Hermanos hombres, dejadme que os cuente cómo ocurrió. No somos hermanos tuyos, replicaréis, y nos importa un bledo. Y es muy cierto que se trata de una tenebrosa historia, aunque también edificante, un auténtico cuento moral, os lo aseguro. Existe el riesgo de que resulte un tanto largo, porque, bien pensado, sucedieron muchas cosas, pero a lo mejor no tenéis mucha prisa; con un poco de suerte, no andáis mal de tiempo. Y además no es algo ajeno a vosotros. No creáis que estoy intentando convenceros de nada; bien pensado, allá vosotros con lustras opiniones. Si he resuelto escribir, después de tantos años, es para poner las cosas en su sitio, y no para vosotros. Nos pasamos tiempo y tiempo en este mundo arrastrándonos como orugas, a la espera de la mariposa espléndida y diáfana que llevamos dentro. Y, luego, el tiempo pasa, la ninfosis no llega, seguimos siendo larvas: comprobación desalentadora; ¿cómo manejarla? Por supuesto que siempre queda la opción del suicidio.
[ ] Con frecuencia han comentado los filósofos políticos que, en tiempos de guerra, el ciudadano, el ciudadano varón al menos, pierde uno de sus derechos más elementales, el de vivir, y eso desde los tiempos de la Revolución Francesa y la invención del reclutamiento, que es ahora un principio universalmente admitido o casi. Pero pocas veces han dejado constancia de que ese ciudadano pierde al mismo tiempo otro derecho, no menos elemental y más vital quizá incluso para él en lo tocante a la idea que se hace de sí mismo en tanto y en cuanto hombre civilizado: el derecho a no matar. Nadie nos pide opinión. El hombre que está a pie firme junto a la fosa común no ha pedido, en la mayor parte de los casos, estar en ese sitio, de la misma forma que tampoco lo ha pedido el que se halla tendido, muerto o moribundo, dentro de esa misma fosa. Me diréis que matar a otro militar en combate no es lo mismo que matar a un civil desarmado; las leyes de la guerra permiten aquello, pero no esto; y otro tanto sucede con la ética al uso. Un buen argumento en términos abstractos, desde luego, pero que no tiene en cuenta en absoluto las condiciones del conflicto en cuestión. La distinción totalmente arbitraria que se crea, acabada la guerra entre, por una parte "las operaciones militares", equiparables a las de cualquier otro conflicto, y, por otra, "las atrocidades" al frente de las cuales se halla una minoría de sádicos y de trastornados, es, como espero demostrar, una ilusión que consuela a los vencedores, si los vencedores son occidentales, debería especificar, pues los soviéticos, pese a la retórica que se gastan, siempre entendieron de qué iba la cosa: a Stalin, después de mayo de 1945 y tras los primeros aspavientos para la galería, le importaba un bledo una ilusoria "justicia"; quería cosas firmes y concretas, esclavos y materiales para volver a levantar y a construir, nada de remordimientos ni de lamentaciones, pues sabía tan bien como nosotros que los muertos no se enteran de los llantos y que los remordimientos nunca le han puesto alubias al potaje. No defiendo la Befehlnotstand , el sometimiento a las órdenes que tanto gusta a nuestros buenos abogados alemanes. Lo que hice, lo hice con pleno conocimiento de causa, convencido de que era mi deber y de que era necesario hacerlo, por desagradable y triste que fuera. También consiste en eso la guerra total: lo civil ya no existe, y entre el niño judío que muere en la cámara de gas o fusilado y el niño alemán a quien matan las bombas incendiarias no hay sino una diferencia de medios: esas dos muertes eran inútiles por igual, ninguna de las dos abrevió la guerra ni un segundo, pero en ambos casos el hombre o los hombres que los mataron creían que era justo y necesario; si se equivocaron ¿a quién hay que condenar? Esto que digo sigue siendo cierto incluso si se hace una distinción artificial entre la guerra y lo que el abogado judío Lempkin bautizó con el nombre de genocidio, e indico que, al menos en nuestro siglo, nunca ha habido aún un genocidio sin guerra y que, al igual que la guerra, se trata de un fenómeno colectivo: el genocidio moderno es un proceso que las masas hacen padecer a las masas y por las masas. Es también, en el caso que nos ocupa, un proceso segmentado por las exigencias de los procedimientos industriales. De la misma forma que, según Marx, el obrero está alienado en lo referido al producto de su trabajo, en el genocidio o en la guerra total en su forma moderna, el ejecutante está alienado respecto al producto de su acción. Esto es válido incluso para el caso de un hombre que apoye el fusil en la cabeza de otro hombre y apriete el gatillo. Pues a la víctima la trajeron otros hombres y su muerte la decidieron otros diferentes y también el que dispara sabe que no es sino el último eslabón de una cadena larguísima y que no tiene que hacerse más preguntas que las que se hace el miembro de un pelotón que, en la vida civil, ejecuta a un hombre que las leyes han condenado como es debido. Quien dispara sabe que es el azar el que determina que dispare él, que un compañero acordone y otro más conduzca el camión.
[ ] Si habéis nacido en un país y en una época en que no sólo nadie viene a matarnos a la mujer y a los hijos sino que, además, nadie viene a pediros que matéis a la mujer y a los hijos de otro, dadle gracias a Dios e id en paz. Pero no descartéis nunca el pensamiento de que a lo mejor tuvisteis más suerte que yo, pero que no sois mejores. Pues si tenéis la arrogancia de creer que lo sois, ahí empieza el peligro. Nos gusta eso de oponer el Estado, totalitario o no, al hombre vulgar, chinche o junco. Pero nos olvidamos entonces de que el Estado se compone de hombres, más o menos vulgares todos ellos, cada cual con su vida, su historia, la serie de casualidades que hicieron que un día se encontrara del lado bueno del fusil o de la hoja de papel, mientras que otros se encontraban del lado malo. Muy pocas veces ha escogido uno ese itinerario, ni siquiera hay una predisposición a seguirlo. A las víctimas, en la inmensa mayoría de los casos, nunca las torturaron porque fuesen malos. Pensar eso sería un tanto ingenuo, y basta con tratarse con cualquier burocracia, incluso la de la Cruz Roja, para convencerse de ello. Por lo demás, Stalin hizo una demostración elocuente de esto que estoy diciendo, al convertir a cada generación de verdugos en víctimas de la generación siguiente, sin que por ello careciera nunca de verdugos. Ahora bien, la maquinaria del Estado está hecha de la misma aglomeración de arena deleznable que aquello que muele, grano a grano. Existe porque todo el mundo está de acuerdo en que exista, y lo están incluso, con gran frecuencia, y hasta el último minuto, sus víctimas. Sin los Höss, los Eichmann, los Goglidze, los Vychinski, pero también sin los guardagujas, los fabricantes de hormigón y los contables de los ministerios, un Stalin o un Hitler no son sino un odre henchido de odio y de terrores estériles. Ahora es ya un tópico decir que la inmensa mayoría de las personas que organizaron los procesos de exterminio no eran sádicos o seres anormales. Sádicos y trasnochados los hubo, por supuesto, como en todas las guerras, y cometieron atrocidades indecibles, es la verdad. Es también verdad que las SS habrían podido intensificar los esfuerzos para controlar a esa gente, aunque hizo más de lo que suele creerse; y no está claro que pudiera, que se lo pregunten a los generales franceses, que estaban bien fastidiados en Argelia con aquellos oficiales suyos, alcohólicos, violadores y asesinos. Pero no es ése el problema. Trastornados los hay en todas partes y en todas las épocas. Nuestros tranquilos barrios periféricos rebosan de pedófilos y de psicópatas; nuestros albergues nocturnos, de megalómanos rabiosos; algunos se convierten en un problema, efectivamente; matan a dos, a tres, a diez, incluso a cincuenta personas, y, a continuación, ese mismo Estado que los utilizaría, sin un parpadeo, en una guerra, los aplasta como a mosquitos atiborrados de sangre. Esos hombres enfermos no tienen importancia. Pero los hombres corrientes que forman el Estado -sobre todo en tiempos de inestabilidad-, ésos son el auténtico peligro. El auténtico peligro para el hombre soy yo, y sois vosotros. Y si no estáis convencidos, para qué seguir leyendo. No entenderéis nada y os irritaréis sin provecho ni para vosotros ni para mí.
Como la mayor parte de la gente, no pedí convertirme en asesino. Si hubiera estado en mi mano, ya lo he dicho, me habría dedicado a la literatura. A escribir, si hubiera tenido talento para ello, y, si no, a la enseñanza quizá; en cualquier caso, a vivir entre cosas hermosas y serenas, las mejores creaciones de la voluntad humana. ¿Quién elige el asesinato por voluntad propia, a menos que esté loco?
[Traducción María T. Gallego Urrutia]
sábado, 3 de noviembre de 2007
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