viernes, 27 de abril de 2012

Ver leer


Se ve cada vez más gente con tabletas digitales en los subtes, trenes y aviones. Es el fin de un placer privado de los que viajan con ellos: espiar las tapas para saber qué están leyendo
Por Eduardo Berti  | Para LA NACION




Viajo bastante en el subte de Madrid, ciudad en la que vivo desde hace unos tres años, y en estos últimos meses (consecuencia, supongo, de los regalos de Navidad y Reyes) he notado que, de cada tres viajes que hago, al menos en uno me topo con alguien que lee un Kindle o algo parecido. No busco hacer estadísticas a partir de mi experiencia, atada a horarios y recorridos puntuales, pero sí puedo decir que ayer, mientras viajaba en la línea 5 con una lectora de Papyre sentada a mi derecha, me había puesto a cavilar cómo cambian nuestros hábitos de lectura y la percepción del acto de lectura ajeno, cuando la anciana que viajaba a mi izquierda, absorta en su revista con monstruosas fotos de la duquesa de Alba, bajó en la estación Diego de León y (lo juro sobre una Biblia, pero que sea de papel) en su reemplazo se sentó una mujer con un ebook Sony, de modo que, por primera vez en mi vida (aunque, sospecho, no la última), me vi entre dos lectoras electrónicas.
No estoy en contra de las novedades ni de los cambios porque, entre varias razones, nos conceden la eterna juventud de las primeras veces. En cuanto a los promocionados libros electrónicos, me inspiran curiosidad. Me agrada la invención de una pantalla que, en teoría, es menos dañina para los ojos que la de las computadoras habituales. Los libros electrónicos me parecen prácticos cuando una mudanza equivale a mover cientos de volúmenes o, por ejemplo, cuando necesitamos consultar de la noche a la mañana cierto libro que no se consigue en nuestra ciudad y no podemos esperar a que el correo nos lo traiga. También pienso que se prestan muy bien para el material de consulta (diccionarios, enciclopedias), pero, la verdad sea dicha, a la hora de leer una novela, un poema o un relato sigo prefiriendo llevar a la cama o al sillón un buen libro de papel. Al mismo tiempo, me preocupa que debido a los formatos digitales los libros se pirateen con la impunidad con que hoy se descarga música, sin hablar de que los músicos compensan el perjuicio (al menos en forma parcial) con conciertos o derechos de reproducción en radio o en TV, por ejemplo, mientras que los escritores no tenemos alternativas: sólo cobramos regalías por cada libro vendido y cuando nos invitan a lecturas públicas (en una librería o en una biblioteca) con suerte nos dan las gracias, salvo en contados países como Alemania donde estas lecturas son pagas.
Mucho antes de los ebooks, el escritor Julien Gracq observó en su ensayo Leyendo escribiendo(1980) que "los últimos quince años, que no parece deban contar tanto en la historia de nuestra literatura, han aportado más cambios en la industria de la edición y en el comercio del libro que los que se conocían desde Gutenberg". Todo permite suponer, siguiendo este razonamiento de Gracq, que los lectores (sobre todo las lectoras) de los subterráneos del mundo han cambiado de envase mucho más que de contenido. Pero no estoy seguro de ello. Y si mi humilde estudio estadístico del tema flaquea al llegar a este punto no es casual: puedo hacer con facilidad un censo de los colores, las marcas y los formatos de los llamados "ereaders", pero soy incapaz de decir qué autores y qué títulos se están leyendo puesto que esa información ha pasado a ser invisible. Hay algo en este fenómeno que podría compararse con la ya antigua irrupción delwalkman , cuando la música se volvió un secreto al oído. Sin embargo, en el caso de la música, había (y sigue habiendo) filtraciones de malos auriculares y volúmenes elevados y no hacía falta, como pasa con los ebooks, una actitud excesivamente indiscreta para saber, como mínimo, si nuestra vecina de asiento está leyendo un ensayo, una novela, una revista o un material de trabajo.
Tuve dos tías que eran maestras de literatura en Buenos Aires. Una de ellas cometía el "desliz" de leer, de tanto en tanto, algún libro impropio para su rango. Recuerdo cuando quiso leer una comentada biografía de Carlos Monzón (entonces en la cumbre de su fama) y, como nadie debía verla con "eso", decidió forrar la cubierta para ocultar el delito. Hay otra gente que procede como mi tía, pero dista de ser legión; para los que amamos los libros, por lo tanto, estar en un transporte público, en una sala de espera o en un café suele ser un termómetro de lo que "se está leyendo". No sólo detectamos títulos y autores, sino que al ver a alguien con una obra que leímos nos tienta, por ejemplo, evaluar si ha alcanzado ya esa escena que nuestra memoria atesora tal vez algo trastocada. Los ebooks, lamentablemente, borran huellas y experiencias por el estilo. Cada página se ve igual a la otra, como el libro de mármol de alguna estatua.
Ver leer es, desde siglos, un espectáculo tan informativo como sensual. Uno de mis cuadros predilectos en el Museo de Orsay, de París, es La lectora , de Fantin-Latour, eslabón de toda una cadena de obras que presentan a una mujer con un libro: desde Renoir o Monet hasta Picasso o Balthus, desde la "lectora sumisa" hasta la "lectora distraíida" de Magritte. Acerca de La lectora sumisa de Magritte, César Aira escribió hace poco un comentario en el que recuerda cierta inspirada idea de Marcel Duchamp: que el título es "un color más" del cuadro (más en el caso de pintores como Magritte o De Chirico, excelentes tituladores). Se me ocurre, a partir de esto, que la pérdida del dato del título del libro que lee nuestra vecina en el subte o en el bus, en el tren o en el avión es, con permiso de Duchamp, "un color menos". ¿Ya no podremos decir, como antes, "era alta, pálida, rubia y estaba leyendo a Stendhal?" ¿Qué diremos? "¿Era morena, de ojos verdes y tenía un ebook marca Samsung?".

Un corazón tan recio


En su última novela, que publica Alfaguara, Alicia Dujovne Ortiz traza una autobiografía lírica -y, naturalmente, ficticia- de Teresa de Ávila. Anticipamos algunos fragmentos
Por Alicia Dujovne Ortiz  | Para LA NACION

Rodrigo viene a buscarme para llevarme de vuelta a casa. No tardará mucho en partir. Otro al que envidio y ya van tres: unas monjas, un bebé, un futuro Conquistador que se marcha a convertir indios con la fuerza de su espada. La espada y la cruz, ahora de verdad -trato de persuadirme para encontrar consuelo-, ahora no como un juego de niños para buscar el martirio a dos pasitos de papá y mamá. Eso sí que es un destino, no como el de mi hermana con su estridente esposo. Cómo quisiera ser varón, armarme hasta los dientes y subirme a una carabela con las velas infladas y pelear contra aquellos infieles de piel canela y con unas plumas que no les salen de la carne, como al principio se pensó, sino que se las ponen de adorno. Los muestran en Sevilla, dicen, y ellos se quedan acuclillados con aire ausente dejándose mirar, como faltos de alma.
Pero mi hermano habla menos de convertir que de ganar. La Honra. Irse lejos a guerrear por conseguir lo que ni su padre ni sus tíos poseen en España, el Don. Lo siento mayor, él siempre ha sido mi faldero y ahora aparece resuelto, endurecido, sacando pecho, fanfarroneando ante mí mientras yo me debato entre mis dos demonios, la mucha repulsión por la vida de casada y la poca atracción por la monjil. Quizás me equivoque pero me da la sensación de que Rodrigo me mira con sorna.
-No te vayas a quedar para vestir santos -dice palmeándome la espalda.
Con altivez le contesto que me hable de él y sus proyectos más que de mí. ¿Por qué alistarse en la expedición de Don Pedro de Mendoza? Porque el maestro de campo, Juan Osorio, es viejo conocido de la familia, y porque en ese viaje se embarca lo más granado de Castilla. Treinta y dos jóvenes nobles, o aspirantes a serlo, se encaminan hacia el Río de la Plata, descubierto por Don Juan de Solís. Es cierto que a Solís se lo co?, bueno, que Solís murió por aquellos parajes pero ¿acaso me imagino lo que representa un Río tan enorme como un mar, y tan enteramente relleno de plata?
-Esperá -lo interrumpo-, ¿qué me ibas de decir de Solís?
Vacila. Por fin vence el deseo de impresionar a la hermanita que antes lo llevaba de las narices y...
-Se lo comieron los indios. Pero no te preocupes, él viajó en cascaritas de nuez y con arcabuces enmohecidos, nosotros somos invencibles, nunca se ha enviado a aquellas tierras expedición más fuerte.
No lo dejo, no quiero que me vea espeluznada, le sonrío como si nada fuera. A mí tampoco me amilanan unos indios caníbales. Pero él muestra el coraje del que se va, y yo escondo la pena del que no tiene derecho ni a mover un pie por delante del otro. ¿Voy a decirle que ya me compongo de muchos trozos separados como para perder el último? ¿La última atadura? Aunque el pensar en "trozo" y en "perder" me pinte fieras dentaduras clavadas en su cuerpo, aprieto fuerte los ojos como sé hacerlo para espantar la visión del abuelo.
Sin embargo, más que los indios con sus dientes agudos me espanta el que Rodrigo se crea a rajatabla lo que el tal Osorio le cuenta para llenarle la cabeza, lo que el tal Mendoza con su semblante verdoso promete conseguir. Caballero demasiado enfermizo, se murmura, para afrontar el mar. A mí, sólo la incertidumbre me parece fuera de duda. Si mi madre pudo morirse a mis doce años; si una vieja pudo ponerme al tanto de una historia que no debí saber, para enseguida hacerse humo como si nunca hubiese existido; si los honores de que goza mi familia pueden desmoronarse como castillo de naipes, de sólo mediar la aparición de un estreñido de los que nunca faltan que se acuerde del abuelo; si el amor puede deshacérseme entre los dedos como las arenillas de la fuente; si el matrimonio es un continuo poner hijos en el mundo mientras el cuerpo aguante; si a una mujer no la dejan hacer lo que desea, guerrear, querer...; si todo es nada; ¿adónde sino en el atrio de un convento, caminando a pasitos con la vista en el suelo me hallaré segura?
***
De más provecho que la plegaria a gritos me resulta el gesto que va con ella, juntar las manos. Un calor delicioso vibra en el espacio entre una palma y la otra, y toda yo quedo unida de mí a mí, juntada yo conmigo hasta reunir las partes. Ya no existen divisiones ni líneas medianeras mientras ponga mis manos a conversar entre ellas como hermanas que se encuentran después de un viaje. Un par de hormigas que se rozan con sus antenas para darse noticias de lo que han recogido en sus andanzas no se entienden mejor. Hasta no haberlo probado no se capta la maravilla de que las palmas se correspondan entre sí, de que una piel se hermane con la otra, de que los cinco dedos coincidan con los otros cinco, yema contra yema, susurrándose cositas inaudibles, tan amistosos y completándose tan bien todos ellos como las dos mitades de una fruta.
No se lo digo a sor María para que no me crea loca de atar (¡cuántas veces el temor de parecerlo me sellará los labios, hasta que al fin, el contar con un amigo definitivo que se pega contra mí como si él fuera una mano y yo la otra me doblará el coraje!), pero lo cierto es que al dejar los brazos separados me siento sola, y al apretar ligeramente sus extremos, en buena compañía.
***
Ya más muerta que viva me acuestan en el cuarto de mi niñez. Entonces me acuerdo. De golpe. Es tenderme entre almohadas y recobrar la memoria, como si todo hubiera estado esperándome allí, colgando de los artesonados de ese techo que yo miraba de chica, antes de dormirme, mientras pensaba en la vieja que rezongaba por los rincones con sus palabras raras.
Tengo que taparme la boca por no gritar. Cuando se apagan las últimas luces, hago un esfuerzo y me incorporo. De dónde saco fuerzas no sé. Conozco el camino, puedo deslizarme despacio por los corredores y bajar la escalera resbaladiza sin encender la vela. Tanteando hallo el arcón de los trapos inmundos. Todo está en su sitio. Envuelvo el manuscrito, me lo escondo bajo el brazo y me lo traigo a mi cama. Lo abro en cualquier sitio, como antes. Reconozco la lengua, un romance de otro tiempo que se entiende como si fuera de hoy. Busco su título, "Zohar" y, más abajo, "El Libro de los Esplendores". Su autor: un judío llamado Moisés de León. Al comenzar asegura no ser el autor sino el descubridor del manuscrito. Lo paso por alto, demasiado apuro llevo como para fijarme en la autoría.
En uno de los cielos más altos y más misteriosos hay un palacio conocido por el Palacio del Amor -leo-. Aquí están reunidas las almas más amadas del Rey. Y aquí está el Rey de los cielos unido con sus amadas almas en el Beso de Amor.
Me tiemblan las manos, menos por el temor de que a mi padre se le ocurra entrar que por lo bello que descubro. Lo bello y lo prohibido. ¡Y tan gemelo del castillo de Francisco de Osuna! Pero la vieja me lo ha arropado todo entre tantos misterios y tantos entredichos que cualquier crujido de la madera me eriza la piel, y cada rumor de alas en el jardín es mi abuelo de los viernes rogándome tener cautela.
Sigo leyendo: Las almas de los justos son superiores a todos los poderes y a todos los que sirven en el mundo superior. Aunque su lugar es tan alto, abandonan, sin embargo, su fuente y vienen abajo, a la tierra. Nosotros podemos comparar esto a un rey que no tiene sino un hijo y lo envía a un país lejano para alimentarse, fortalecerse y hacerse sano. Y cuando esto ha sido cumplido envía a la reina, su madre, para traer a su hijo otra vez al hogar. Así también hace el Santo Rey con su hijo: el alma justa. Lo envía a este mundo, en donde puede fortalecerse e iniciarse, por medio del estudio, en los usos seguidos en el palacio del Rey. Entonces, cuando Él oye que su hijo ha crecido y que ha llegado el tiempo de volverlo a traer al palacio, muestra su amor por él enviando a la Reina -la Shekhinah- a buscarlo. Y cuando esta alma deja la tierra es acompañada por la Reina, que la lleva al palacio, en donde ha de vivir eternamente.
¿Pero de quién habla este judío, de Jesús? ¿Quién es el hijo único enviado a un país lejano? ¿Y la Reina, la Shekhinah, quién es, la Virgen? ¿Estas cosas de hebreos se asemejan a las nuestras como dos gotas de agua? ¿Pero cuáles son las nuestras? Cuanto más raro y, a la vez, cercano y familiar me parece todo, más me hace llorar; y llorando y llorando como una Magdalena llego a ese par de frases que cambian el curso de mi vida.
La primera vuelve a mí como nimbada por el haz polvoriento que la alumbró en mi infancia: Todas las puertas del cielo están cerradas, excepto la Puerta de las Lágrimas.
¿El tío Pedro habrá intentado darme a entender secretos que no están en el Tercer Abecedario, ni en ningún otro libro marcado por la cruz? ¿Acaso habrá sabido que yo desde pequeña lo sé? ¿El, que judaizó de chico junto a Juan Sánchez de Toledo, me ha enviado un guiño, un gesto, una señal? ¿Por eso el texto de San Jerónimo sobre el pecado de mentir? ¿Era ésa su angustia, mentir? No tengo la respuesta, el tío entra al convento tal como lo tenía planeado, tras la boda del hijo, y ya no nos veremos a solas. Creo que ambos nos evitamos para no confesarnos lo que mejor callar.
Hay otra frase que me abre más aún las puertas del cielo, una cuyo significado no comprendo, pero que, a todas luces, lo contiene todo y que, contrariamente a la primera, yo recuerdo letra por letra sin haberla sabido nunca, como si esas palabras estuvieran pintadas en mi mente con una claridad maravillosa: En el Séptimo Palacio reside el Misterio de los Misterios.
¡Bonita monja que leyendo libros de herejes solloza de amor! La línea roja que en vano me busqué ante el espejo, la noche antes de irme en pos del martirio en tierra de moros, aparece nítidamente sobre mí. Traidora. Judas. El Libro de los Esplendores , guardado antes en un sótano y ahora bajo mi cama, me condena sin remedio. Los siete viernes de Sánchez de Toledo preparan la hoguera de Teresa, la peor, la encendida por los remordimientos. Arderé de culpa el resto de la vida..

lunes, 16 de abril de 2012

Videla: la confesión

Por Ceferino Reato | Para LA NACION

Sentado en una silla de plástico al pie de una cama modesta en la celda número 5 de la prisión federal ubicada en Campo de Mayo, el ex general Jorge Rafael Videla explicó en detalle cómo se tomaron las decisiones sobre los detenidos durante los años de la dictadura, cómo se confeccionaron las listas de las personas que debían ser detenidas y en qué consistió el método de la Disposición Final, nombre de entre casa otorgado por las FF.AA. a la forma en que se decidió el destino de miles de prisioneros.

Sin arrepentimiento ni autocrítica, pero sí confesando por primera vez que siente "una molestia", "un peso en el alma", el hombre fuerte de la dictadura explicó descarnadamente cómo analizaban los militares la situación de aquel momento: "Pongamos que eran siete mil u ocho mil las personas que debían morir para ganar la guerra contra la subversión; no podíamos fusilarlas. Tampoco podíamos llevarlas ante la Justicia", explicó.

Disposición Final: "Son dos palabras muy militares y significan sacar de servicio una cosa por inservible. Cuando, por ejemplo, se habla de una ropa que ya no se usa o no sirve porque está gastada, pasa a Disposición Final. Ya no tiene vida útil".

El método incluyó cuatro etapas:

  • La detención o el secuestro de miles de "líderes sociales" y "subversivos" según listas que -afirman los entrevistados- fueron elaboradas entre enero y febrero de 1976, antes del golpe, con la colaboración de empresarios, sindicalistas, profesores y dirigentes políticos y estudiantiles.

  • Los interrogatorios en lugares o centros secretos o clandestinos.

  • La muerte de los detenidos considerados "irrecuperables", por lo general en reuniones específicas encabezadas por el jefe de cada una de las cinco zonas en las que fue dividido el país.

  • La desaparición de los cuerpos, que eran arrojados al mar, a un río, a un arroyo o a un dique; o enterrados en lugares secretos, o quemados en un horno o en una pira de gomas de automóviles.

En aquellos años de plomo los jefes militares habían llegado a la conclusión de que no podían llevar a los detenidos ante la Justicia: recordaban que los procesados y condenados por "actos subversivos" durante el gobierno del general Alejandro Lanusse fueron liberados como héroes luego de la asunción del presidente peronista Héctor Cámpora, el 25 de mayo de 1973 por la noche.

"Tampoco podíamos fusilarlos. ¿Cómo íbamos a fusilar a toda esa gente? La justicia española había condenado a muerte a tres etarras, una decisión que Franco avaló a pesar de las protestas de buena parte del mundo: sólo pudo ejecutar al primero, y eso que era Franco. También estaba el resquemor mundial que había provocado la represión de Pinochet en Chile", afirmó Videla.

Eran preguntas que me perseguían desde hacía años, como seguramente a tantos argentinos: ¿cuándo, cómo, dónde y por qué los militares tomaron la decisión de matar y hacer desaparecer a esas personas? ¿Por qué no los enviaron a un juez o los fusilaron? ¿Por qué pensaron que semejante ausencia sería olvidada? ¿Por qué los detuvieron en lugares secretos? ¿Cómo justificaban la tortura? ¿Cuál fue la influencia de la llamada Doctrina Francesa? ¿Están arrepentidos? ¿Fue una decisión unánime de la cúpula de las Fuerzas Armadas? ¿Cuál era el rol de Videla? ¿Existen listas de esas víctimas? ¿Dónde están sus restos? ¿Cómo se referían los militares entre ellos a esa situación? ¿Podían los militares de menor graduación desobedecer esas órdenes? ¿Hubo quienes las desobedecieron? ¿Quiénes, cómo, cuándo y dónde decidían la Disposición Final de cada uno de los detenidos? ¿Hubo un plan sistemático para robar los hijos de los detenidos y entregarlos a familias que les cambiaron la identidad? Si no lo hubo, ¿por qué fueron tantos los chicos apropiados por familias afines al régimen militar?

El ex dictador sigue pensando que "no había otra solución. Estábamos de acuerdo en que era el precio a pagar para ganar la guerra y necesitábamos que no fuera evidente para que la sociedad no se diera cuenta. Por eso, para no provocar protestas dentro y fuera del país, sobre la marcha se llegó a la decisión de que esa gente desapareciera; cada desaparición puede ser entendida ciertamente como el enmascaramiento, el disimulo, de una muerte".

Es decir que Videla aclara un interrogante que el kirchnerismo utiliza cada vez que tiene necesidad: ¿dónde estaban los que ahora nos critican cuando los militares mataban y hacían desaparecer a nuestros compañeros? Como si Néstor y Cristina se hubieran destacado por su lucha a favor de los derechos humanos durante el gobierno militar. El oficialismo aprovecha esa "mala conciencia" de tantos, pero Videla revela que, precisamente, el objetivo de la Disposición Final fue impedir que la gente supiera qué es lo que estaba pasando.

Videla establece una continuidad entre la represión ilegal del Proceso con el gobierno constitucional del peronismo, más precisamente con los decretos firmados por el presidente interino Italo Luder el 6 de octubre de 1975. "Las desapariciones se dan luego de los decretos de Luder, que nos dan licencia para matar. Desde un punto de vista estrictamente militar, no necesitábamos el golpe; fue un error porque le quitó legitimidad democrática a la guerra contra la subversión".

Por qué habla ahora

Fueron nueve entrevistas que sumaron veinte horas entre octubre del año pasado y marzo de 2012 en las que Videla contestó todas las preguntas sobre la dictadura que encabezó durante cinco años, entre 1976 y 1981, cuando fue reemplazado por su amigo y aliado, el general Roberto Viola. ¿El tema principal? Los miles de desaparecidos, la herida más profunda causada por su gobierno.

Pero no fue el único tema: el libro Disposición Final explica la dictadura por dentro a partir de entrevistas con Videla, pero también con otros militares y ex militares, políticos, sindicalistas y funcionarios. Y sus relaciones con los empresarios, Estados Unidos, la Unión Soviética, la prensa, el peronismo, el radicalismo y el Partido Comunista, entre otros factores.

Como sostuvo el semiólogo, filósofo e historiador búlgaro francés Tzvetan Todorov en un artículo reciente en el diario El País, "si queremos comprender los desastres pasados, condición previa indispensable para cualquier intento de impedir que se repitan, lo que debemos hacer es acudir a quienes cometieron esos actos". Y colocar esos hechos en su contexto histórico porque, según decía Karl Marx, "los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado".

Es la primera vez que Videla habla en forma tan concreta, precisa y descarnada sobre los desaparecidos. ¿Por qué no lo hizo antes? ¿Por qué no habló así ante la Justicia? Creo, en primer lugar, que los periodistas no estábamos interesados en escucharlo. La última vez que lo vi, le pregunté cuántos pedidos de entrevista había recibido desde que en 2008 el juez Norberto Oyarbide le revocó la prisión domiciliaria y lo envío a la cárcel de Campo de Mayo. "Cuatro ?me contestó. El periodista español que publicó la entrevista en Cambio 16; una periodista colombiana de la que luego no supe más nada; un abogado (Carlos) Manfroni, que acaba de publicar un libro en el que incluye declaraciones mías, y usted". Interpreto que los periodistas estamos todavía atrapados en un paradigma que nos indica quiénes deben ser consultados sobre los años setenta; Videla no figura, claramente, en esa nómina políticamente correcta.

En segundo lugar, Videla y otros militares acusados o condenados por violaciones a los derechos humanos confiaban en el triunfo de Eduardo Duhalde en las elecciones presidenciales del año pasado, de quien esperaban una suerte de amnistía. A los 86 años y frente a cuatro años más, por lo menos, de gobierno kirchnerista, Videla parece pensar que ya no tiene sentido mantener "el silencio que me había autoimpuesto".

En tercer lugar, Videla sostiene que, si bien "no estoy arrepentido de nada y duermo muy tranquilo todas las noches, tengo sí un peso en el alma y me gustaría hacer una contribución para asumir mi responsabilidad de una manera tal que sirva para que la sociedad entienda lo que pasó y para aliviar la situación de militares que tenían menos graduación que yo". En este sentido, considera que sus oficiales no tenían otra salida que "cumplir las órdenes si querían seguir en el Ejército".

Es evidente que la percepción de Videla y de la "familia militar" sobre el desafío armado de las guerrillas y el contexto histórico anterior al golpe amortigua, relativiza en su conciencia el impacto que pueda tener la presencia gritante de los desaparecidos.

Claro que lo lógico habría sido que Videla diera estas explicaciones ante la Justicia o un organismo o comisión creada desde el Estado. No es bueno que el periodismo reemplace, de alguna manera, a la instancia judicial. Pero tal vez sea hora de preguntarnos con sinceridad si los actuales juicios por delitos de lesa humanidad buscan la verdad de lo que pasó, que incluye la localización de los restos de los desaparecidos, o privilegian la condena en bloque y con argumentos más bien polémicos (por ejemplo, testigos que reconocen a sus presuntos captores y torturadores por el tono de la voz o el perfume que usaban) a los militares y policías acusados o procesados en causas que se mueven muy lentamente y a tono con las especulaciones políticas y electorales del oficialismo.

El hombre y sus circuntancias

No se puede analizar un hecho político relevante, como, por ejemplo, el último régimen militar, despojado de su contexto histórico. Lo enseñaba, entre otros, Marx en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte , donde al referirse al golpe de Estado del sobrino de Napoleón, en 1851, criticó una interpretación de Víctor Hugo: "Parece, en su obra, un rayo que cayó de un cielo sereno; no ve más que un acto de fuerza de un solo individuo".

El golpe del 24 de marzo de 1976 tampoco fue un rayo caído de un cielo sereno. El cielo no estaba sereno: el gobierno constitucional de Isabel Perón desfallecía en medio de una tormenta de ineficacia, inflación, desabastecimiento, denuncias de corrupción y violencia política. Por ese motivo, la caída de Isabelita fue recibida con alivio por muchos argentinos.

Tanto la guerrilla peronista, Montoneros, como la guerrilla trotskista guevarista, el Ejército Revolucionario del Pueblo, jugaban al golpe porque pensaban que la irrupción militar aceleraría la revolución socialista. Más aún: luego del golpe los grupos guerrilleros perjudicaron con sus ataques a los generales que aún creían que la represión debía ser hecha con la ley en la mano. Fue el caso de la bomba vietnamita que el 2 de julio de 1976 destruyó el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal, en plena Capital, donde murieron veinticuatro personas y hubo más de sesenta heridos, y que Videla atribuye a, entre otros, Horacio Verbitsky, cosa que el periodista niega.

Ese atentado le costó el puesto al general y abogado Arturo Corbetta, que era el flamante jefe de la Policía Federal. "Corbetta quería obligar a la Policía Federal a que combatiera con los códigos de un abogado, pero eso no era de aplicación. La Policía lo dejó solo en el Patio de las Palmeras durante el velatorio de los muertos", señaló Videla. Corbetta fue reemplazado por un "duro", el general Edmundo Ojeda.

Esto no disminuye la responsabilidad de Videla y sus generales en la Disposición Final, pero nos ayuda a entender todo lo que pasó en aquellos años sangrientos que, seguramente porque no están bien explicados, se resisten tanto al olvido.

ANTE LA LEY

1985

Causa 13/84

Fue condenado a prisión perpetua en el denominado Juicio a las Juntas Militares, en el que la fiscalía lo acusó formalmente por 700 casos de violación de los derechos humanos.

2010

Causa 17.468

Fue condenado a prisión perpetua por el asesinato de 31 presos políticos, la mayoría de ellos durante simulacros de fuga, para encubrir los crímenes. Por esta causa también fueron condenados más de una decena de represores, entre ellos, Luciano Benjamín Menéndez.

Otras causas en su contra

Su responsabilidad en la existencia de un plan sistemático para el robo de bebes durante la dictadura o su complicidad en el marco del Plan Cóndor son algunos de los procesos judiciales que pesan en su contra..

jueves, 12 de abril de 2012

Reflexiones sobre nuestra forma de vivir

¿Para qué trabajamos?

Sergio Sinay / Paidos

"Trabajamos, como promedio, una tercera parte de nuestro tiempo cotidiano. ¿Para qué? ¿Para vivir? ¿Para vivir cómo? ¿Para hacer qué cosa con nuestras vidas?", reflexiona Sergio Sinay en este libro que indaga sobre la insatisfacción existencial que agobia a la sociedad actual. Sin bajar línea, en estas páginas pueden encontrarse herramientas para cuestionarnos sobre nuestra relación con el mundo laboral y el sentido de nuestras vidas.


Un extracto...
Esclavos autocontrolados

En tiempos de fugacidad, de frágil memoria, de abundante superficialidad, de banalidad rampante, como son los presentes, viene a cuento recordar la historia y los nombres de los Mártires de Chicago, así como las razones de ese martirologio. Mientras cada 1º de mayo se convierte, simplemente, en una fecha en rojo en el calendario y un hueco oscuro en la memoria colectiva, aquellas ocho horas, finalmente conseguidas, se han esfumado. Hoy se trabaja mucho más que eso. Lo hacen quienes están en relación de dependencia y quienes se sienten libres de patrones y horarios. Así, lo que sobre fines del siglo XIX era aún una práctica salvaje es hoy un encantamiento sutil.

El trabajo sin horario y sin días francos ya no es una imposición; hoy toma a menudo la engañosa forma de una elección. No estamos, por cierto, en el siglo XIX ni en los tramos iniciales del sigo XX, de manera que son otras las cosas que se ven y oyen. En un bar, en un restaurante, en una sala de espera, en el vagón del subterráneo, en la cola de un banco suenan los celulares y la mayoría de las conversaciones que se escuchan tienen que ver con trabajo. No hay placer en ellas, no hay disfrute ni inspiración. Se trata de diálogos ansiosos: hay irritación, urgencia, exigencia. Quienes los mantienen no están en un lugar de trabajo cautivo, pero están cautivos del trabajo. Si apagan el celular temen quedar afuera de un circuito, perderse algo (¿acaso el trabajo mismo?). Si no fuera así, si tomaran la decisión de desconectarse por un tiempo, quizás un tiempo necesario de introspección, de atender una cuestión personal prioritaria, de volver a la intimidad, es muy posible que se encuentren con todo tipo de reproches y reclamos por semejante insensatez. ¿A quién se le ocurre apartarse por un instante de la red de llamados, mensajes, correos electrónicos, muros, tweets, más aún en horas de trabajo? Horas de trabajo, hoy, son todas. Los discursos sobre autonomía, sobre ser dueño de los propios tiempos, sobre trabajar "cómodo" y demás cuestiones similares dicen otra cosa. Lo que prueba el éxito del marketing de la nueva y embozada taylorización. Ya no se necesitan tantos ni tan rigurosos controladores de tiempo y rendimiento, cronómetro en mano. Esos time-controlers se han instalado ahora en el interior de las personas y funcionan desde allí.

Como advierte con lucidez Thomas Moore en Un trabajo con alma, hay una opción esencial que consiste en tener un trabajo para la vida o una vida para el trabajo. En el primer caso, se forja el carácter, se enriquece la personalidad, hay una comprensión de lo que se aporta al mundo y a los demás a través del propio quehacer. Es la suma de los atributos personales a la totalidad que se comparte. En el segundo caso, el trabajo (independientemente de lo que se haga, cómo, en qué entorno) se convierte en un embudo por el cual se escurren irremediablemente las energías que se quitan a los vínculos o a cualquier otra manifestación valiosa de la propia vida. Moore acude a recientes estudios acerca de cómo se sienten las personas en relación con su vida laboral, según los cuales hay una insatisfacción manifiesta a pesar de los avances proporcionados por las nuevas tecnologías. Un número creciente de personas -cita Moore- cree que su trabajo influye negativamente en su vida personal y tie- nen menos tiempo para dedicar a su familia, sus amigos, su salud, sus aficiones, sus intereses personales intransferibles. "Las tecnologías modernas -concluye- difuminan las fronteras entre el trabajo y el hogar".

Lo que conviene agregar es que esa difuminación no se agota en los planos temporal y espacial, sino que se transmite al psíquico y al emocional, al punto en que, aun con la ilusión de libertad, de manejar horarios y movimientos, una masa crítica de personas nunca dejan de estar en el trabajo, se han fundido con él en una cocción a fuego lento. Están conectados mientras comen, mientras duermen, mientras están de vacaciones; están conectados aun cuando por un instante dejan sus utensilios tecnológicos (aparatos que ya parecen extensiones de sus miembros). Porque sus mentes no se desconectan nunca. Muchas personas pueden no ver a sus hijos porque sus compromisos laborales se lo impiden o pueden separarse de sus parejas antes que separarse de su trabajo.

Cuando esto ocurre, la capacidad (y necesidad) transformadora de los seres humanos deja de encontrar cauces creativos y fecundantes, se vacía de sentido (aunque luzca lucrativa, productiva y exitosa) y el trabajo ya no es medio de trascendencia, sino un fin en sí mismo.

A remar se ha dicho

¿Obedece esta obsesión simplemente a un desmesurado "amor" por la tarea que se realiza? ¿De dónde nace tanta infatigable aplicación? Quizás no sea hija del amor sino del espanto. El sábado 16 de enero de 2010, cuando el fantasma de la más globalizada crisis económica ya se aposentaba sobre las primeras economías del mundo y amenazaba a todas las demás (en la Argentina un sueño necio hacía decir a las autoridades y a sus corifeos que aquí ningún virus llegaría), el diario El País, de Madrid, citaba palabras del británico James Muir, flamante presidente de Seat, filial española de Volkswagen. Muir pedía a sus galeotes más ventas, más cifras, más réditos. Lo mismo que, a su vez, le exigían a él sus amos, los accionistas. "No todos reman en este barco en la misma dirección -bramaba-, de modo que echaré a quienes no remen. Necesitamos un equipo ganador". Esa misma semana, apoyó su exigencia con hechos: despidió a 330 ejecutivos y cargos medios. "Implicar a los empleados y lograr así que sean más productivos es uno de los mandamientos del ejecutivo moderno", comentaba el diario. Allí mismo, Miguel Angel García, profesor de Sociología en la Universidad de Valencia, explicaba que "las empresas estudian sistemáticamente el rendimiento de los trabajadores y la fórmula más habitual es analizar el rendimiento por objetivos". Esto no quita que aun en los años de rendimientos más positivos los planteles se reduzcan de forma masiva en grandes corporaciones y bancos, señalaba el especialista. La decana de Psicología en la Escuela de Negocios IE University, Cristina Simón, aportaba lo suyo: las empresas, decía, tienden a descartar aquellos perfiles con menos capacidad de adaptación a una cultura más agresiva, más comercial. Sólo que no lo llaman "despido", sino, como prefirió denominarlo falazmente Muir, "estrategias para llevar a buen puerto un proyecto". (...).