miércoles, 1 de julio de 2009

LOS JUEGOS DEL HAMBRE

LOS JUEGOS DEL HAMBRE

"No pude dejar de leer, este libro es adictivo" Stephen King
"He estado tan obsesionada con este libro que me lo llevaba conmigo hasta cuando salía a comer fuera y lo escondía debajo de la mesa para poder continuar leyendo... Este libro es increible.” Stephenie Meyer (autora de la saga "Crepúsculo")

Sinopsis breve: Un pasado de guerras ha dejado los 12 distritos que dividen Panem bajo el poder tiránico del "Capitolio". Sin libertad y en la pobreza, nadie puede salir de los límites de su distrito. Sólo una chica de 16 años, Katniss Everdeen, osa desafiar las normas para conseguir comida. Sus principios se pondrán a prueba en "Los juegos del hambre", un reality show que el Capitolio organiza para humillar a la población. Cada año, 2 representantes de cada distrito serán obligados a subsistir en un medio hostil y luchar a muerte entre ellos hasta que quede un solo superviviente. Cuando su hermana pequeña es elegida para participar, Katniss no duda en ocupar su lugar, decidida a demostrar con su actitud firme, que aún en las situaciones más desesperadas hay lugar para el amor y el respeto.
Suzanne Collins es autora de la serie bestseller del New York Times "Underland Chronicles" y guionista de programas de televisión juveniles. En esta primera entrega nos brinda a partes iguales suspenso, ética, aventura y amor en un contexto situado en un futuro con inquietantes paralelismos con nuestro mundo actual.


CAPITULO 1


Cuando me despierto, el otro lado de la cama
está frío. Estiro los dedos buscando el calor de
Prim, pero no encuentro más que la basta funda
de lona del colchón. Seguro que ha tenido pesadillas
y se ha metido en la cama de nuestra madre;
claro que sí, porque es el día de la cosecha.
Me apoyo en un codo y me levanto un poco;
en el dormitorio entra algo de luz, así que puedo
verlas. Mi hermana pequeña, Prim, acurrucada a
su lado, protegida por el cuerpo de mi madre,
las dos con las mejillas pegadas. Mi madre parece
más joven cuando duerme; agotada, aunque
no tan machacada. La cara de Prim es tan fresca
como una gota de agua, tan encantadora como la
prímula que le da nombre. Mi madre también fue
muy guapa hace tiempo, o eso me han dicho.


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Sentado sobre las rodillas de Prim, para protegerla,
está el gato más feo del mundo: hocico
aplastado, media oreja arrancada y ojos del color
de un calabacín podrido. Prim le puso Buttercup
porque, según ella, su pelaje amarillo embarrado
tenía el mismo tono de aquella fl or, el ranúnculo.
El gato me odia o, al menos, no confía en mí.
Aunque han pasado ya algunos años, creo que todavía
recuerda que intenté ahogarlo en un cubo
cuando Prim lo trajo a casa; era un gatito escuálido,
con la tripa hinchada por las lombrices y
lleno de pulgas. Lo último que yo necesitaba era
otra boca que alimentar, pero mi hermana me suplicó
mucho, e incluso lloró para que le dejase
quedárselo. Al fi nal la cosa salió bien: mi madre
le libró de los parásitos, y ahora es un cazador de
ratones nato; a veces, hasta caza alguna rata.
Como de vez en cuando le echo las entrañas
de las presas, ha dejado de bufarme.
Entrañas y nada de bufi dos: no habrá más cariño
que ése entre nosotros.
Me bajo de la cama y me pongo las botas de
cazar; la piel fi na y suave se ha adaptado a mis
pies. Me pongo también los pantalones y una camisa,
meto mi larga trenza oscura en una gorra
y tomo la bolsa que utilizo para guardar todo lo
que recojo. En la mesa, bajo un cuenco de madera
que sirve para protegerlo de ratas y gatos hambrientos,
encuentro un perfecto quesito de cabra
envuelto en hojas de albahaca. Es un regalo de
Prim para el día de la cosecha; cuando salgo me
lo meto con cuidado en el bolsillo.
Nuestra parte del Distrito 12, a la que solemos
llamar la Veta, está siempre llena a estas horas
de mineros del carbón que se dirigen al turno
de mañana. Hombres y mujeres de hombros caídos
y nudillos hinchados, muchos de los cuales
ya ni siquiera intentan limpiarse el polvo de carbón
de las uñas rotas y las arrugas de sus rostros
hundidos. Sin embargo, hoy las calles manchadas
de carboncillo están vacías y las contraventanas
de las achaparradas casas grises permanecen cerradas.
La cosecha no empieza hasta las dos, así
que todos prefi eren dormir hasta entonces... si
pueden.
Nuestra casa está casi al fi nal de la Veta, sólo tengo
que dejar atrás unas cuantas puertas para llegar al
campo desastrado al que llaman la Pradera. Lo que
separa la Pradera de los bosques y, de hecho, lo que
rodea todo el Distrito 12, es una alta alambrada


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metálica rematada con bucles de alambre de espino.
En teoría, se supone que está electrifi cada
las veinticuatro horas para disuadir a los depredadores
que viven en los bosques y antes recorrían
nuestras calles (jaurías de perros salvajes, pumas
solitarios y osos).
En realidad, como, con suerte, sólo tenemos
dos o tres horas de electricidad por la noche, no
suele ser peligroso tocarla. Aun así, siempre me
tomo un instante para escuchar con atención,
por si oigo el zumbido que indica que la valla
está cargada. En este momento está tan silenciosa
como una piedra. Me escondo detrás de un grupo
de arbustos, me tumbo boca abajo y me arrastro
por debajo de la tira de sesenta centímetros que
lleva suelta varios años. La alambrada tiene otros
puntos débiles, pero éste está tan cerca de casa
que casi siempre entro en el bosque por aquí.
En cuanto estoy entre los árboles, recupero
un arco y un carcaj de fl echas que tenía escondidos
en un tronco hueco. Esté o no electrifi cada,
la alambrada ha conseguido mantener a los
devoradores de hombres fuera del Distrito 12.
Dentro de los bosques, los animales deambulan
a sus anchas y existen otros peligros, como las
serpientes venenosas, los animales rabiosos y la
falta de senderos que seguir. Pero también hay comida,
si sabes cómo encontrarla. Mi padre lo sabía
y me había enseñado unas cuantas cosas antes
de volar en pedazos en la explosión de una mina.
No quedó nada de él que pudiéramos enterrar.
Yo tenía once años; cinco años después, muchas
noches me sigo despertando gritándole que corra.
Aunque entrar en los bosques es ilegal y la
caza furtiva tiene el peor de los castigos, habría
más gente que se arriesgaría si tuviera armas. El
problema es que hay pocos lo bastante valientes
para aventurarse armados con un cuchillo. Mi
arco es una rareza que fabricó mi padre, junto
con otros similares que guardo bien escondidos
en el bosque, envueltos con cuidado en fundas
impermeables.
Mi padre podría haber ganado bastante dinero
vendiéndolos, pero, de haberlo descubierto los
funcionarios del Gobierno, lo habrían ejecutado
en público por incitar a la rebelión.
Casi todos los agentes de la paz hacen la vista
gorda con los pocos que cazamos, ya que están
tan necesitados de carne fresca como los demás.
De hecho, están entre nuestros mejores clientes.


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Sin embargo, nunca permitirían que alguien armase
a la Veta.
En otoño, unas cuantas almas valientes se
internan en los bosques para recoger manzanas,
aunque sin perder de vista la Pradera, siempre lo
bastante cerca para volver corriendo a la seguridad
del Distrito 12 si surgen problemas.
—El Distrito 12, donde puedes morirte de
hambre sin poner en peligro tu seguridad —murmuro;
después miro a mi alrededor rápidamente
porque, incluso aquí, en medio de ninguna parte,
me preocupa que alguien me escuche.
Cuando era más joven, mataba a mi madre del
susto con las cosas que decía sobre el Distrito 12
y la gente que gobierna nuestro país, Panem, desde
esa lejana ciudad llamada el Capitolio. Al fi nal
comprendí que aquello sólo podía causarnos más
problemas, así que aprendí a morderme la lengua
y ponerme una máscara de indiferencia para que
nadie pudiese averiguar lo que estaba pensando.
Trabajo en silencio en clase; hago comentarios
educados y superfi ciales en el mercado público; y
me limito a las conversaciones comerciales en el
Quemador, que es el mercado negro donde gano
casi todo mi dinero. Incluso en casa, donde soy
menos simpática, evito entrar en temas espinosos,
como la cosecha, los racionamientos de comida o
los Juegos del Hambre.
Quizás a Prim se le ocurriera repetir mis palabras
y ¿qué sería de nosotras entonces?
En los bosques me espera la única persona con
la que puedo ser yo misma: Gale. Noto que se me
relajan los músculos de la cara, que se me acelera
el paso mientras subo por las colinas hasta nuestro
lugar de encuentro, un saliente rocoso con
vistas al valle.
Un matorral de arbustos de bayas lo protege
de ojos curiosos.
Verlo allí, esperándome, me hace sonreír;
nunca sonrío, salvo en los bosques.
—Hola, Catnip —me saluda Gale.
En realidad me llamo Katniss, como la fl or
acuática a la que llaman saeta, pero, cuando se
lo dije por primera vez, mi voz no era más que
un susurro, así que creyó que le decía Catnip, la
menta de gato. Después, cuando un lince loco
empezó a seguirme por los bosques en busca de
sobras, se convirtió en mi nombre ofi cial. Al fi -
nal tuve que matar al lince porque asustaba a las
presas, aunque era tan buena compañía que casi
me dio pena.


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Por otro lado, me pagaron bien por su piel.
—Mira lo que he cazado.
Gale sostiene en alto una hogaza de pan con
una fl echa clavada en el centro, y yo me río. Es
pan de verdad, de panadería, y no las barras planas
y densas que hacemos con nuestras raciones
de cereales. Lo cojo, saco la fl echa y me llevo el
agujero de la corteza a la nariz para aspirar una
fragancia que me hace la boca agua. El pan bueno
como éste es para ocasiones especiales.
—Ummm, todavía está caliente —digo. Debe
de haber ido a la panadería al despuntar el alba
para cambiarlo por otra cosa—.
¿Qué te ha costado?
—Sólo una ardilla. Creo que el anciano estaba
un poco sentimental esta mañana. Hasta me deseó
buena suerte.
—Bueno, todos nos sentimos un poco más
unidos hoy, ¿no? —comento, sin molestarme en
poner los ojos en blanco—. Prim nos ha dejado
un queso —digo, sacándolo.
—Gracias, Prim —exclama Gale, alegrándose
con el regalo—.
Nos daremos un verdadero festín. —De repente,
se pone a imitar el acento del Capitolio y
los ademanes de Effi e Trinket, la mujer optimista
hasta la demencia que viene una vez al año para
leer los nombres de la cosecha—. ¡Casi se me olvida!
¡Felices Juegos del Hambre! —Recoge unas
cuantas moras de los arbustos que nos rodean—.
Y que la suerte... —empieza, lanzándome una
mora. La cojo con la boca y rompo la delicada
piel con los dientes; la dulce acidez del fruto me
estalla en la lengua.
—¡... esté siempre, siempre de vuestra parte!
—concluyo, con el mismo brío.
Tenemos que bromear sobre el tema, porque
la alternativa es morirse de miedo. Además, el
acento del Capitolio es tan afectado que casi todo
suena gracioso con él.
Observo a Gale sacar el cuchillo y cortar el pan;
podría ser mi hermano: pelo negro liso, piel aceitunada,
incluso tenemos los mismos ojos grises.
Pero no somos familia, al menos, no cercana.
Casi todos los que trabajan en las minas tienen
un aspecto similar, como nosotros.
Por eso mi madre y Prim, con su cabello rubio
y sus ojos azules, siempre parecen fuera de lugar;


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porque lo están. Mis abuelos maternos formaban
parte de la pequeña clase de comerciantes que sirve
a los funcionarios, los agentes de la paz y algún
que otro cliente de la Veta. Tenían una botica en
la parte más elegante del Distrito 12; como casi
nadie puede permitirse pagar un médico, los boticarios
son nuestros sanadores. Mi padre conoció
a mi madre gracias a que, cuando iba de caza,
a veces recogía hierbas medicinales y se las vendía
a la botica para que fabricaran sus remedios. Mi
madre tuvo que enamorarse de verdad para abandonar
su hogar y meterse en la Veta. Es lo que
intento recordar cuando sólo veo en ella a una
mujer que se quedó sentada, vacía e inaccesible
mientras sus hijas se convertían en piel y huesos.
Intento perdonarla por mi padre, pero, para ser
sincera, no soy de las que perdonan.
Gale unta el suave queso de cabra en las rebanadas
de pan y coloca con cuidado una hoja de
albahaca en cada una, mientras yo recojo bayas
de los arbustos. Nos acomodamos en un rincón
de las rocas en el que nadie puede vernos, aunque
tenemos una vista muy clara del valle, que está rebosante
de vida estival: verduras por recoger, raíces
por escarbar y peces irisados a la luz del sol.
El día tiene un aspecto glorioso, de cielo azul y
brisa fresca; la comida es estupenda, el pan caliente
absorbe el queso y las bayas nos estallan en
la boca. Todo sería perfecto si realmente fuese un
día de fi esta, si este día libre consistiese en vagar
por las montañas con Gale para cazar la cena de
esta noche. Sin embargo, tendremos que estar en
la plaza a las dos en punto para el sorteo de los
nombres.
—¿Sabes qué? Podríamos hacerlo —dijo Gale
en voz baja.
—¿El qué?
—Dejar el distrito, huir y vivir en el bosque.
Tú y yo podríamos hacerlo. —No sé cómo responder,
la idea es demasiado absurda—. Si no tuviésemos
tantos niños —añadió él rápidamente.
No son nuestros niños, claro, pero para el caso
es lo mismo.
Los dos hermanos pequeños de Gale y su hermana,
y Prim.
Nuestras madres también podrían entrar en el
lote, porque ¿cómo iban a sobrevivir sin nosotros?
¿Quién alimentaría esas bocas que siempre
piden más? Aunque los dos cazamos todos los
días, alguna vez tenemos que cambiar las presas


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por manteca de cerdo, cordones de zapatos o
lana, así que hay noches en las que nos vamos a la
cama con los estómagos vacíos.
—No quiero tener hijos —digo.
—Puede que yo sí, si no viviese aquí.
—Pero vives aquí —le recuerdo, irritada.
—Olvídalo.
La conversación no va bien. ¿Irnos? ¿Cómo
iba a dejar a Prim, que es la única persona en el
mundo a la que estoy segura de querer?
Y Gale está completamente dedicado a su familia.
Si no podemos irnos, ¿por qué molestarnos
en hablar de eso? Y, aunque lo hiciéramos...,
aunque lo hiciéramos..., ¿de dónde ha salido lo
de tener hijos? Entre Gale y yo nunca ha habido
nada romántico.
Cuando nos conocimos, yo era una niña fl acucha
de doce años y, aunque él sólo era dos años
mayor, ya parecía un hombre.
Nos llevó mucho tiempo hacernos amigos, dejar
de regatear en cada intercambio y empezar a ayudarnos
mutuamente.
Además, si quiere hijos, Gale no tendrá
problemas para encontrar esposa: es guapo, lo
bastante fuerte como para trabajar en las minas
y capaz de cazar. Por la forma en que las chicas
susurran cuando pasa a su lado en el colegio, está
claro que lo desean.
Me pongo celosa, pero no por lo que la gente
pensaría, sino porque no es fácil encontrar buenos
compañeros de caza.
—¿Qué quieres hacer? —le pregunto, ya que
podemos cazar, pescar o recolectar.
—Vamos a pescar en el lago. Así dejamos las
cañas puestas mientras recolectamos en el bosque.
Cogeremos algo bueno para la cena.
La cena. Después de la cosecha, se supone que
todos tienen que celebrarlo, y mucha gente lo
hace, aliviada al saber que sus hijos se han salvado
un año más. Sin embargo, al menos dos familias
cerrarán las contraventanas y las puertas, e intentarán
averiguar cómo sobrevivir a las dolorosas
semanas que se avecinan.
Nos va bien; los depredadores no nos hacen
caso, porque hoy hay presas más fáciles y sabrosas.
A última hora de la mañana tenemos una docena
de peces, una bolsa de verduras y, lo mejor
de todo, un buen montón de fresas.
Descubrí el fresal hace unos años y a Gale se
le ocurrió la idea de rodearlo de redes para evitar
que se acercasen los animales.


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De camino a casa pasamos por el Quemador,
el mercado negro que funciona en un almacén
abandonado en el que antes se guardaba carbón.
Cuando descubrieron un sistema más efi caz
que transportaba el carbón directamente de las
minas a los trenes, el Quemador fue quedándose
con el espacio. Casi todos los negocios están
cerrados a estas horas en un día de cosecha, aunque
el mercado negro sigue bastante concurrido.
Cambiamos fácilmente seis de los peces por pan
bueno y los otros dos por sal.
Sae la Grasienta, la anciana huesuda que vende
cuencos de sopa caliente preparada en un enorme
hervidor, nos compra la mitad de las verduras a
cambio de un par de trozos de parafi na. Puede
que nos hubiese ido mejor en otro sitio, pero nos
esforzamos por mantener una buena relación con
Sae, ya que es la única que siempre está dispuesta
a comprar carne de perro salvaje. A pesar de que
no los cazamos a propósito, si nos atacan y matamos
un par, bueno, la carne es la carne. «Una vez
dentro de la sopa, puedo decir que es ternera»,
dice Sae la Grasienta, guiñando un ojo.
En la Veta, nadie le haría ascos a una buena
pata de perro salvaje, pero los agentes de la paz
que van al Quemador pueden permitirse ser un
poquito más exigentes.
Una vez terminados nuestros negocios en el
mercado, vamos a la puerta de atrás de la casa del
alcalde para vender la mitad de las fresas, porque
sabemos que le gustan especialmente y puede
permitirse el precio. La hija del alcalde, Madge,
nos abre la puerta; está en mi clase del colegio.
Podría pensarse que, por ser la hija del alcalde, es
una esnob, pero no, sólo es reservada, igual que
yo. Como ninguna de las dos tiene un grupo de
amigos, parece que casi siempre acabamos juntas
en clase. Durante la comida, en las reuniones,
cuando se hacen grupos para las actividades deportivas...
Apenas hablamos, lo que nos va bien
a las dos.
Hoy ha cambiado su soso uniforme del colegio
por un caro vestido blanco, y lleva el pelo rubio
recogido con un lazo rosa; la ropa de la cosecha.
—Bonito vestido —dice Gale.
Madge lo mira fi jamente, mientras intenta
averiguar si se trata de un cumplido de verdad o
de una ironía. En realidad, el vestido es bonito,
aunque nunca lo habría llevado un día normal.
Aprieta los labios y sonríe.
—Bueno, tengo que estar guapa por si acabo
en el Capitolio, ¿no?


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Ahora es Gale el que está desconcertado: ¿lo
dice en serio o está tomándole el pelo? Yo creo
que es lo segundo.
—Tú no irás al Capitolio —responde Gale con
frialdad. Sus ojos se posan en el pequeño adorno
circular que lleva en el vestido; es de oro puro,
de bella factura; serviría para dar de comer a una
familia entera durante varios meses—. ¿Cuántas
inscripciones puedes tener? ¿Cinco? Yo ya tenía
seis con sólo doce años.
—No es culpa suya —intervengo.
—No, no es culpa de nadie. Las cosas son
como son —apostilla Gale.
—Buena suerte, Katniss —dice Madge, con
rostro inexpresivo, poniéndome el dinero de las
fresas en la mano.
—Lo mismo digo —respondo, y se cierra la
puerta.
Caminamos en silencio hacia la Veta. No me
gusta que Gale la haya tomado con Madge, pero
tiene razón, por supuesto: el sistema de la cosecha
es injusto y los pobres se llevan la peor parte.
Te conviertes en elegible para la cosecha cuando
cumples los doce años; ese año, tu nombre
entra una vez en el sorteo.
A los trece, dos veces; y así hasta que llegas a
los dieciocho, el último año de elegibilidad, y tu
nombre entra en la urna siete veces.
El sistema incluye a todos los ciudadanos de
los doce distritos de Panem.
Sin embargo, hay gato encerrado. Digamos
que eres pobre y te estás muriendo de hambre,
como nos pasaba a nosotras. Tienes la posibilidad
de añadir tu nombre más veces a cambio de
teselas; cada tesela vale por un exiguo suministro
anual de cereales y aceite para una persona.
También puedes hacer ese intercambio por cada
miembro de tu familia, motivo por el que, cuando
yo tenía doce años, mi nombre entró cuatro
veces en el sorteo.
Una porque era lo mínimo, y tres veces más
por las teselas para conseguir cereales y aceite para
Prim, mi madre y yo. De hecho, he tenido que
hacer lo mismo todos los años, y las inscripciones
en el sorteo son acumulativas. Por eso, ahora, a
los dieciséis años, mi nombre entrará veinte veces
en el sorteo de la cosecha.
Gale, que tiene dieciocho y lleva siete años
ayudando o alimentando el solo a una familia de
cinco, tendrá cuarenta y dos papeletas.


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No cuesta entender por qué se enciende con
Madge, que nunca ha corrido el peligro de necesitar
una tesela. Las probabilidades de que el
nombre de la chica salga elegido son muy reducidas
si se comparan con las de los que vivimos en
la Veta. No es imposible, pero sí poco probable y,
aunque las reglas las estableció el Capitolio y no
los distritos ni, sin duda, la familia de Madge, es
difícil no sentir resentimiento hacia los que no
tienen que pedir teselas.
Gale es consciente de que su rabia no debería
ir contra Madge.
Algunas veces, cuando estamos en lo más profundo
del bosque, lo he oído despotricar contra
las teselas, diciendo que no son más que otro
instrumento para fomentar la miseria en nuestro
distrito, una forma de sembrar el odio entre
los trabajadores hambrientos de la Veta y los que
no suelen tener problemas de comida, y, así, asegurarse
de que nunca confi emos los unos en los
otros. «Al Capitolio le viene bien que estemos divididos
», me diría, si no hubiese nadie más que
yo escuchándolo, si no fuese día de cosecha, si
una chica con un alfi ler de oro y sin teselas no hubiese
hecho lo que seguramente ella consideraba
un comentario inofensivo.
Mientras caminamos, lo miro a la cara, todavía
ardiendo debajo de su expresión glacial; su ira
me parece inútil, aunque no se lo digo. No es que
no esté de acuerdo con él, porque lo estoy, pero
¿de qué sirve despotricar contra el Capitolio en
medio del bosque? No cambia nada, no hace que
la situación sea más justa y no nos llena el estómago.
De hecho, asusta a las posibles presas.
Sin embargo, lo dejo gritar; mejor hacerlo en el
bosque que en el distrito.
Gale y yo nos dividimos el botín, lo que nos
deja con dos peces, un par de hogazas de buen
pan, verduras, un puñado de fresas, sal, parafi na
y algo de dinero para cada uno.
—Nos vemos en la plaza —le digo.
—Ponte algo bonito —me responde, sin humor.
En casa, encuentro a mi madre y a mi hermana
preparadas para salir. Mi madre lleva un
vestido elegante de sus días de boticaria y Prim
viste mi primer traje de cosecha: una falda y una
blusa con volantes. A ella le queda un poco grande,
pero mi madre se lo ha sujetado con alfi leres;
aun así, la blusa se le sale de la falda por la parte
de atrás.


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Me espera una bañera llena de agua caliente.
Me restriego para quitarme la tierra y el sudor de
los bosques, e incluso me lavo el pelo. Veo, sorprendida,
que mi madre me ha sacado uno de sus
encantadores vestidos, una suave cosita azul con
zapatos a juego.
—¿Estás segura? —le pregunto, porque intento
evitar seguir rechazando su ayuda.
Antes estaba tan enfadada con ella que no le
dejaba hacer nada por mí. Sin embargo, se trata
de algo especial, porque le da mucho valor a la
ropa de su pasado.
—Claro que sí, y también me gustaría recogerte
el pelo —me responde. Le dejo secármelo,
trenzarlo y colocármelo sobre la cabeza. Apenas
me reconozco en el espejo agrietado que tenemos
apoyado en la pared.
—Estás muy guapa —dice Prim, en un susurro.
—Y no me parezco en nada a mí —respondo.
La abrazo, porque sé que las horas que nos
esperan serán terribles para ella. Es su primera cosecha,
aunque está lo más segura posible, ya que
su nombre sólo ha entrado una vez en la urna; no
le he dejado pedir ninguna tesela. Sin embargo,
está preocupada por mí, le preocupa que ocurra
lo inimaginable.
Protejo a Prim de todas las formas que me es
posible, pero nada puedo hacer contra la cosecha.
La angustia que noto en el pecho siempre que
mi hermana sufre amenaza con asomar a la superfi
cie. Me doy cuenta de que se le ha salido de
nuevo la blusa por detrás y me obligo a mantener
la calma.
—Arréglate la cola, patito —le digo, poniéndole
de nuevo la blusa en su sitio.
—Cuac —responde Prim, soltando una risita.
—Eso lo serás tú —añado, riéndome también;
ella es la única que puede hacerme reír así—. Vamos,
a comer —digo, dándole un besito rápido
en la cabeza.
Decidimos dejar para la cena el pescado y las
verduras, que ya se están cocinando en un estofado,
y guardamos las fresas y el pan para la noche,
diciéndonos que así será algo especial; de modo
que bebemos la leche de la cabra de Prim, Lady,
y nos comemos el pan basto que hacemos con el
cereal de la tesela, aunque, de todos modos, nadie
tiene mucho apetito.
A la una en punto nos dirigimos a la plaza. La
asistencia es obligatoria, a no ser que estés a las
puertas de la muerte. Esta noche los funcionarios


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recorrerán las casas para comprobarlo. Si alguien
ha mentido, lo meterán en la cárcel.
Es una verdadera pena que la ceremonia de la
cosecha se celebre en la plaza, uno de los pocos
lugares agradables del Distrito 12. La plaza está
rodeada de tiendas y, en los días de mercado, sobre
todo si hace buen tiempo, parece que es fi esta.
Sin embargo, hoy, a pesar de los banderines de
colores que cuelgan de los edifi cios, se respira un
ambiente de tristeza. Las cámaras de televisión,
encaramadas como águilas ratoneras en los tejados,
sólo sirven para acentuar la sensación.
La gente entra en silencio y fi cha; la cosecha
también es la oportunidad perfecta para que el
Capitolio lleve la cuenta de la población. Conducen
a los chicos de entre doce y dieciocho años a
las áreas delimitadas con cuerdas y divididas por
edades, con los mayores delante y los jóvenes,
como Prim, detrás. Los familiares se ponen en
fi la alrededor del perímetro, todos cogidos con
fuerza de la mano. También hay otros, los que
no tienen a nadie que perder o ya no les importa,
que se cuelan entre la multitud para apostar por
quiénes serán los dos chicos elegidos. Se apuesta
por la edad que tendrán, por si serán de la Veta o
comerciantes, o por si se derrumbarán y se echarán
a llorar. La mayoría se niega a hacer tratos
con los mafi osos, salvo con mucha precaución;
esas mismas personas suelen ser informadores, y
¿quién no ha infringido la ley alguna vez? Podrían
pegarme un tiro todos los días por dedicarme a
la caza furtiva, pero los apetitos de los que están
al mando me protegen; no todos pueden decir lo
mismo.
En cualquier caso, Gale y yo estamos de acuerdo
en que, si pudiéramos escoger entre morir de
hambre y morir de un tiro en la cabeza, la bala
sería mucho más rápida.
La plaza se va llenando, y se vuelve más claustrofóbica
conforme llega la gente. A pesar de su
tamaño, no es lo bastante grande para dar cabida
a toda la población del Distrito 12, que es de
unos ocho mil habitantes. Los que llegan los últimos
tienen que quedarse en las calles adyacentes,
desde donde podrán ver el acontecimiento en las
pantallas, ya que el Estado lo televisa en directo.
Me encuentro de pie, en un grupo de chicos de
dieciséis años de la Veta. Intercambiamos tensos
saludos con la cabeza y centramos nuestra atención
en el escenario provisional que han construido


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delante del Edifi cio de Justicia. Allí hay tres sillas,
un podio y dos grandes urnas redondas de cristal,
una para los chicos y otra para las chicas. Me
quedo mirando los trozos de papel de la bola de
las chicas: veinte de ellos tienen escrito con sumo
cuidado el nombre de Katniss Everdeen.
Dos de las tres sillas están ocupadas por el
alcalde Undersee (el padre de Madge, un hombre
alto de calva incipiente) y Effi e Trinket, la
acompañante del Distrito 12, recién llegada del
Capitolio, con su aterradora sonrisa blanca, el
pelo rosáceo y un traje verde primavera. Los dos
murmuran entre sí y miran con preocupación el
asiento vacío.
Justo cuando el reloj da las dos, el alcalde sube
al podio y empieza a leer. Es la misma historia de
todos los años, en la que habla de la creación de
Panem, el país que se levantó de las cenizas de
un lugar antes llamado Norteamérica. Enumera
la lista de desastres, las sequías, las tormentas,
los incendios, los mares que subieron y se tragaron
gran parte de la tierra, y la brutal guerra
por hacerse con los pocos recursos que quedaron.
El resultado fue Panem, un reluciente Capitolio
rodeado por trece distritos, que llevó la paz y la
prosperidad a sus ciudadanos. Entonces llegaron
los Días Oscuros, la rebelión de los distritos contra
el Capitolio.
Derrotaron a doce de ellos y aniquilaron al
decimotercero. El Tratado de la Traición nos dio
unas nuevas leyes para garantizar la paz y, como
recordatorio anual de que los Días Oscuros no
deben volver a repetirse, nos dio también los Juegos
del Hambre.
Las reglas de los Juegos del Hambre son sencillas:
en castigo por la rebelión, cada uno de los
doce distritos debe entregar a un chico y una chica,
llamados tributos, para que participen. Los
veinticuatro tributos se encierran en un enorme
estadio al aire libre en la que puede haber cualquier
cosa, desde un desierto abrasador hasta un
páramo helado. Una vez dentro, los competidores
tienen que luchar a muerte durante un periodo
de varias semanas; el que quede vivo, gana.
Coger a los chicos de nuestros distritos y obligarlos
a matarse entre ellos mientras los demás observamos;
así nos recuerda el Capitolio que estamos
completamente a su merced, y que tendríamos muy
pocas posibilidades de sobrevivir a otra rebelión.


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Da igual las palabras que utilicen, porque el
verdadero mensaje queda claro: «Mirad cómo
nos llevamos a vuestros hijos y los sacrifi camos
sin que podáis hacer nada al respecto. Si levantáis
un solo dedo, os destrozaremos a todos, igual que
hicimos con el Distrito 13».
Para que resulte humillante además de una
tortura, el Capitolio exige que tratemos los Juegos
del Hambre como una festividad, un acontecimiento
deportivo en el que los distritos compiten
entre sí. Al último tributo vivo se le recompensa
con una vida fácil, y su distrito recibe premios,
sobre todo comida. El Capitolio regala cereales y
aceite al distrito ganador durante todo el año, e
incluso algunos manjares como azúcar, mientras
el resto de nosotros luchamos por no morir de
hambre.
—Es el momento de arrepentirse, y también
de dar gracias —recita el alcalde.
Después lee la lista de los habitantes del Distrito
12 que han ganado en anteriores ediciones.
En setenta y cuatro años hemos tenido exactamente
dos, y sólo uno sigue vivo: Haymitch Abernathy,
un barrigón de mediana edad que, en estos
momentos, aparece berreando algo ininteligible,
se tambalea en el escenario y se deja caer sobre la
tercera silla. Está borracho, y mucho. La multitud
responde con su aplauso protocolario, pero el
hombre está aturdido e intenta darle un gran abrazo
a Effi e Trinket, que apenas consigue zafarse.
El alcalde parece angustiado. Como todo se
televisa en directo, ahora mismo el Distrito 12
es el hazmerreír de Panem, y él lo sabe. Intenta
devolver rápidamente la atención a la cosecha
presentando a Effi e Trinket.
La mujer, tan alegre y vivaracha como siempre,
sube a trote ligero al podio y saluda con su
habitual:
—¡Felices Juegos del Hambre! ¡Y que la suerte
esté siempre, siempre de vuestra parte!
Seguro que su pelo rosa es una peluca, porque tiene
los rizos algo torcidos después de su encuentro
con Haymitch. Empieza a hablar sobre el honor
que supone estar allí, aunque todos saben lo mucho
que desea una promoción a un distrito mejor,
con ganadores de verdad, en vez de borrachos
que te acosan delante de todo el país.
Localizo a Gale entre la multitud, y él me
devuelve la mirada con la sombra de una sonrisa
en los labios. Para ser una cosecha, al menos

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estaba resultando un poquito divertida. Pero,
de repente, empiezo a pensar en Gale y en las
cuarenta y dos veces que aparece su nombre en
esa gran bola de cristal, y en cómo la suerte no
está siempre de su parte, sobre todo comparado
con muchos de los chicos. Y quizá él esté pensando
lo mismo sobre mí, porque se pone serio y
aparta la vista.
«No te preocupes, hay mil papeletas», desearía
poder decirle.
Ha llegado el momento del sorteo. Effi e
Trinket dice lo de siempre, «¡las damas primero!»,
y se acerca a la urna de cristal con los nombres de
las chicas. Mete la mano hasta el fondo y saca un
trozo de papel. La multitud contiene el aliento,
se podría oír un alfi ler caer, y yo empiezo a sentir
náuseas y a desear desesperadamente que no sea
yo, que no sea yo, que no sea yo.
Effi e Trinket vuelve al podio, alisa el trozo de
papel y lee el nombre con voz clara; y no soy yo.
Es Primrose Everdeen.

5 comentarios:

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