miércoles, 1 de septiembre de 2010

Almudena Grandes nos adelanta la historia de Inés

"La historia de Inés", por Almudena Grandes, a propósito de su novela Inés y la alegría.

Inés y la alegría es la primera entrega de un proyecto narrativo integrado por seis novelas independientes que comparten un espíritu y una denominación común, «Episodios de una guerra interminable». Su primera palabra no es fruto de una elección casual. Si he querido llamarlas «episodios» ha sido para vincularlas, más allá del tiempo y de mis limitaciones, a los «Episodios nacionales» de don Benito Pérez Galdós, que para mí es, como he declarado en muchas ocasiones, el otro gran novelista –después de Cervantes– de la literatura española de todos los tiempos.

Don Benito es, además, uno de los autores que más ha influido en mi vida, como lectora y como escritora. Siempre he pensado que, si no hubiera empezado a leerle a los quince años, lo más probable es que ni siquiera hubiera llegado a ser novelista. Pero en el verano de 1975, me quedé sin libros que leer a mediados de julio. En la casa que mi abuelo, Manuel Grandes, tenía en un pueblo del Guadarrama, Becerril de la Sierra, y donde veraneaba con toda mi familia, ya no quedaban libros que yo no hubiera leído, con la única excepción de unos tomos encuadernados en piel roja, de la editorial Aguilar, con los lomos estampados en letras doradas, Galdós, Obras completas. No recuerdo la fecha exacta en la que por fin me atreví a coger uno de aquellos libros, el día en que lo abrí al azar y me entretuve en pasar páginas hasta que encontré el principio de una novela cualquiera. Pero recuerdo muy bien, nunca podré olvidarlo, que aquella primera novela que encontré, la primera que leí, se titulaba Tormento. Y que aquel libro me cambió la vida porque, entre otras cosas, pulverizó la imagen de España que había tenido hasta entonces. Al leer la implacable crónica del morboso y despiadado amor carnal de un sacerdote por una huérfana desamparada, pura ciencia ficción para una niña del tardofranquismo, empecé a sospechar que me había tocado nacer, vivir en un país anormal, una circunstancia que el paso del tiempo convertiría en una de las claves de mi vida, y de mi literatura.

Inés y la alegría es, por tanto, la primera entrega de lo que pretende ser al mismo tiempo un homenaje y un acto público de amor por Galdós, y por la España que Galdós amaba, la única patria que Luis Cernuda reconocía como propia, querida y necesaria, cuando escribió un espléndido poema, «Díptico español», cuyos últimos versos he tomado prestados como cita común de todos mis Episodios. Me habría gustado hacer aún más explícita esta relación y poder titularlos «Nuevos episodios nacionales», pero Franco y el franquismo han desvirtuado, tal vez para siempre, el adjetivo nacional, que Galdós supo dignificar como nadie.

He procurado ser fiel, sin embargo, no sólo al espíritu de los «Episodios» de don Benito, sino también, en la medida de lo posible, al modelo formal que él construyó y Max Aub retomó a su manera, y a lo largo también de seis títulos, en «El laberinto mágico». Mis novelas, que arrancan del momento en el que terminan las de Max, son obras de ficción, cuyos personajes principales, creados por mí, interactúan con figuras reales en verdaderos escenarios históricos, que he reproducido con tanto rigor como he sido capaz. No se trata, eso sí, de grandes batallas, como Trafalgar o Bailén. Los episodios que yo he podido contar son historias igual de heroicas pero mucho más pequeñas, momentos significativos de la resistencia antifranquista, que integran una epopeya modesta en apariencia, gigantesca si se relaciona con su duración, y con las condiciones en las que se desarrolló. Porque abarcan, desde perspectivas muy distintas, casi cuarenta años de lucha ininterrumpida, un ejercicio permanente de rabia y de coraje en el contexto de una represión feroz. Una determinación tan firme que durante muchos años pareció un suicidio, pero sin la cual –por mucho que no quiera reconocerse oficialmente– nunca habría llegado a ser posible la España aburrida, democrática, desde la que yo puedo permitirme el lujo de evocarla. Por eso estoy segura de que, si hubiera vivido en esta época, Galdós habría comprendido mi elección.

Inés y la alegría cuenta la historia de la invasión del valle de Arán, una operación militar desconocida por la inmensa mayoría de los españoles, que tuvo lugar efectivamente entre el 19 y el 27 de octubre de 1944. En el instante en que tuve noticia de esta asombrosa y quijotesca hazaña, tan grande, tan ambiciosa, tan importante como para poder aceptar sin estupor que sea, al mismo tiempo, tan desconocida, sentí una especie de comezón imaginaria mientras veía a una mujer montada en un caballo, uniéndose a los guerrilleros con cinco kilos de rosquillas. No sé por qué era una mujer, por qué iba a caballo, por qué llevaba cinco kilos de dulces ni por qué tenían que ser rosquillas, pero sé perfectamente que la vi, que la vi así, y que al verla, me puse todavía más nerviosa, como si su historia, que aún desconocía, luchara dentro de mí por salir a la luz.

En aquel momento, febrero de 2005, yo estaba escribiendo todavía El corazón helado y no podía pensar en otra novela. Mientras se está escribiendo una novela de mil páginas, es impensable escribir otra después, porque nada vale, nada es suficiente, y un libro igual de largo parece un disparate tan impracticable como una novelita de doscientos folios. Quizás por eso, y por la naturaleza de la historia que se perfilaba en mi imaginación, decidí que lo mejor sería hacer una película. Y al día siguiente, a media tarde, llamé a mi amiga la Rubia, Azucena Rodríguez, la mejor cómplice con la que ningún narrador haya podido soñar jamás. Porque le pregunté a bocajarro qué le parecía una mujer republicana uniéndose en un caballo, cargado con cinco kilos de rosquillas, a los ocho mil hombres armados que, aunque ella tampoco lo supiera, habían invadido España en el 44. Y después de hablar un rato conmigo por teléfono, me dijo que le parecía muy bien.

En la primera página del cuaderno donde empecé a escribir esta historia, anoté la fecha del 4 de marzo de 2005. Desde entonces hasta la primavera de 2010, en la que termino esta novela, le he dado muchas vueltas a Inés, muchas a Galán, muchas a la invasión del valle de Arán, a veces sola, y a veces con Azucena, que es tan autora de esta historia como yo. Durante años, la Rubia y yo pensamos muchas veces en la manera de hacer una película que, de entrada, es carísima para los actuales presupuestos del cine español. Durante años, decidimos y descartamos producirla nosotras, buscar un productor independiente, otro que no lo fuera, acudir directamente a las televisiones, pero nunca hemos logrado poner la película de pie. Sin embargo, yo seguía creyendo ciegamente en Inés, en su historia, mientras seguía sin saber qué escribir.

Ahora estoy convencida de que lo mejor que me ha pasado en los últimos años es no haber encontrado un productor de cine para esta historia. Gracias a eso, comprendí que lo que tenía que hacer era seguir escribiendo novelas. Así surgieron los «Episodios de una guerra interminable».

Inés y la alegría es una obra de ficción inserta en la crónica de un acontecimiento histórico real. Para afrontar su escritura, un formato nuevo para mí, he mantenido ciertas lealtades y me he tomado ciertas libertades.

He desarrollado mi propia versión de la invasión del valle de Arán en una novela que tiene tres ejes, los capítulos cuyo título aparece encerrado entre paréntesis, la historia de Inés, y la historia de Galán.

El primer eje narra una secuencia de acontecimientos históricos, que sucedieron en la realidad del periodo donde se sitúa la historia y conforman un nivel diferente a aquel donde se sitúa el resto de los capítulos del libro. Es el nivel del poder, las alturas desde las que se decidió la suerte de los guerrilleros.

Los otros dos ejes completan una historia de ficción, inventada por mí, aunque los personajes y los hechos en los que intervienen se basan en una historia y unos personajes tan reales como los que se cuentan entre paréntesis. Suceden, eso sí, en otro nivel, el de los peones de la invasión, que ignoran las decisiones que se están tomando sobre su destino en lugares diferentes, a veces muy distantes entre sí y siempre muy por encima de sus cabezas. A pesar de esa distancia, las páginas de la novela, como los días de la realidad, están perforadas por túneles y atajos que permiten que los habitantes de las alturas del poder desciendan, de vez en cuando, hasta el nivel del suelo.

Hay, por tanto, tres narradores. Dos de ellos, Inés y Galán, son personajes de ficción. El tercer narrador es un personaje real, porque soy yo. Los cuatro paréntesis intercalados entre los capítulos de ficción del libro recogen mi versión personal de aquel episodio, lo que yo he podido averiguar, documentar, relacionar e interpretar, para elaborar lo que sólo pretende ser una hipótesis verosímil de lo que sucedió en realidad. Si me he atrevido a proponer mi propia versión es porque, por motivos que se dejan adivinar en muchas páginas de este libro, nunca ha llegado a existir una versión oficial de lo que ocurrió. Ni las autoridades franquistas, ni la dirección del PCE, han querido abordar en ningún momento la tarea de fijar el relato de este episodio.

En ese sentido, y por encima de todo, quiero advertir que Inés y la alegría es, de principio a fin, una novela, y por tanto, en ningún caso un libro de historia. Los fragmentos de no ficción pertenecen a una obra de ficción, y mi intención nunca ha sido, ni será, arrogarme la menor autoridad sobre este tema. Si he optado por extraer la trama histórico-política del cuerpo central del libro –un recurso que seguramente volveré a utilizar, por razones semejantes, en el cuarto y en el sexto de mis «Episodios...»–, es porque hoy nadie sabe nada de la invasión. Por una parte, narrativamente resultaba insostenible que dos militantes de a pie, como Inés y Galán, tuvieran acceso a una información secreta, y generada en ambientes tan ajenos a sus vidas. Pero, por otra, ningún lector contemporáneo habría podido entenderles, ni entender su historia, si no hubiera estado al corriente de la coyuntura histórica y la trama política que alentaron tras las operaciones del ejército de la Unión Nacional.

Es rigurosamente cierto que el 19 de octubre de 1944, cuatro mil hombres que formaban parte de aquel ejército cruzaron los Pirineos e invadieron el valle de Arán, así como que otros cuatro mil habían ido pasando desde finales de septiembre por otros puntos de la frontera, en una maniobra de distracción que tuvo éxito, porque impidió al ejército de Franco concentrar tropas en ningún paso fronterizo concreto. En general, las operaciones, incluida la lentitud de reflejos del gobierno de Madrid, sucedieron como se cuentan aquí. Sin embargo, a pesar de que Bosost fue en realidad el pueblo donde se estableció el puesto de mando de la invasión, todos los habitantes del cuartel general que ha conocido el lector son invención mía.

Algo parecido ocurre con los episodios que sitúan a Galán y a Comprendes en el sur de Francia durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque ellos dos no estuvieran allí, los guerrilleros de la AGE (Agrupación de Guerrilleros Españoles), inserta en las FFI (Fuerzas Francesas del Interior), se enfrentaron muchas veces con la resistencia de los alemanes a quienes habían derrotado, pero que no querían rendirse oficialmente a los rotspaniers, como llamaban a los rojos españoles. Aquellas crisis se resolvieron de diversas maneras, entre las que yo he escogido la más expeditiva. Y en la realidad, en los desfiles de Liberación, había banderas tricolores y se escuchaba el Himno de Riego.

Yo me he inventado el nombre de guerra de Galán, pero entre los jefes de la AGE, más de uno obligaba a sus hombres a lavarse, a arreglarse el uniforme y cortarse el pelo, para entrar en los pueblos que liberaban desfilando en perfecta formación. Seguían el ejemplo que José del Barrio, jefe del XVIII Cuerpo del Ejército Popular de la República, dio en la frontera franco-española en febrero de 1939, mientras el general Jurado, tal y como cuenta el general Cordón en sus memorias, sólo sabía repetir «somos unos cabrones, unos cabrones, somos unos cabrones». Mientras tanto, un fotógrafo extranjero hizo la que quizás es la foto más cruel de la derrota, al captar la imagen de una mujer exhausta, amamantando a su hijo con un pecho vacío, que Paris Match se apresuró a publicar en su portada. El nombre de Comprendes también es auténtico. Corresponde a un guerrillero real, cuyo apodo se hizo tan popular que los historiadores cuyas obras he podido consultar lo identifican siempre por ese apodo, sin añadir nunca ni su nombre, ni sus apellidos.

De la misma manera, los episodios de la invasión reflejan acontecimientos reales. La ocupación del primer pueblo se ajusta casi escrupulosamente al relato que un guerrillero –Carlos Guijarro Feijóo, cuyo testimonio me sigue resultando imprescindible de libro en libro– me hizo en persona de la ocupación de un pueblo de Huesca, llamado La Espuña. El episodio del destacamento penal y la subsiguiente huida de los presos, también es auténtico -aunque sucedió en una fecha y un escenario distinto a los que yo he escogido-, así como la captura de un oficial del estado mayor de García Valiño, y la mayoritaria hostilidad de la población civil en los pueblos ocupados.

La batalla de Vilamós, a cambio, me la he inventado yo. No he encontrado ningún relato de la ocupación de este pueblo y me he permitido escogerlo por razones de verosimilitud. Está lo suficientemente cerca de Bosost como para albergar los hechos que necesitaba contar, y no figura entre las poblaciones cuya toma se detalla en los libros, lo que le convierte en algo parecido a un territorio virgen. Los pocos historiadores que se han ocupado de la invasión de Arán se habrán dado cuenta de que, más allá de los frutos de mi imaginación, las características de esta batalla ficticia son muy parecidas a las que la toma de Es Bordes tuvo en la realidad. Allí, los defensores también se hicieron fuertes en el campanario de la iglesia, y los guerrilleros tuvieron un número de bajas muy elevado, que empañó su alegría por una victoria más importante que la que logra Galán en esta novela.

Sin embargo, y aunque hubiera dado casi cualquier cosa por haber sido capaz de crear un argumento tan fascinante, ninguno de los elementos que integran la abrumadora trama política que se desarrolla en los capítulos titulados entre paréntesis proviene de mi fantasía. Los acontecimientos que se narran en ellos, desde el amor de Dolores Ibárruri por Francisco Antón, hasta el complejo itinerario sentimental de Carmen de Pedro y su boda con Agustín Zoroa, sucedieron en la realidad, en las mismas fechas y lugares que aquí se citan. Para contarlos, he procurado mantener el mismo equilibrio entre lealtad y libertad que en el resto del libro, aunque me he visto obligada a interpretar en mayor medida, dada la pudorosa naturaleza del velo que, por diversas razones, todas las cuales se apuntan en la novela, el PCE ha corrido sobre los acontecimientos de Arán y la trayectoria de sus actores principales, un pudor que la historiografía española en general ha respetado hasta ahora. Pero Jesús Monzón, para lo bueno y para lo malo, con su descomunal talento, su no menos descomunal ambición, su coraje y su capacidad para levantar lo que Pasionaria elogió, literalmente, como «un hermoso partido» al volver a Francia en 1945, existió, y debió de ser en la realidad un hombre tan irresistible como el que aparece en estas páginas.

Como norma general, todos los personajes históricos que intervienen en la acción con su nombre y sus apellidos, desde los más circunstanciales, como Vicente López Tovar, Gustavo Durán, Sir Samuel Hoare, Manuel Azcárate, los hermanos Valledor, Fermín, Paco el Catalán, Cristino García Granda o el propio Stalin, hasta los más directamente implicados en el argumento, como Dolores, Monzón, Antón, Zoroa, Carmen de Pedro o Santiago Carrillo, estuvieron en realidad en el lugar donde aparecen y en la fecha en la que se les cita en la novela, actuando en el mismo sentido que aquí se les atribuye. Y aunque Casa Inés nunca existió, Picasso fue a Toulouse a comer con Pasionaria en la celebración de su cincuenta cumpleaños. No tengo ni idea de si, en aquella fecha, alguien le regaló bombones, pero sé a cambio que don Juan Negrín y el general Riquelme estuvieron dispuestos a presidir un gobierno provisional republicano en Viella, en nombre de la Unión Nacional Española.

La invasión del valle de Arán, tan inexistente para la inmensa mayor parte de los ciudadanos españoles en 1944 como ahora mismo, permanece casi igual de ausente en la bibliografía que está al alcance de cualquier lector.

Compleja y contradictoria hasta en sus interpretaciones, las únicas monografías que existen sobre esta campaña, como La invasión de los maquis, de Daniel Arasa, o Hasta su total aniquilación, de Fernando Martínez de Baños, relatan los hechos desde una objetividad aparente que, al excluir el componente ideológico y, por qué no decirlo, patriótico, que empujó a los hombres de la UNE, sin cuestionar en ningún momento la legitimidad del régimen franquista, resulta no serlo tanto. Más útiles para comprender las auténticas razones de la invasión, me han resultado los relatos parciales de dos historiadores especializados en la guerrilla. Me refiero, una vez más, a mi imprescindible amigo Secundino Serrano, en La última gesta. Los republicanos que vencieron a Hitler, y a Francisco Moreno Gómez, en La resistencia armada contra Franco. Tragedia del maquis y la guerrilla.

Derrotas y esperanzas, el primer tomo de las memorias de Manuel Azcárate y el libro donde supe de la invasión de Arán por primera vez, ha estado encima de mi mesa, lleno de picos doblados y pegatinas de colores, durante todo el tiempo que he invertido en la historia de Inés. Él, que habría sido quien mejor podría haber contado lo que pasó, porque lo vivió en primera persona, se calla casi más de lo que dice, aunque no existe ninguna otra fuente tan autorizada para reconstruir los trabajos y los placeres de Jesús Monzón y Carmen de Pedro en la Francia ocupada. Hasta el punto de que la descripción de Carmen que aparece en esta novela, y que coincidirá a la fuerza con la que pueda hacer cualquier otro autor contemporáneo en cualquier otra obra, proviene de sus recuerdos. Después de haber buscado afanosamente un retrato suyo en todos los lugares que estaban a mi alcance, decidí recurrir a la ayuda de personas más sabias que yo. Pero ni Fernando Hernández Sánchez, el historiador a quien se considera actualmente la máxima autoridad acerca de la historia del PCE en la guerra civil porque, entre otras cosas, se sabe su archivo de memoria, ni María José Berrocal, documentalista que, desde hace algún tiempo, trabaja en la catalogación de los fondos del Archivo General de la Administración, donde se custodian, entre una infinidad de documentos, las fichas policiales acumuladas a lo largo de cuarenta años de dictadura, han conseguido ver jamás una sola foto de Carmen de Pedro.

El libro de Manuel Martorell, Jesús Monzón, el líder comunista olvidado por la historia, en el que tampoco aparece ninguna foto de Carmen, me ha resultado fundamental, aunque mi versión de Jesús difiera, en algunos aspectos hasta considerablemente, de la suya. Al margen de esas discrepancias, algunos datos concretos, como las circunstancias específicas de su detención, o su relación con Aurora Gómez Urrutia, habrían sido inalcanzables para mí si no hubiera leído este libro, con cuyo autor he contraído una eterna deuda de gratitud.

Respecto a la actuación de Monzón en el interior, he podido consultar un relato breve, pero muy interesante, en Madrid clandestino. La reestructuración del PCE, 1939-1945, de Carlos Fernández Rodríguez, un libro casi clandestino en sí mismo por su distribución, que sólo pude leer gracias a que mi amiga Carmen Domingo me regaló su ejemplar.

La información acerca de la febril actividad diplomática que se desarrolló en Madrid durante la Segunda Guerra Mundial, proviene, una vez más, de otro de mis «clásicos», La División Azul. Sangre española en Rusia, del profesor Xavier Moreno Juliá. Sin embargo, sólo he descubierto la sorprendente noticia del memorándum que Hoare envió al Foreign Office el 16 de octubre de 1944, en Papá espía, de Jimmy Burns Marañón, hijo de Tom Burns, estrecho colaborador de Hoare durante la Segunda Guerra Mundial. Y en lo que respecta a otro padre, el de Francisco Franco, fue el poeta Ángel González quien una noche, hace ya muchos años, me comentó que el dramaturgo Jaime Salom, que había crecido muy cerca de la casa madrileña de don Nicolás, se había dedicado durante años a recopilar información entre los vecinos. Su memoria es la fuente primaria de todos los relatos de este extraordinario personaje, que algunos libros, no muchos, han llegado a proponer.

En esta novela hay una infinidad de pequeños detalles extraídos de muchas obras diferentes, pero uno es digno de mención. Después de buscar la fecha exacta del proceso que apartó a Francisco Antón de la dirección del PCE en todos los libros donde recordaba haber leído acerca del tema, cuando ya no esperaba encontrarla, me topé con ella en la cronología del libro que Santiago Carrillo escribió recientemente sobre Pasionaria. Antón se encuentra citado con frecuencia en el texto, pero nunca como pareja de su protagonista, y tampoco aparece en ninguna foto, aunque hay una a toda página de Julián Ruiz. Sin embargo, en la cronología que figura como apéndice, entre las fechas clave de la vida de Dolores, se hace constar la caída política de Antón, que se apunta a finales de 1952 y se consuma a principios de 1953. Se podría pensar que es un acto fallido, una estratagema de la zona oculta de la memoria del autor. Pero también es un rasgo de lealtad a la verdad que Pasionaria quiso proyectar sobre sí misma, y a la verdad del amor que la traspasó en realidad.

Inés y la alegría es una novela sobre la invasión del valle de Arán, escrita desde el punto de vista de los hombres que, en el mes de octubre de 1944, cruzaron los Pirineos para liberar a su país de una dictadura fascista. No sabían qué intereses, qué cálculos y ambiciones personales se entrecruzaban con su destino, pero nunca dudaron de cuál era su objetivo. Podría haber escogido otras perspectivas igual de interesantes, como la de Monzón, que tenía su parte de razón, o la del Buró Político del PCE, que tenía la parte de razón que a Monzón le faltaba, pero ninguna otra habría sido tan justa.

Ninguna, tampoco, habría podido llegar a emocionarme tanto.

Almudena Grandes
Madrid, mayo de 2010