara con una toalla mojada e intentó
limpiarle las zonas más sucias.
No se acercó al leñero para socorrer a Zalachenko.
Sin inmutarse un ápice reconoció que, para ser sincero,
Zalachenko le importaba un comino.
Mientras esperaba a los servicios de emergencia de
Protección Civil, llamó también a Erika Berger y le explicó
la situación.
—¿Estás bien? —preguntó Erika.
—Yo sí —contestó Mikael—. Pero Lisbeth está herida.
—Pobre chica —dijo Erika Berger—. Me he pasado
la noche leyendo el informe que Björck redactó para la
Säpo. ¿Qué vas a hacer?
—Ahora no tengo fuerzas para pensar en eso —respondió
Mikael.
Sentado en el suelo junto al banco de la cocina, hablaba
con Erika mientras le echaba un ojo a Lisbeth Sa-
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lander. Le había quitado los zapatos y los pantalones para
vendar la herida de la cadera y, de repente, por casualidad,
puso la mano encima de la prenda que había tirado
al suelo. Sintió un objeto en el bolsillo de la pernera y
sacó un Palm Tungsten T3.
Frunció el ceño y, pensativo, contempló el ordenador
de mano. Al oír el ruido del helicóptero se lo introdujo en
el bolsillo interior de su cazadora. Luego, mientras todavía
se encontraba solo, se inclinó hacia delante y examinó
todos los bolsillos de Lisbeth Salander. Encontró otro
juego de llaves del piso de Mosebacke y un pasaporte a
nombre de Irene Nesser. Se apresuró a meter los objetos
en un compartimento del maletín de su ordenador.
El primer coche patrulla de la policía de Trollhättan, con
los agentes Fredrik Torstensson y Gunnar Andersson a
bordo, llegó pocos minutos después de que aterrizara el
helicóptero. Fueron seguidos por el comisario Thomas
Paulsson, que asumió de inmediato el mando. Mikael se
acercó y empezó a explicar lo ocurrido. Paulsson se le antojó
un engreído sargento chusquero y un completo zoquete.
De hecho, fue nada más llegar Paulsson cuando
las cosas empezaron a torcerse.
Paulsson parecía no comprender nada de lo que le
contaba Mikael. Dio muestras de un extraño nerviosismo
y el único hecho que asimiló fue que la maltrecha chica
que se hallaba tumbada en el suelo frente al banco de la
cocina era la triple y buscada asesina Lisbeth Salander,
algo que constituía una interesantísima captura. Paulsson
le preguntó tres veces al extremadamente ocupado enfermero
de Protección Civil si podía arrestar a la chica in
situ. Hasta que el enfermero agotó su paciencia, se levantó
y le gritó que se mantuviera alejado.
Luego Paulsson se centró en el malherido Alexander
Zalachenko, que estaba en el leñero. Mikael oyó a Pauls-
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son comentar por radio que, al parecer, Lisbeth Salander
había intentado matar a otra persona más.
A esas alturas, Mikael estaba ya tan cabreado con
Paulsson —quien, como se podía ver, no había escuchado
ni una palabra de lo que él le había intentado decir—
que alzó la voz y lo instó a llamar, en ese mismo
instante, al inspector Jan Bublanski a Estocolmo. Sacó su
móvil y se ofreció a marcarle el número. Paulsson no
mostró ni el menor interés.
Luego Mikael cometió dos errores.
Absolutamente resuelto, explicó que el verdadero triple
asesino era un hombre llamado Ronald Niedermann,
que tenía una constitución física similar a la de un robot
anticarros, que sufría de analgesia congénita y que, en ese
momento, se encontraba atado, hecho un fardo, en una
cuneta de la carretera de Nossebro. Mikael describió el
lugar en el que podrían hallar a Niedermann y les recomendó
que enviaran a un pelotón de infantería con armas
de refuerzo. Paulsson preguntó cómo había ido Niedermann
a parar a la cuneta y Mikael reconoció, con toda
sinceridad, que fue él quien, apuntándolo con un arma,
consiguió llevarlo hasta allí.
—¿Un arma? —preguntó el comisario Paulsson.
A esas alturas, Mikael ya debería haberse dado cuenta
de que Paulsson era tonto de remate. Debería haber cogido
el móvil y llamado a Bublanski para pedirle que interviniese
y disipara aquella niebla en la que parecía estar
envuelto Paulsson. En lugar de eso, Mikael cometió el
error número dos intentando entregarle el arma que llevaba
en el bolsillo de la cazadora: la Colt 1911 Government
que ese mismo día había encontrado en el piso de
Lisbeth Salander y que le sirvió para dominar a Ronald
Niedermann.
Fue eso, sin embargo, lo que llevó a Paulsson a arrestar
en el acto a Mikael Blomkvist por tenencia ilícita de
armas. Luego, Paulsson ordenó a los policías Torstensson
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y Andersson que se dirigieran a ese lugar de la carretera
de Nossebro que Mikael les había indicado para que averiguaran
si era verdad la historia de que, en una cuneta,
se encontraba una persona inmovilizada y atada al poste
de una señal de tráfico que advertía de la presencia de alces.
Si así fuera, los policías deberían esposar a la persona
en cuestión y traerla hasta la granja de Gosseberga.
Mikael protestó de inmediato explicando que Ronald
Niedermann no era de esos que podían ser arrestados y
esposados con facilidad: se trataba de un asesino tremendamente
peligroso, un auténtico peligro viviente. Paulsson
ignoró las protestas y, de pronto, un enorme cansancio
se apoderó de Mikael. Éste lo llamó «incompetente
cabrón» y le gritó que ni se les ocurriese a Torstensson y
Andersson soltar a Ronald Niedermann sin pedir antes
refuerzos.
Ese pronto tuvo como resultado que Mikael fuera esposado
y conducido hasta el asiento trasero del coche del
comisario Paulsson, desde donde, profiriendo todo tipo
de improperios, fue testigo de cómo Torstensson y Andersson
se alejaban del lugar en su coche patrulla. El
único rayo de luz existente en esa oscuridad era que Lisbeth
Salander había sido conducida hasta el helicóptero y
que había desaparecido por encima de las copas de los árboles
con destino al Sahlgrenska. Apartado de toda información,
sin posibilidad alguna de recibir noticias, Mikael
se sintió impotente; lo único que le quedaba era esperar
que Lisbeth fuera a parar a unas manos competentes.
El doctor Anders Jonasson efectuó dos profundas incisiones
hasta tocar el cráneo, retiró la piel que había alrededor
del orificio de entrada y usó unas pinzas para mantenerla
sujeta. Con gran esmero, una enfermera utilizó un
aspirador para quitar la sangre. Después llegó el desagradable
momento en el que Jonasson empleó un taladro
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para agrandar el agujero del hueso. El procedimiento fue
irritantemente lento.
Logró, por fin, hacer un orificio lo bastante amplio
como para tener acceso al cerebro de Lisbeth Salander.
Con mucho cuidado, le introdujo una sonda y ensanchó
unos milímetros el canal de la herida. Luego se sirvió de
una sonda algo más fina para localizar la bala. Gracias a
la radiografía pudo constatar que el proyectil se había girado
y que se alojaba en un ángulo de cuarenta y cinco
grados en relación con el canal de la herida. Usó la sonda
para tocar con suma cautela el borde de la bala y, tras una
serie de fracasados intentos, consiguió levantarla un poco
y rotarla hasta ponerla en ángulo recto.
Por último, introdujo unas finas pinzas de punta estriada.
Apretó con fuerza la base de la bala y consiguió
atraparla. Tiró de las pinzas hacia él. La bala salió sin
apenas oponer resistencia. La contempló al trasluz durante
un segundo, vio que parecía estar intacta y la depositó
en un cuenco.
—Limpia —dijo, y la orden fue cumplida en el acto.
Le echó un vistazo al electrocardiograma que daba fe
de que su paciente seguía teniendo una actividad car -
díaca regular.
—Pinzas.
Bajó una potente lupa que colgaba del techo y enfocó
con ella la zona que quedaba al descubierto.
—Con cuidado —dijo el profesor Frank Ellis.
Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, Anders
Jonasson sacó no menos de treinta y dos pequeñas
astillas de hueso de alrededor del orificio de entrada. La
más pequeña de ellas apenas resultaba perceptible para el
ojo humano.
Mientras Mikael Blomkvist, frustrado, se afanaba en sacar
su móvil del bolsillo de la pechera de la americana
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—algo que resultó imposible con las manos esposadas—,
llegaron a Gosseberga más coches con policías y
técnicos forenses. Bajo las órdenes del comisario Paulsson,
se les encomendó que recogieran pruebas forenses
en el leñero y que realizaran un meticuloso registro de
la casa principal donde se habían confiscado ya varias
armas. Resignado, Mikael contempló las actividades
desde su puesto de observación en el asiento trasero del
coche de Paulsson.
Hasta que no pasó más de una hora, Paulsson no pareció
ser consciente de que los policías Torstensson y Andersson
aún no habían regresado de la misión de buscar
a Ronald Niedermann. De repente, la preocupación asomó
a su rostro. El comisario se llevó a Mikael a la cocina y le
pidió que le describiera nuevamente el lugar.
Mikael cerró los ojos.
Seguía sentado en la cocina cuando regresó el furgón
con los policías que habían ido en auxilio de Torstensson
y Andersson. Habían encontrado muerto, con el cuello
roto, al agente Gunnar Andersson. Su colega Fredrik
Torstensson aún vivía, pero había sido gravemente malherido.
Los hallaron a ambos en la cuneta, junto al pos te
de la señal de advertencia de alces. Tanto sus armas reglamentarias
como el coche patrulla habían desapa recido.
De hallarse en una situación bastante controlable, el
comisario Thomas Paulsson había pasado de pronto a tener
que hacer frente al asesinato de un policía y a un desesperado
que iba armado y que se había dado a la fuga.
—Idiota —repitió Mikael Blomkvist.
—No sirve de nada insultar a la policía.
—En ese punto coincidimos. Pero se te va a caer el
pelo por negligencia en el ejercicio de tus funciones. Antes
de que yo termine contigo, las portadas de todos los
periódicos del país te aclamarán como el policía más estúpido
de Suecia.
Al parecer, la amenaza de ser expuesto al escarnio
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público era lo único que tenía algún efecto en Thomas
Paulsson. Se le veía preocupado.
—¿Y qué propones?
—Exijo que llames al inspector Jan Bublanski de Estocolmo.
Ahora mismo.
La inspectora de la policía criminal Sonja Modig se despertó
sobresaltada cuando su teléfono móvil, que se estaba
cargando, empezó a sonar al otro lado del dormitorio.
Le echó un vistazo al reloj de la mesilla y constató
para su desesperación que eran poco más de las cuatro de
la mañana. Luego contempló a su marido, que seguía
roncando tranquilamente; ni un ataque de artillería podría
despertarlo. Se levantó de la cama y se acercó tambaleándose
hasta el móvil; tras conseguir dar con la tecla
exacta contestó.
«Jan Bublanski —pensó—. ¿Quién si no?»
—Se ha armado una de mil demonios por la zona de
Trollhättan —dijo su jefe sin más preámbulos—. El
X2000 para Gotemburgo sale a las cinco y diez.
—¿Qué ha pasado?
—Blomkvist ha encontrado a Salander, Niedermann
y Zalachenko. Y ha sido arrestado por insultar a un
agente de policía, por oponer resistencia al arresto y por
tenencia ilícita de armas. Salander ha sido trasladada a
Sahlgrenska con una bala en la cabeza. Zalachenko también
se encuentra allí, con un hacha en la cabeza. Niedermann
anda suelto. Ha matado a un policía durante la
noche.
Sonja Modig parpadeó dos veces y acusó el cansancio.
No deseaba otra cosa que volver a la cama y coger un
mes de vacaciones.
—El X2000 de las cinco y diez. De acuerdo. ¿Qué
hago?
—Cógete un taxi hasta la estación. Te acompañará
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Jerker Holmberg. Debéis poneros en contacto con el
comisario de la policía de Trollhättan, un tal Thomas
Paulsson, que, al parecer, es el responsable de gran parte
del jaleo que se ha montado esta noche y que, según
Blomkvist, es, cito literalmente, «un tonto de remate de
enormes dimensiones».
—¿Has hablado con Blomkvist?
—Por lo visto está detenido y esposado. Conseguí
convencer a Paulsson para que me lo pusiera un momento
al teléfono. Ahora mismo me dirijo a Kungsholmen
y voy a intentar aclarar qué es lo que está pasando.
Mantendremos el contacto a través del móvil.
Sonja Modig volvió a mirar el reloj una vez más.
Luego llamó al taxi y se metió bajo la ducha durante un
minuto. Se lavó los dientes, se pasó un peine por el pelo,
se puso unos pantalones negros, una camiseta negra y
una americana gris. Metió el arma reglamentaria en su
bandolera y eligió abrigarse con un chaquetón rojo de
piel. Luego, zarandeando a su marido, lo despertó, le comunicó
adónde iba y le dijo que esa mañana se ocupara
él de los niños. Salió del portal en el mismo instante en
que el taxi se detenía.
No hacía falta que buscara a su colega, el inspector
Jerker Holmberg; daba por descontado que estaría en el
vagón restaurante y pudo constatar que así era. Él ya le
había cogido un café y un sándwich. Desayunaron en silencio
en tan sólo cinco minutos. Al final, Holmberg
apartó la taza de café.
—Deberíamos cambiar de profesión.
A las cuatro de la mañana, un tal Marcus Erlander, inspector
de la brigada de delitos violentos de Gotemburgo,
llegó por fin a Gosseberga y asumió el mando de la investigación
de Thomas Paulsson, que estaba hasta arriba de
trabajo. Erlander era un hombre canoso y rechoncho de
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unos cincuenta años. Una de sus primeras medidas fue liberar
a Mikael Blomkvist de las esposas y servirle bollos
y café de un termo. Se sentaron en el salón para charlar.
—Acabo de hablar con Estocolmo, con Bublanski
—le comunicó Erlander—. Nos conocemos desde hace
muchos años. Tanto él como yo lamentamos el trato que
te ha dispensado Paulsson.
—Ha conseguido que esta noche maten a un policía
—dijo Mikael.
Erlander asintió con la cabeza.
—Yo conocía personalmente al agente Gunnar Andersson:
estuvo trabajando en Gotemburgo antes de trasladarse
a Trollhättan. Es padre de una niña de tres años.
—Lo siento. Intenté advertírselo…
Erlander asintió con la cabeza.
—Eso tengo entendido. Hablaste muy clarito y por
eso te esposaron. Fuiste tú el que acabó con Wenner s -
tröm. Bublanski dice que eres un puto y descarado periodista
y un loco detective aficionado, pero que tal vez sepas
de lo que hablas. ¿Me puedes poner al día de una forma
comprensible?
—Bueno, todo esto empezó en Enskede con el asesinato
de mis amigos Dag Svensson y Mia Bergman, y del
de una persona que no era amigo mío: el abogado Nils
Bjurman, el administrador de Lisbeth Salander.
Erlander asintió.
—Como ya sabes, la policía lleva persiguiendo a Lisbeth
Salander desde Pascua por ser sospechosa de un triple
asesinato. Para empezar, debes tener claro que es inocente
de esos crímenes. Si a ella le corresponde algún
papel en toda esta historia no es más que el de víctima.
—No he tenido nada que ver con el asunto Salander,
pero después de todo lo que se ha escrito en los medios de
comunicación me cuesta creer que sea inocente del todo.
—No obstante, así es. Ella es inocente. Y punto. El
verdadero asesino es Ronald Niedermann, el mismo que
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ha matado a tu colega Gunnar Andersson esta noche.
Trabaja para Karl Axel Bodin.
—El Bodin que está en Sahlgrenska con un hacha en
la cabeza.
—Técnicamente hablando, ya no tiene el hacha en la
cabeza. Doy por descontado que es Lisbeth la que le ha
dado el hachazo. Su verdadero nombre es Alexander Zalachenko.
Es el padre de Lisbeth y un ex asesino profesional
del servicio ruso de inteligencia militar. Desertó en
los años setenta y luego trabajó para la Säpo hasta la
caída de la Unión Soviética. Desde entonces va por libre
como gánster.
Erlander examinó pensativo al tipo que ahora se hallaba
frente a él sentado en el banco. Mikael Blomkvist
brillaba de sudor y parecía estar no sólo congelado sino
también muerto de cansancio. Hasta ese momento había
presentado argumentos coherentes y lógicos, pero el comisario
Thomas Paulsson —de cuyas palabras Erlander
no se fiaba mucho— le había advertido de que Blomkvist
fantaseaba acerca de agentes rusos y sicarios alemanes,
algo que no pertenecía precisamente a los asuntos
más rutinarios de la policía sueca. Al parecer, Blomkvist
había llegado a ese punto de la historia que Paulsson rechazó.
Pero había un policía muerto y otro gravemente
herido en la cuneta de la carretera de Nossebro, y Erlander
estaba dispuesto a escucharlo. Aunque no pudo
impedir que se apreciara un asomo de desconfianza en
su voz.
—De acuerdo. Un agente ruso.
Blomkvist mostró una pálida sonrisa, consciente de lo
absurda que sonaba su historia.
—Un ex agente ruso. Puedo documentar todas mis
afirmaciones.
—Sigue.
—En los años setenta, Zalachenko era un espía muy
importante. Desertó y la Säpo le dio asilo. Según tengo
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entendido, no se trata de una situación del todo única en
el comienzo de la decadencia de la Unión Soviética.
—Entiendo.
—Como ya te he dicho, no sé exactamente qué ha pasado
aquí esta noche, pero Lisbeth ha dado con su padre,
al que no veía desde hacía quince años. Él maltrató a la
madre de Lisbeth hasta tal punto que tuvieron que ingresarla
en una residencia, donde, al cabo de los años,
acabó falleciendo. Intentó también matar a Lisbeth y, a
través de Ronald Niedermann, ha estado detrás de los
asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman. Además,
fue el responsable del secuestro de la amiga de Lisbeth,
Miriam Wu; el famoso combate de Paolo Roberto en
Nykvarn…
—Pues si Lisbeth Salander le ha dado a su padre un
hachazo en la cabeza, no es precisamente inocente.
—Tiene tres impactos de bala en el cuerpo. Creo que
se puede alegar algo de defensa propia. Me pregunto…
—¿Sí?
—Lisbeth estaba tan sucia de tierra y lodo que su
pelo daba la sensación de ser un casco de barro. Tenía tierra
hasta por dentro de la ropa. Era como si la hubiesen
enterrado. Y, al parecer, Niedermann cuenta con cierta
experiencia enterrando gente. La policía de Södertälje ha
descubierto dos tumbas en aquel almacén de las afueras
de Nykvarn propiedad de Svavelsjö MC.
—La verdad es que son tres: anoche encontraron otra
más. Pero si le pegaron tres tiros a Lisbeth Salander y
luego la enterraron, ¿qué hacía ella de pie con un hacha
en la mano?
—Bueno, no sé lo que pasaría, pero Lisbeth es una
mujer de muchos recursos. Intenté convencer a Paulsson
para que trajera una jauría de perros…
—Están en camino.
—Bien.
—Paulsson te ha arrestado por haberlo insultado.
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—Protesto. Lo llamé idiota, idiota incompetente y
tonto de remate. A la vista de los hechos, ninguno de esos
calificativos son insultos.
—Mmm. Pero también estás detenido por tenencia
ilícita de armas.
—Cometí el error de intentar entregarle un arma.
Pero no quiero hacer más declaraciones sobre ello sin
consultarlo antes con mi abogado.
—De acuerdo. Dejemos eso de lado por el momento;
tenemos cosas más importantes de las que hablar. ¿Qué
sabes de ese tal Niedermann?
—Es un asesino. Le pasa algo, no es un tío normal.
Mide más de dos metros y tiene una constitución física similar
a la de un robot a prueba de bombas. Pregúntale a
Paolo Roberto, que ha boxeado con él. Sufre analgesia
congénita. Es una enfermedad que provoca que la sustancia
transmisora de las fibras no funcione como debiera
y, por consiguiente, el que la tiene no puede sentir
dolor. Es alemán, nació en Hamburgo y durante sus años
de adolescencia fue un cabeza rapada. Es extremadamente
peligroso y anda suelto.
—¿Tienes alguna idea de adónde podría huir?
—No. Sólo sé que lo tenía todo preparado para que
os lo llevarais cuando ese tonto de remate de Trollhättan
asumió el mando.
Poco antes de las cinco de la mañana, el doctor Anders
Jonasson se quitó sus embadurnados guantes de látex y
los tiró a la basura. Una enfermera aplicó compresas sobre
la herida de la cadera de la paciente. La operación
había durado tres horas. Se quedó observando la rapada
y maltrecha cabeza de Lisbeth Salander, hecha ya un paquete
de vendas.
Experimentó una repentina ternura como la que a
menudo sentía por los pacientes que operaba. Según la
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prensa, Lisbeth Salander era una psicópata asesina en
masa, pero a sus ojos parecía más bien un gorrión malherido.
Movió la cabeza de un lado a otro y luego miró a
Frank Ellis, que lo contemplaba entretenido.
—Eres un cirujano excelente —dijo éste.
—¿Te puedo invitar a desayunar?
—¿Hay algún sitio por aquí donde sirvan tortitas con
mermelada?
—Gofres —sentenció Anders Jonasson—. En mi
casa. Cogeremos un taxi, pero antes déjame que haga
una llamada para avisar a mi mujer. —Se detuvo y miró
el reloj—. Pensándolo bien, creo que es mejor que no llamemos.
La abogada Annika Giannini se despertó sobresaltada.
Volvió la cabeza a la derecha y constató que eran las seis
menos dos minutos. La primera reunión del día la tenía a
las ocho con un cliente. Volvió la cabeza a la izquierda y
miró a su marido, Enrico Giannini, que dormía plácidamente
y que, en el mejor de los casos, se despertaría sobre
las ocho. Parpadeó con fuerza un par de veces, se levantó y
puso la cafetera antes de meterse bajo la ducha. Se tomó su
tiempo en el cuarto de baño y se vistió con unos pantalones
negros, un jersey blanco de cuello alto y una americana
roja. Tostó dos rebanadas de pan, les puso queso, mermelada
de naranja y un aguacate cortado en rodajas y se llevó
el desayuno al salón, justo a tiempo para ver en la tele las
noticias de las seis y media. Tomó un sorbo de café y apenas
acababa de abrir la boca para pegarle un bocado a una
tostada cuando oyó el titular de la principal noticia de la
mañana:
«Un policía muerto y otro gravemente herido. Noche
de dramáticos acontecimientos en la detención de la triple
asesina Lisbeth Salander.»
Al principio le costó entender la situación, ya que su
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primera impresión fue que era Lisbeth Salander la que
había matado al policía. La información resultaba escasa,
pero unos instantes después se dio cuenta de que se buscaba
a un hombre por el asesinato del policía. Se había
dictado una orden nacional de busca y captura de un
hombre de treinta y siete años cuyo nombre aún no había
sido facilitado. Al parecer, Lisbeth Salander se hallaba
ingresada en el hospital Sahlgrenska de Gotemburgo con
heridas de gravedad.
Annika cambió de cadena pero no le aclararon la situación
mucho más. Fue a por su móvil y marcó el número
de su hermano, Mikael Blomkvist. Le saltó el mensaje
de que en ese momento el abonado no se encontraba
disponible. Sintió una punzada de miedo. Mikael la había
llamado la noche anterior de camino a Gotemburgo;
iba en busca de Lisbeth Salander. Y de un asesino llamado
Ronald Niedermann.
Cuando se hizo de día, un observador de la policía halló
restos de sangre en el terreno que quedaba tras el leñero.
Un perro policía siguió el rastro hasta una fosa cavada en
un claro del bosque, a unos cuatrocientos metros al noreste
de la granja de Gosseberga.
Mikael acompañó al inspector Erlander. Meditabundos,
estudiaron el lugar. No tardaron nada en descubrir
una gran cantidad de sangre en la fosa y alrededores.
También encontraron una deteriorada pitillera que, al
parecer, había sido usada como pala. Erlander la metió en
una bolsa de pruebas y etiquetó el hallazgo. Asimismo recogió
muestras de terrones manchados de sangre. Un policía
uniformado le llamó la atención sobre una colilla sin filtro
de la marca Pall Mall que se hallaba a unos metros de la
fosa. La colilla fue igualmente introducida en una bolsa y
etiquetada. Mikael recordó que había visto un paquete de
Pall Mall en el fregadero de la casa de Zalachenko.
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Erlander elevó la vista al cielo y vio unas oscuras nubes
que amenazaban lluvia. Según parecía, la tormenta
que la noche anterior había azotado Gotemburgo se desplazaba
por el sur de la región de Nossebro y sólo era
cuestión de tiempo que empezara a llover. Se volvió a un
agente uniformado y le pidió que buscara una lona para
cubrir la fosa.
—Creo que tienes razón —dijo finalmente Erlander
a Mikael—. Es probable que el análisis de la sangre determine
que Lisbeth Salander ha estado aquí, y supongo
que encontraremos sus huellas dactilares en la pitillera.
Le pegaron un tiro y la enterraron pero, Dios sabe cómo,
sobrevivió, consiguió salir y…
—… y volvió a la granja y le estampó el hacha a Zalachenko
en toda la cabeza —concluyó Mikael—. Es una
tía con bastante mala leche.
—Pero ¿qué diablos haría con Niedermann?
Mikael se encogió de hombros. Respecto a eso, él estaba
tan desconcertado como Erlander.
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